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La suave brisa de otoño daba en el rostro de la joven rubia que en ese momento se encontraba sentada en aquella camilla de hospital, estaba demasiado demacrada, su piel había pasado a ser de un color pálido amarillento, sus ojos carecían de vitalidad, sus labios estaban resecos, su cabello tenía el aspecto (y la textura) de un estropajo viejo, y la piel  casi se pegaba a sus huesos, era como ver a un muerto en vida, porque ya no podía hacer nada por su cuenta, era deprimente verla en ese estado, y lo era mucho más si considerabas que no moría, porque pasaba un infierno en vida.

La entidad mantenía las esperanzas, aún al ver el color de la muerte rodeando a la chica, y esas esperanzas empezaron a desmoronarse cuando un olor fétido empezó a aparecer en aquella habitación, un olor que la entidad podía sentir, un olor tan fétido y nauseabundo que la obligó a salir de la habitación en varias ocasiones.

Y ahí supo que ya no había nada que hacer.

Por que ella no podía sentir los olores del mundo terrenal.

—Sabes... a veces las escaleras son muy altas... y me cuesta trabajo subir con mi bicicleta— exclamó la rubia al aire, buscando con su ya-casi-muerta mirada al ente, quien se la pasaba escuchando los delirios de la rubia todo el día hasta que los calmantes podían más y la dormían, cosa nada agradable de presenciar.

—Jamás supe tu nombre— está vez los orbes verdes de la rubia se quedaron anclados a los orbes azulados de la entidad, quien simplemente se quedó quieta —no supe nada de ti, sólo que haces descansar a los que lo merecen...— una lágrima escurrió de su ojo derecho, haciendo que la entidad se sintiera peor de lo que ya se sentía —¿Porqué no merezco descansar?— las lágrimas escurrían de sus ojos, mojando la almohada y el cabello de la chica, quien seguía cuestionando el porque seguía viva —¿Qué hice para no merecer el desc...?—

—¡Cállate!— levantó la voz la entidad, cosa que jamás había hecho, porque podía contar con los dedos de una mano las veces que le había oído hablar.

—Solo quiero respuestas... duele... Cuando el efecto de las medicinas pasa, cuando escucho hablar a los doctores sobre cómo es una maldición que yo diga viva... Ahora mismo, duele, me duele vivir... Sólo... Sólo quiero descansar— su voz se mantenía regular, a pesar de que el dolor era tal que la hacía estrujar las sábanas con la poca fuerza que tenía —por favor, ayúdame— la habitación estaba llena de emociones negativas, sollozos, reclamos ahogados, y aquella pestilencia que emanaba de la rubia.

—No puedes irte...— fue lo único que murmuró mientras salía de ahí.

La rubia se soltó a llorar, ya no quería estar viva, quería morir y acabar de una vez por todas con su sufrimiento, aquel que llevaba azotándola 6 semanas, ya no le importaba nada, sólo acabar con el dolor que le causaba el cáncer que había llegado a sus huesos y le hacía doler tanto.

La entidad por su parte estaba colérica y desesperada, causando mini desastres por donde pasaba, y era obvio, no sabía cómo diablos parar a la chica que tanto sufrimiento le estaba causando, quería verla sana y salva, como cuando la había conocido, quería verla tan enérgica y positiva como en los 15 años que había estado con ella, quería verla formar una familia, quería verla vivir, pero no, no podría, ahora sólo le quedaba verla desmoronarse, sólo le quedaba ver a la chica marchita y con vestigios de vida, sólo le quedaba ver el sufrimiento de aquel ser que alguna vez fue el más radiante y enérgico que había visto, y eso le dolía.

Para cuando regresó se alarmó al ver a un asistente de la muerte a punto de tocarla, y justo como otras veces, lo echó del lugar, no permitiría que la rubia muriera, no aún.

—Volviste— murmuró entre delirios la chica de ojos verdes, una lágrima escapó de su ojo derecho.

La entidad se acercó, un suspiro pesado salió de sus labios fríos y carentes de vida, sus ojos empezaron a lagrimear en un llanto silencioso, no quería dejarla ir, era un hecho, tampoco quería ver lo que había estado evitando desde hacia 15 años, personas llorando, lamentándose, odiando a lo que sea que haya ocasionado la muerte, y lo que más grima le daba era la idea de ver el cuerpecito de la rubia en un cajón de madera que sería enterrado o quemado, dejándola caer en el gran abismo de un olvido que sería inevitable.

Nadie recordaría mucho de ella.

Nadie recordaría quien fue.

No habría rastro de quien pudo haber sido.

No recordarían su esencia.

Porque eso pasa cuando mueres, sin importar nada, te olvidan.

Eso es la muerte, la desaparición de la persona que fuiste.

La desaparición de anhelos, ambiciones y metas.

La desaparición de tu psique.

Lo que fuiste y pudiste ser desaparece en el momento en el que eres solo un cadáver.

Sin embargo todos viven como si nunca fueran a morir.

Y ella detestaba eso, que los humanos vivieran como si nunca fueran a morir, desperdiciando tiempo, derrochando dinero que probablemente les haya tomado mucho tiempo hacer, se preocupan por cosas banales, piensan que son inmortales, creen que la muerte no es más que una ilusión, creyendo que esto es sólo una prueba para otra vida, siendo que desperdician su ser, viviendo sin hacer algo de provecho, sin hacer algo que le de color a sus vidas, tratando de jugar con el tiempo, sin saber que este gusta de jugar con ellos, dándoles tanta vida como a un nogal cuando decide ser generoso, o simplemente cortándoles el paso a medio camino, siendo avaro.

—Tenia miedo— la línea de pensamientos de la entidad fue cortada de tajo por las palabras de la rubia —temía por si mi muerte iba a ser algo repentino, o si iba a ser dolorosa, tenía miedo de que mi muerte fuera tan repentina que terminara con mil arrepentimientos, pero ahora lo que me preocupa es no morir pronto— su mirada perdida en el techo hizo que la entidad quisiera llorar a mares, renunciaría a lo que fuera sólo para que la de ojos verdes viviera eternamente, pero no tenía a que renunciar, porque todo lo que tenía en posesión era un montón de figuritas de papel que le habían sido obsequiadas por la mortal.

Con la poca fuerza que poseía, la chica estiró un brazo y tomó un pañuelo de papel que había en un pequeño buró que estaba a su lado, reclinó la camilla para quedar casi sentada, dando exclamaciones de dolor a cada centímetro que se movía, fue lento y doloroso, en exceso, a pesar de tener opioides encima. Sus dedos se movían con torpeza y rigidez, mientras que la entidad veía con extrañeza sus acciones.

Cuando terminó había una flor hecha de papel en su totalidad, blanca y suave, con dolor tendió la flor al ente que le veía, recordó cuando había hecho lo mismo hacía años, el miedo y la torpeza con la que el ser casi monocromo había tomado aquella flor mal hecha, y parecía que el tiempo se había vuelto atrás, en su primer encuentro.

—Me llamo Peridot, ¿Cuál es tu nombre?— la voz le salió rasposa y ronca, pero no importó, eso no era lo importante en ese momento.

El ente dudó, fueron casi dos minutos en que la rubia le tendía la flor y esperaba una respuesta, dudaba demasiado, pero por fin accedió a tomar aquella delicada flor hecha con un pañuelo.

Luego se odió por ello.

Se odió por no haber previsto que la rubia entrelazaría sus dedos con los suyos.

—Perdón, no podía quedarme— se sintió envuelta en un abrazo, un abrazo gélido y lleno de lágrimas, un aliento tan frío como una ráfaga de viento en invierno se estrelló en su oído, y sonrió en el poco tiempo que le quedaba.

—Soy Lapislázuli— eso fue lo último que escuchó, esa voz que siempre había considerado hermosa susurrando aquel nombre en su oído.

Lo último que sintió fue un frío beso en su frente, porque luego, todo se volvió negro.

Y no volvió a sentir dolor nunca más.

La vida de la muerte (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora