Capítulo 8

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No se volvió a tocar el tema. Después de una disputa como aquella hubiera sido normal que haya tensión en el ambiente, como si se pudiera cortar con un cuchillo. Pero eso no pasó, sino que fue todo lo contrario, desde esa noche fuimos más unidos.

Amapola me consiguió trabajo en el mismo local en donde ella trabajaba: "Todas las Mañanas". Era una cafetería y confitería en el centro de la ciudad, ambos éramos meseros y verla todo el día intentado dar lo mejor de sí misma me parecía algo digno de idolatrar. Entrábamos a las 08:00 y abrían a las 08:30. Todos los días de la semana, la señora Fent llegaba a las 08:45 y se sentaba en la misma mesa, la del medio, y esa, me tocaba a mí.

—Aquí viene tu presa —me decía Amapola cuando veía, a través de la vidriera, a la señora Fent acercarse—. Ve a por ella tigre.

La señora Fent era muy amigable, no era la típica mujer mayor que lo único que hacía era apoyar el culo en la silla y quejarse de la vida, de los jóvenes de ahora, del bajo sueldo de su jubilación, de que estaba más sola que un arquero en un partido de fútbol, o de cualquier estupidez que se le pudiera ocurrir. Luego de que me ordenara un tostado y de que yo le entregara el pedido, Rodrigo entraba por la puerta a las 09:15 diciendo que llegaba tarde a su trabajo y pidiendo que lo atendieran rápido. Durante ese tiempo Amapola atendía a otros clientes, ella tenía más trabajo porque tenía más mesas y, por lo tanto, su sueldo era más alto. Rodrigo se sentaba en la misma mesa que la señora Fent y ordenaba siempre un café con leche.

Después de eso, no existía la rutina, llegaban distintos consumidores con diferentes encargos. A veces, surgían problemas, pero ninguno pasaba a mayores. "Todas las Mañanas" cerraba a las 18:00, hora en la que el tiempo de la merienda culminaba.

Al volver a casa con Amapola en el autobús, nunca me aburría, hablábamos de diversos temas, uno más raro que el otro. Pero, por lo general, jugábamos a un juego en el que debías intentar adivinar la edad de los pasajeros, cuando terminábamos de arriesgar números le preguntábamos a la persona su edad. En ese paso la gente nos miraba raro y algunos se negaban a responder, pero la mayoría respondía sonriendo, pues parecíamos dos niños.

Cierto día, cuando íbamos caminando desde la parada del autobús hacia el edificio en donde vivíamos, le hice una pregunta:
—¿Cómo se te ocurrió el juego?

Su cara se deformó con mis palabras.

—No tienes por qué contarme —me apuré al ver que la razón la afectaba negativamente.

—Sí tengo —dijo—, no te oculto secretos ni tú a mí —eso no era del todo cierto, ella no sabía que me moría por su persona—. Fue idea de mi hermana, jugábamos cuando yo tenía siete y ella nueve.

—Qué bonito.

—Murió a los once, junto con mamá y papá —me contó en voz baja.

AmapolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora