El cantar de los pájaros en la copa de los árboles que de a poco iban perdiendo sus marrones, rojizos y anaranjados ropajes anunció el comienzo de la mañana del día siguiente. Los rayos del sol que se asomaba curioso detrás de las empinadas y blancas montañas de Settelia iluminaron todo lo que estaba a su alcance en el reino, despertando a los animales diurnos de los bosques y praderas, aunque algunos no quisiesen abrir sus dormilones ojos, obligando a otros a levantarlos de variadas y graciosas maneras.
Uno de esos animales que no querían levantarse, era Seth Spader, el Guardia Real de la reina de Settelia. A pesar de que las canciones de las pequeñas aves lo animaban a pararse de una buena vez, el llamado de su confortable cama no le dejaba despertarse apropiadamente. Se revolcó en el catre reiteradas veces, esperando que los pájaros se callasen en algún momento, para proseguir con su buen dormir. Sin embargo, en vano desordenó las finas sábanas, pues un haz de luz proveniente de lo que parecía ser una ventana mal tapiada y cubierta por una cortina desgastada y raída le llegó en todo su adormilado rostro. Gruñó, tapándose la cara con la almohada, y a pesar de que ya estaba completamente despierto, conservaba aún un trocito de esperanza de que el sueño regresara a él para ayudarlo a volver a cerrar sus perezosos ojos; pero el sueño no iba a retornar sino hasta varias horas más.
A regañadientes apartó la ropa de su cama y se levantó, luego de restregarse los ojos y pegar un gran bostezo. Había olvidado que las botas estaban tiradas en el suelo desde la noche anterior, y gracias a ello, se tropezó torpemente cuando pasó cerca de ambas. Maldijo en voz baja a su flojera nocturna; no era la primera vez que le sucedía algo similar en situaciones familiares. Decidió, entonces, que iría a tomar una ducha. Tenía un baño personal, lo que le facilitaba el querer usarlo a sus anchas, al contrario de ocasiones anteriores.
Al volver de lavarse y saciar sus necesidades básicas, se encontró con que su cama estaba tendida a la perfección, y sobre ella había un par de ropas dobladas. Nuevamente supuso que se trataba de Florentia, y agradeció encontrarse en ese momento tapado para abajo con una toalla blanca, que había sacado de uno de los muebles del baño. Se cuestionó el sentido de la privacidad de la Consejera, y notó que no sólo ella ingresó en su cuarto: sobre el escritorio reposaba una pequeña bandeja, y encima de ella una taza de café con leche caliente, acompañada de dos galletas aparentemente recién horneadas. Esa debió haber sido Lissette, se dijo a sí mismo sonriendo. Mas por muy bonito que era el gesto, esas mujeres no conocían el concepto de privacidad, de seguro.
Cogió una de las prendas, la cual consistía en una casaca índigo con seis alamares ligados con tres cordones de color oro, del mismo color que las hombreras y el borde de los puños. Se tardó un poco en colocársela, a pesar de que le quedaba algo suelta, y una vez hecho aquello, procedió a vestir el pantalón blanco. Éste, por cierto, era un tanto apretado para su gusto y para lo que estaba acostumbrado, por lo que se le hizo incómodo flectar las rodillas al momento de ponerse unos calcetines y unas botas cortas y nuevas de cortesía de Florentia, que eran de los mismos tonos que la casaca, tanto en las botas mismas como en sus bordes.
Cuando acabó de vestirse, la pelinegra entró en la habitación sin anunciarse ni saludar.
—Aquí tienes una capa nueva. La otra que tenías realmente era un insulto —dijo ella, entregándosela—. Ah, y agradecería que no dejaras tus harapos en el suelo o donde sea que los arrojes. Detesto el polvo.
—Y yo agradecería que tocaras antes de entrar —respondió Seth, recibiendo la capa. Miró a la rápida alrededor de su cama, y se fijó en que la manía por el orden de Florentia había hecho de las suyas tal como en la noche anterior.
—Después de que desayunes estaremos esperando a que te presentes con tu espada en el salón principal —dijo Florentia ya dirigiéndose a la puerta—. Y más te vale que no te atrases otra vez.
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A tu servicio, Reina
RomanceReina Otome es la reina de dieciséis años de Settelia que nunca quiso ser reina y que vive con amargura el mal chiste de su nombre. Un día, luego de rechazar a todos los hombres del reino que deseaban ser su guardia personal, recibe la visita de un...