Preludio

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La incandescencia de Coraline Broussard no era una metáfora

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La incandescencia de Coraline Broussard no era una metáfora.

Quemaba.

Derretía a la nieve.

Había trepado tan alto solo para tocar el borde de las estrellas. Estrellas que ahora caían, caían y caían, cada una más pesada y caliente que la anterior. Sentía la luz en su pecho, matándola y curándola. Esa era la contradicción de Oshún—el mismo fuego que la quemaba era el que le daba forma.

El dolor, el hermoso dolor de la luz, le sacó una lágrima. Sus ojos lloraban, su ser entero lloraba.

Pero no sufría. Esta, por más insólita que pareciera, era una pena radiante y la entendía espléndida.

Ahora las estrellas se derrumbaban sobre ella, la aplastaban, la hacían trizas. Su agitación luminosa la maltrataba.

A ellos, sin embargo, no les agradaba la luz. Pero a ella, en la serenidad de su muerte, la refulgencia de los cuerpos celestiales le era divina, lejana... más del cielo que de ella.

Su corazón palpitó al verlo y recordó: la suavidad de sus manos, la calidez de su sonrisa, su olor a menta, su cabello crespo, su nombre en sus labios.

Sus lágrimas se desvanecieron, y con ellas, el último resquicio de humanidad en sus ojos.

Miró hacia arriba.

El cielo se caía, se partía en pedazos; y su corazón se le escurría de las manos. Toda su vida se dilucidaba, se consumía, se revolcaba presa de las constantes olas. Intempestiva, caprichosa, traicionera, avasallante, dañina.

Todo era el recuerdo de la muerte. Ahora anhelaba la muerte del recuerdo.

—Augustus —susurró, pero él ya se había desvanecido.

La incandescencia de Coraline Broussard derretía la nieve.

Y lo quemaría todo.

La incandescencia de Coraline BroussardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora