La noche en que Augustus murió por primera vez, la nieve cayó sobre el bosque nocturno de Fransville y los árboles hicieron eco de un susurro que quebró la luz de la Luna.
Esbelta y elegante, la criatura levantó su brazo. Sus largos dedos envolvieron el cuello de la chica con una precisión asesina. Venas doradas que se extendían por sus tendones, cinceladas en su pelaje negro como caminos de fuego.
El par de piernas humanas colgaban, meciéndose desordenadamente en el aire. Un grito trató de escapar de su garganta estrangulada mientras sus pequeñas manos arañaban el agarre de la bestia.
Augustus le tenía miedo al monstruo, pero le tenía más miedo a la muerte. A la muerte inminente de la niña.
—¡Detente! —gritó, y lo miró.
Un soplo de fuego dorado nació en su frente, como las llamas de un sol, pero recordaría sus ojos para siempre: grandes y rasgados, brillaban como joyas azules, con destellos de firmamento y eternidad. Eran lo más parecido a un trozo de luna que había visto antes. Dos lunas azules.
Luego silencio. El monstruo inclinó la cabeza.
El cuerpo inconsciente de la niña cayó al suelo.
La criatura caminó hacia él y él corrió.
Su sombra se desvanecía árbol tras árbol, su respiración ágil y desigual. El viento gélido rozó su piel morena, su cuerpo incapaz de comprender la complejidad de su pesadilla. Pero corrió.
Y luego sucedió, cada momento más borroso que el anterior.
Su pie golpeó la raíz serpenteante de un árbol y cayó en el frío. Escupió un quejido. Su rodilla le ardía de dolor y podía escuchar los pasos de la criatura acercándose a él por detrás. Un miedo insufrible lo invadió al darse cuenta de que no podía levantarse.
Después el ruido cubrió el bosque como una tempestad.
Un rugido.
Sangre que manchó la nieve como lágrimas.
Y luego nada.
Lo que vio después le haría creer a la mañana siguiente que todo había sido un sueño.
Una lágrima roja atravesó frigidez desde su cuerpo adolescente y roto hasta el sol en su rostro y ella se acercó a él. Su figura transpiró hilos de luz dorada que volaron hacia él de la misma manera que lo hacía la música para acunarlo. Volvió a sentir el calor de la vida, como si el fuego lo hubiera revivido. Como el latido de un tambor, su corazón comenzó a latir de nuevo. La luz desapareció tan lentamente como llegó, dejándolo en el frío abrasador.
Estaba vivo. De nuevo.
Se sentó. La criatura cayó al suelo como un pétalo.
El viento aspiró el pelaje negro, dejando al descubierto una piel morena, más clara que la suya, un rostro más pequeño, y los rizos más largos que había visto jamás, tan negros como el cielo nocturno, hacían contraste con la nieve.
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La incandescencia de Coraline Broussard
Mystère / ThrillerEn unos frígidos días de otoño, en un pueblito de Louisiana, hay una fila de cadáveres en una estantería. Y en el bosque, vestida de flores, hay una muchacha que juega con ellos.