Capítulo 3

700 84 31
                                    

—¡Atrápame! —chilló una niña

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

—¡Atrápame! —chilló una niña.

Las risas infantiles se mezclaron con el sonido de las aves y el agua del río. Un grupo de niños, con edades desde los cuatro hasta los siete, corrieron a lo largo de la calle, tirando y ensuciando a su paso. La gente les había estado riñendo por sus travesuras desde hacia tanto tiempo, que ya no tomaban en cuenta las amenazas.

—¡Te toca, Zalika! —gritó Hapshut, empujándola por la espalda.

La pequeña, pese a ser de las de mayor edad entre su grupo de juegos, cayó con fuerza al piso. Las manos y rodillas golpearon la tierra y gravilla bajo ella, abriéndole diminutas pero numerosas heridas. La sangre empezó a manar de todas, pintando todo en tanto lo tocaban. Los demás chillaron ante la escena, alejándose con sus manos cubriendo los ojos. Sin embargo, Hapshut se limitó a reír, señalando a la desafortunada frente suyo. Las lágrimas pronto nublaron la visión de Zalika, sus labios temblorosos formaron un puchero.

—¡Déjala en paz, Hapshut! Te aprovechas de tu tamaño —gruñó un pequeño, caminando con paso presuroso hasta la chiquilla herida. Se arrodilló a su altura, ignorando el dolor que le provocaba la gravilla, y tomó el rostro de Zalika entre sus manos—. ¿Estás bien, hermana?

Con sus dedos, limpió las lágrimas en las mejillas de ella. Luego acarició en círculos la piel irritada, intentando calmar a la pequeña. Esta negó con la cabeza, arrojando los brazos al cuello de su hermano, atrapándolo en un fuerte abrazo. Khyan la envolvió de forma protectora, mirándole con ternura. Ella entre sollozos, le pidió que le llevara a lavarse, petición a la cual no iba a negarse.

—Vamos, debemos llevarte a curar eso —animó, levantándose con ella aún envuelta en sus brazos.

—Gracias, Khyan —murmuró, con la cara en su cuello.

—Anda, vamos. Debemos apresurarnos para ir a cenar.

Asintiendo, Zalika se retiró del refugio que le ofrecía su hermano. Con una sonrisa temblorosa, tomó la mano de él y lo instó en dirección al río, para que pudiera lavarse. Sin necesidad de palabras, ambos emprendieron rumbo al viejo árbol que les servía de sombra cada vez que iban al Illon, a nadar o tomar su almuerzo luego de sus sesiones de estudio. Liberándose de la tristeza, Zalika sonrió más alegre. Estaba en parte agradecida por el rescate de su hermano, que siempre estaba ahí para defenderle, pero por otra parte se sentía humillada y apenada por el hecho de ser tan débil, de tener que depender de él cada vez que uno de los niños se propasaba con ella.

Odiaba ser tan frágil, tanto en espíritu como en aspecto. Detestaba ser tan diferente al resto, diferente de una forma mala. Es decir, su cabello era casi común, castaño pero mucho más claro que el resto de los niños. Con eso no había tanto problema, todo radicaba en el resto. Su piel, por ejemplo, no era morena ni roja o siquiera del color de la miel, era blanca, pálida como la de un muerto, sin el mínimo sonrojo en las mejillas que tendría alguien sano. Sus labios, en lugar de ser llenos y llamativos, eran muy delgados y de un soso tono rosado, no como los de Hapshut, una niña que en definitiva era atractiva. Y lo más horroroso de todo, eran sus ojos. En lugar de ser castaños, dorados o verdes, eran tan pálidos o más que su piel, de un gris tan claro, casi incoloro, que por poco le consideraron ciega.

La hija del SolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora