Capítulo 35

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CAPÍTULO XXXV

Cortos días después, el señor Heathcliff empezó a prescindir de comer con nosotros, aunque no llegó a

excluir del todo a Hareton y a Cati de su compañía. Optaba generalmente por ausentarse él y al parecer le

bastaba con comer una vez al día.

Una noche, cuando toda la familia estaba acostada, le oí bajar la escalera y salir. A la mañana siguiente

no había regresado aún. Estábamos en abril. El tiempo era tibio y hermoso. La lluvia y el sol habían dado

verdor a la hierba y los manzanos que hay junto a la tapia del mediodía estaban en flor. Cati, después de

desayunar, se empeñó en que yo cogiese una silla y fuese a hacer labor bajo los abetos. Después persuadió

a Hareton, que ya estaba curado, para que cavase y arreglase un poco las flores, que al fin habían trasladado

a aquel sitio para calmar a José. Yo miraba plácidamente el cielo azul y aspiraba el aroma del aire

primaveral. De pronto, la señorita, que había ido hasta la entrada del parque a recoger semillas para su plantación,

volvió diciendo que había visto llegar al señor Heathcliff.

-Y además me ha hablado -agregó, asombrada.

-¿Qué te ha dicho? -preguntó Hareton.

-Que me fuera corriendo. Pero me lo dijo de un modo tan raro y tenía un aspecto tan poco corriente, que

no pude por menos de detenerme un momento para mirarle.

-¿Pues qué le pasaba?

-Estaba muy excitado, jovial, hasta casi risueño... ¡Bueno, esto muy poco!

-Sin duda le sientan bien los paseos nocturnos -dije yo, tan pasmada como ella. Y como ver al amo alegre

no era un espectáculo ordinario, me las ingenié para buscar un pretexto y entrar. Heathcliff estaba ante la

puerta, en pie, pálido y tembloroso. Pero sus ojos irradiaban un extraño placer que cambiaba

completamente su semblante.

-¿Le sirvo el desayuno? -pregunté-. Después de andar por ahí toda la noche, debe usted estar hambriento.

Me hubiese agradado preguntarle adónde había ido, pero no me atreví a hacerlo directamente.

-No tengo hambre -contestó, volviendo la cabeza.

Hablaba con indiferencia, como si adivinase que yo deseaba conocer el motivo de su buen humor. Yo

pensé que tal vez aquel momento fuera oportuno para hacerle algunas reflexiones.

-No creo que haga usted bien en salir -le amonesté- a la hora de estar en la cama, sobre todo ahora que el

aire es muy húmedo. Va a coger un resfriamiento o unas calenturas. ¡A lo mejor lo ha cogido ya!

-Puedo soportar lo que sea -me contestó- y me alegrará mucho si así consigo estar solo. Anda, entra y no

me molestes.

Pasé y pude apreciar que respiraba muy dificultosamente.

«Sí -pensé-. Se ha puesto enfermo. ¡Cualquiera sabe lo que habrá estado haciendo!»

Al mediodía comió con nosotros. Le di un plato rebosante, y pareció dispuesto a hacerle los honores

después de su largo ayuno.

Cumbres Borrascosas-Emily Bronte (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora