Prólogo: La Ratonera

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<<Mano izquierda. Pie derecho. Pie izquierdo. Mano derecha...>> se repetía Alder, al tiempo que escalaba las empinadas y tortuosas paredes del Santuario del Maquinista que se erguía en la mitad de las calles oscuras de los barrios pobres y abandonados a la voluntad de los Dioses de la gran y majestuosa ciudad capital de Adros, Ádeliz.

<<La Ratonera>> le llamaban; el origen de este nombre quedaba en evidencia al atravesar sus caminos, debido a que de tanto en tanto se podían ver roedores enormes - casi de la talla de un gato mediano, decían algunos - correr rapaces, ya sea para cruzar y ocultarse de un agujero a otro, o para festinar en algún resto pestilente de pescado o pan mohoso, abandonado allí por los mercaderes durante el día. El número se incrementaba notablemente durante las noches; si se era lo suficientemente desafortunado, o se había bebido lo necesario para olvidar avanzar con cuidado, uno podía hallarse de pronto emboscado por hordas de ratas, hambrientas, enojadas y confundidas, a estas altas horas de la madrugada. En ese momento solo se podía rogar no verse apetecible a las alimañas, pasar desapercibido, o estar caminando en los pasos de otro bastardo sin suerte, que ya estuviese saciando la voracidad del ejército carroñero.

La jovencita conocía las calles de la Ratonera como la palma de su mano. Cada esquina, cada camino, cada muesca en las paredes; todo estaba en la deliciosa memoria que tenía. Su cuerpo se movía con libertad casi poética a través de los techos, como si no tuviese peso alguno.

Se autoproclamaba como la más ágil y rápida de todo el lugar; y si bien pudiera que no fuera así, sin duda alguna era la más brava de su grupo, y pelearía con cualquiera con tal de dejar estipulado su punto.

Atrás suyo, más lento, siguiendo los cuidadosos movimientos iba su hermano mayor, Aderia; nadie habría adivinado que eran hermanos. Ella era una muchacha pequeña y delgada, con unos mechones cortos, color negro azabache que caían sobre su rostro, cubriendo una cara afilada, con una nariz pequeña y redonda, ojos amielados que brillaban con un fulgor inexplicable cuando el sol rebotaba en ellos, y una sonrisa burlona, de labios delgados. Su hermano, por otro lado, era un niño alto y regordete, de piel tostada y ojos redondos, con cabellos rizados y rojizos. Tenían distinto padre - Alder jamás conoció al suyo, sin embargo veía al de Aderia como tal -, y en tanto el chico había sacado los rasgos de su madre, ella tenía un rostro que, al mirar en un espejo, no podía reconocer en nadie más.

Ágil trepaba hasta el punto más alto del Santuario, hasta el símbolo del Sol de Hierro, que coronaba el edificio. Tenía manos fuertes y ásperas, perfectas para escalar los edificios de la ciudad; sin embargo, siempre debía de estar alerta de no tomar una muesca o un ladrillo resbaladizo, muy empinado o que pudiese desprenderse. Un mal movimiento en estas labores, podía ser la diferencia entre llegar a la cima en un par de minutos, o al suelo, en tan solo un par de segundos.

Sin embargo, este riesgo, para la temeraria Alder, era poco precio a pagar en comparación a la recompensa que la cúspide le ofrecía. Allí arriba se paseaba contemplando los techos de las casas, las tabernas y las tiendas que inundaban al mercado de olores. También pasaba horas escrutando los lugares más imponentes de la ciudad.

El Sagrario del Catalista, a un costado de la plaza de armas, donde descansaban los brujos arcanos y los galenos, entrenados en las artes ocultas y la sanación de los males en la Antigua Ciudad de Herta; era un lugar misterioso para los plebeyos y sin rango como ellos, más aún con lo esquivos que los magos eran con sus destrezas.

Más allá, frente al Sagrario, cruzando la plaza, se encontraba la maravillosa Pira Eterna, donde descansaban las almas de los caídos; se trataba de una inmensa columna de fuego blanco, donde los sacerdotes llevaban a los muertos. Esta llama, brillante como ninguna, protegía y mantenía iluminada a la ciudad. Era el último punto de convergencia de todos los ciudadanos; todas las almas eran entregadas al fuego, fueran estas de nobles, o de mendigos. Solo los reyes se libraban de este destino, pues su espíritu se unía a sus ancestros en la Guarida Ígnea: el más grande de todos los edificios de la ciudad. Era sin duda la más grande e impresionante de todas las construcciones, con sus cuatro torreones principales, representando las cuatro regiones unificadas antaño por Solmet, <<el Derretido>>, todo erigido en impecable e impenetrable piedra gris.

Sangre de HierroWhere stories live. Discover now