Las mañanas de invierno eran heladas en las minas de Punzo, casi tanto como el duro hierro, crudo y pedregoso, que a cada minuto vomitaban las grietas oscuras en la ladera de la montaña.
Guantes y botas, hechas de grueso cuero de cerdo lanudo, eran toda la parafernalia que los trabajadores poseían para adentrarse y enfrentar el corazón de la tierra, con sus paredes impregnadas del olor a aceite quemándose. Era lo justo y necesario para acabar la jornada con todos los dedos en su lugar; sin embargo, no había minero en todo lo ancho de Ibis que pudiera levantar una mano al final de su vida, y mostrar diez dedos delgados y cansados por las décadas: era inexorable que las heladas arrancaran un par de ellos, con sus afilados colmillos de nieve.
<<O todos>>, pensó Vargo, al pasar junto a uno de sus compañeros, que con un guante en la mano izquierda y un fuerte gancho de hierro que nacía desde el final de su brazo derecho, empujaba un carro vacío hacia las entrañas de la mina. <<¡El mejor hierro de todo el continente!>> le oía decir de vez en cuando; de cualquier modo, este pensamiento no lograba convencer del todo a Vargo, que prefería conservar sus diez dedos pegados al cuerpo.
Algunos decían que Griso, el Manco, no había perdido la mano por el invierno; se oían murmullos de que se la habrían arrebatado por deudas de juego. Otros contaban que puso los ojos en una chica de alta alcurnia, y que su padre ordenó que la cortaran y se la dieran de comida a los perros, como una advertencia. Los más fantasiosos, que se batió a duelo por la mano de la muchacha, y fue derrotado por un espadachín que tomó la fea pezuña como trofeo.
Aun cuando la historia no era muy clara, era evidente que era la razón por la cual había acabado en las minas, sirviendo de animal de carga.
- El hierro no se sacará solo, acrosí asqueroso - una voz rezongó, y su eco fue un azote que ardió en la espalda del joven minero; adolorido, y con furia en los ojos, se volteó. Mirándolo, con la fusta nuevamente en alto, uno de los capataces, gordo y calvo.
Luego de un par de segundos de una fugaz batalla de miradas, tomó el pedazo pico de hierro, y comenzó a descargar su rabia contra el muro. Escuchó los pasos del hijo de puta alejarse, sobre el suelo húmedo, con el rostro tan rojo como los cabellos que le caían sobre el rostro. <<Si las cosas cambiaran, te enseñaría un par de cosas, seboso de mierda>> pensó. En otros tiempos se habría abalanzado sobre él y le habría cortado el cuello por un par de monedas. O por diversión. O quizás porque se sentó en su asiento en la barra mientras estaba meando afuera de la taberna. Pero en su situación no podía darse el lujo de ser expulsado de las minas. Nadie ahí podía darse esa clase de lujos.
Era sabido que los pueblos mineros de Ibis eran nidos de ratas, donde llegaba la peor basura de las nueve naciones. La política en ese lugar era sencilla: un trabajador era solo eso. No tenía un nombre, o si tenía alguno, era el que tomara por su cuenta. Muchos de ellos eran criminales buscados, con sus cabezas avaluadas en una moderada fortuna cada una. Y los cazadores de recompensas sabían esto. Cualquier necio con un rostro reconocible que pusiera un pie fuera del pueblo desaparecía en un par de minutos.
Con su cabeza divagando entre dedos cortados, no notó cuando las lámparas comenzaron a dormirse y morir; era hora de salir a respirar el gélido aire del exterior otra vez. Colgó la herramienta en la entrada del socavón, y se acercó a la enorme tienda que servía de comedor a los mineros. Antes de entrar, torció la mirada a la derecha, y admiró como hacía todos los días a esa hora, la Forja de Hielo y su poderosa llama; el fuego bailaba y escupía un arcoíris de colores sobre el blanco armatoste.
Tomó un pan negro y un plato de sopa de las manos del cocinero, y se sentó en el lugar habitual.
En la entrada vio un rostro familiar y agradable: Yura, el maestro herrero. De todo el poblado era el más viejo, pero no por esto era de menos temer; sus gruesas manos podían sacar jugo de las piedras, y así mismo de la cabeza de quien se pasara de la raya. Lo cual imaginarías que es fácil de recordar con un hombre de su estatura. <<Sangre de gigante>>, decían los mineros. Sin embargo, no era un hombre que infundiera miedo; con una enorme sonrisa se acercó al cocinero, y luego de conversar un par de minutos, con su comida en la mano, caminó hacia su mesa.