Primavera. Ya las azucenas floridas y llenas de miel han abierto sus cálices pálidos bajo el oro del sol . Ya los gorriones tornasolados, esos amantes acariciadores, adulan a las rosas frescas, esas opulentas y purpuradas emperatrices; ya el jazmín, flor sencilla, tachona los tupidos ramajes, como una blanca estrella sobre un cielo verde. Ya las damas elegantes visten sus trajes claros, dando al olvido las pieles y los abrigos invernales. Y mientras el sol se pone, sonrosando las nieves con una claridad suave, junto a los árboles de Alameda que lucen sus cumbres resplandescientes en un polvo de luz, su esbeltez solemne y sus hojas nuevas, bulle un enjambre ajeno a ruido de música de cuchicheos vagos y de palabras fugaces.
He aquí el cuadro. En primer término está la negrura de los coches que esplende y quiebra los últimos reflejos solares, los caballos orgullosos con el brillo de sus arneses, y con sus cuellos estirados e inmóviles de brutos heráldicos; los cocheros taciturnos en su quietud de indiferentes, luciendo sobre las largas libreas los botones metálicos flamantes; y en el fondo de los carruajes, reclinadadas como odaliscas, erguidas como reinas, las mujeres rubias de los ojos soñadores, las que tienen cabelleras negras y rostros pálidos, las rosadas adolescentes que rien con alegría de pajaro primaveral, bellezas lánguidas hermosuras audaces, castos lirios albos y tentaciones ardientes.
En esa portezuela está un rostro apareciendo de modo semeja el de un querubín, por aquélla ha salido una mano enguantada que se dijera de niño, y es de morena tal que llama los corazones, más allá se alcanza a ver un pie de Cenicienta con un zapatito oscuro y media lila, y acullá, gentil con sus gestos de diosa, bella con su color de marfila amariposado, su cuello real y la corona de su cabellera, esta en la Venus de Milo, no manca, sino con dos brazos, gruesos como los muslos de un querubin de murillo, y vestida a la última moda de París
Más allá está el oleaje de los que van y vienen: parejas de enamorados, hermanos y hermanas, grupos de caballeritos irreprochables; todo en la confusión de los rostros, de las miradas, de los colorines, de los vestidos, de las capotas: resaltando a veces en el fondo negro y aceitoso de los elegantes dumas, una cara blanca de mujer, un sombrero de paja adornado de colibríes, de cintas o de plumas, y el inflado globo rojo, de goma, que pendiente de un hilo lleva un niño risueño, de medias azules, zapatos charolados y holgado cuello a la marinera.
En el fondo, los palacios elevan al azul la soberbia de sus fachadas, en los alamos erguidos rayan columnas hojosas entre el abejeo trémulo y desfalleciente de la tarde fugitiva.