ULOG GRO-BASH

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Ulog Gro-Bash había comenzado su viaje en dirección al norte hacía cuatro días y ya se encontraba a menos de una jornada de viaje de llegar a la ciudad de Urug-Karol. Había dado todas las órdenes pertinentes, y dejado una guardia mínima en cada ciudad. Las mujeres y los niños orcos eran mejores con un hacha que los de su misma condición pero de otras razas. Dejó, igualmente, una guarnición de doscientos soldados, ciento cincuenta orcos y cincuenta goblins en cada una de las once ciudades. Perdía así solo mil seiscientos cincuenta orcos y 550 goblins. Era un mínimo de seguridad, y había mandado a cerrar las puertas de todas las ciudades. Un capitán quedaba a cargo de cada una, y sería el que sufriría las consecuencias ante cualquier cosa que sucediera.

Las minas seguirían trabajando pero a un ritmo mucho menor que el de los últimos meses, al igual que las forjas. Aquellos orcos que tenían un oficio, por más que lo quisieran, no formaban parte de su ejército. Igualmente, tenía un muy buen ejército, grande en número, poder y lealtad (siempre y cuando se mantuviere fuerte), pero corto en inteligencia. Los comandantes que había elegido, a excepción de Kurra y Larca, de los cuales desconfiaba demasiado, eran buenos guerreros, pero unos inútiles en cuanto a mando se trataba.

También había conseguido algunos buenos guerreros que formaron su guardia personal, con armaduras brillantes y el ego por las nubes. El jefe de su guardia, quién se consagrara vencedor del torneo, era un tal Iaro Gro-Karga, conocido ahora como Iaro Gro-Orshi, El Puño. Era un orco de gran estatura, sobrepasaba a Ulog por una cabeza y tenía una musculatura prodigiosa. Le había jurado lealtad por los dioses antiguos y los nuevos. Las armaduras que había forjado a su guardia eran una real obra de arte. El metal coloreado de las armaduras en tonos verdes y rojos resaltaba aún más la aterradora figura que tenían aquellos luchadores. Los vivos plateados en los hombros y cascos los distinguían de los demás guerreros, y el resto de los orcos respetaba eso.

Contra todo pronóstico, el ejército se encontraba en gran forma y con un hambre de guerra que se incrementaba constantemente. Al menos, había podido calmar un poco las aguas. El torneo y la puesta en marcha de los planes para la batalla permitieron a los orcos darse cuenta de que la guerra estaba mucho más cerca. Además, su maestro le había asegurado que conseguiría la ayuda de los elfos oscuros, lo cual le daría un ejército numeroso. Aunque ellos debían de tener sus propios mandos, responderían a él. De eso se aseguraría su maestro, y si él no lo había hecho, Ulog se había entrenado en las artes de la diplomacia lo suficientemente bien como para conseguir que le escucharan. De lo que sí estaba seguro, era de que por más que no fueran luchadores experimentados, los generales de los elfos oscuros debían de ser mejores que los suyos. Tampoco eso era muy difícil.

Cuando Ulog llegó a la ciudad fortificada de Urug-Karol, pudo observar como las obras que había encomendado se habían estado llevando a cabo. Tal vez los orcos no fueran tan estúpidos como él pensaba. Nunca les había dado el crédito suficiente, pues no se había criado entre ellos. Seguramente él hubiera sido igual si su Maestro no lo hubiera acogido en su seno.

Había utilizado la piedra para construir un muro que cerrara el paso, desde su lado, para evitar que en caso de dejar desprotegida la frontera, el camino se encontrara completamente despejado. Había mandado a hacer esto a lo largo de todos los pasos montañeses, pero era el único en el que había podido ver los frutos. Era una muy buena estructura, de fácil defensa con pocos hombres,

Al bajar de su caballo Kurra salió a recibirle con fingida alegría. Al menos había tenido los sesos suficientes como para aprender la lección de no hacer enfurecer a Ulog.

- Señor – dijo Kurra poniéndose en una pose que intentaba ser militar y de respeto – No lo esperábamos hasta dentro de unos días.

Ariantes: El Hijo del DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora