SOREN EST BRUM'A

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La magnífica ciudad de Ori, el establecimiento más oriental de los territorios enanos. ¡Qué magnífica arquitectura! Desde la fachada trabajada de su entrada, toda la ciudad era una gran obra de arte, signo de la magnificencia de las artes manuales enanas.

Ni bien uno ingresaba por debajo de aquellas figuras enanas del frente, lo recibía un gran salón, donde se erigían doce estatuas (seis de cada lado) de distintos héroes enanos. Al final de este salón, un pequeño pero hábil regimiento permanente de diez guardias se encontraba de pie, observando y controlando el ingreso de cualquier persona a la ciudad en sí.

Como Thoriq les había explicado en otra oportunidad, los enanos no recibían visitas del exterior, por lo que sus ciudades se comunicaban internamente por caminos conocidos como "La Red", entrelazadas entre sí y con un punto en común en el centro de ellas. Aun así, una guardia se establecía en todas las entradas de las distintas ciudades.

Soren se quedó observando las esculturas alucinado por la hermosura de su talla y los vivos colores con los que habían coloreado las gigantescas producciones. Todas ellas medían aproximadamente tres metros de altura incluyendo el pedestal de sesenta centímetros sobre el cual se levantaban. Aun así, las proporciones eran tan exactas que no había forma de confundirlos con humanos. Eran majestuosidades fastuosas de tiempos gloriosos para un pueblo orgulloso, principal contrincante de los elfos cuando caminaban sobre la tierra.

Alani se posó sobre su brazo y le tomó gentilmente de la muñeca con ambas manos, le indicó los detalles que le habían gustado, como las facciones de los rostros y de los cabellos, o las armaduras brillantes. Thoriq tuvo la amabilidad de esperarlos mientras contemplaban cada una de las obras. Al cabo de media hora, Soren se dirigió hacia él.

- Lo sentimos, es que todo esto es tan abrumador...

- ¿Los elfos de los bosques no tienen esculturas o algún tipo de arte? – pregunto ahora Thoriq intrigado.

- La verdad es que no – contestó Soren con un tono de desolación – Escribimos libros y crónicas de nuestro pueblo, pero ninguna obra de arte de este estilo. Tal magnificencia...

- Si esto te parece magnífico, espera a ver el resto – dijo Thoriq indicándoles la puerta.

Cuando salieron de aquella habitación para adentrarse en la ciudad propiamente dicha, Soren y Alani sintieron que eran transportados a un universo de fantasía que solo existía en las historias que les contaban cuando eran niños.

Se extendía frente a ellos una larga escalinata que descendía por más de doscientos metros, con unos escalones perfectamente tallados. La roca y la ciudad eran uno solo. Esporádicamente se hacían visibles las columnas que sostenían la edificación, evitando derrumbes, pero también decorando la vista. Los grandes ambientes parecían ser una reproducción opuesta al tamaño de sus dueños; techos de entre quince y veinte metros de altura podían encontrarse en cualquiera de los distintos espacios que llevaban hasta la zona central. Los edificios se encontraban tanto dentro como fuera de las paredes, tallados, trabajados y decorados dentro de las rocas.

En la zona central, la ciudad de Ori descendía en una espiral equivalente a diez pisos. En su centro, se levantaba una plaza circular que unía cuatro caminos. Debajo de la plaza, un océano de lava circulaba a un ritmo tranquilo, brindando calor y luz a la oscura y húmeda montaña. La iluminación que provenía del fondo era reflejada a través de una serie de espejos ubicados de manera tal que la fuente de luz llegara a todos los rincones de la ciudad. Dentro de las casas, la iluminación dependía de velas y antorchas.

Si uno hubiera podido ver el plano aéreo de la ciudad, podría observar que tenía forma de asterisco, con un círculo en su parte central, y dentro de él una cruz. Lo más impresionante de este trabajo era la simetría perfecta que contenían todas las construcciones, los túneles y los locales.

Ariantes: El Hijo del DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora