¡Sal de mi vida!

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Abrí la puerta y todas las miradas se posaron en mí. Yo, con frialdad e indiferencia me dirigí a mi sitio y allí me senté. Seguidamente la profesora continuó con la estúpida clase sin hacer ni un solo comentario de lo ocurrido.

El timbre sonó y callada recogí mis cosas. En el momento que fui a salir de clase Marta, una de las chics más populares del instituto, se acercó a mí con repelencia:

-          Cada día eres más penosa.

Yo la esquivé y seguí con mi camino. Ella me volvió a adelantar y dijo:

-          ¿Qué te pasa? ¿A caso se te ha comido la lengua el gato?

Ya no podía más. Decidí dejarlo ir:

-          ¡Quieres hacer el favor de dejarme en paz! ¡Sal de mi vida!

 Abrió los ojos como platos tras mi contestación y seguidamente volví a esquivarla. Yo tampoco me creía del todo que la hubiera gritado. No era propio de mí, pero hay momentos en los que las burbujas de rabia explotan y acabas pagándola con él o la idiota que te está haciendo daño.

Salí de ese infierno atravesando el parque para no volverme a encontrar con ninguno de mis compañeros. No sabía que hacer exactamente. Esa imagen de los cortes de Catherine me daba vueltas por la cabeza y a la vez me estremecía. Recordaba esos malos tiempos que pase en los que yo estaba en su lugar. Fue horrible. Cada día me preguntaba el porqué de esos malos tratos. Más adelante, gracias a una profesora me di cuenta que era por mi madurez. Era una mente de 20 en un cuerpo de 17 que aparentaba 14. Yo era otro de los casos en los que pasas de la niñez a la madurez en un año, sin pasar por la famosísima “Edad del pavo” de la que hablan tanto mis padres. Tuve que madurar sin ser adolescente.

Abrí la puerta de la portería sin ganas y la cerré de un portazo. Después subí las escaleras y a causa de un cordón mal desatado caí al suelo notando el frio suelo en mi mejilla. Parecía irónico, era exactamente como me sentía. Quería subir una escalera y acababa en el suelo. Otra vez… Seguidamente me levanté y abrí la puerta de casa. Antes de acabar de entrar sonreí falsamente.

-          Hola cariño, ¿Qué tal ha ido el día? –Dijo mi madre mientras se ponía el abrigo.

-          Bien.

-          ¿Segura?

-          Sí.

-          Me alegro. Ahora me tengo que ir a trabajar. Tienes la comida en el microondas.

-          Vale.

-          Adiós. Te quiero.

-          Adiós.

Y después de un pequeño beso en mi frente salió de casa dejándome completamente sola. Mi cara volvió a parecer la que tenía antes. No quería que mamá se preocupara, no quería que lo pasara mal viéndome sufrir así que cada día que llegaba a casa y me preguntaba “¿Qué tal te ha ido el día?” yo siempre le respondía “Bien”.

Mis tripas rugían, así que decidí empezar a comer los espaguetis que había en el microondas. Todo estaba tan tranquilo y silencioso… No se parecía en nada a ese infierno de donde venía.  Después de comer me asomé a la terraza, allí me quede un buen rato observando a las golondrinas volar. Por un instante sentí una gran envidia hacia ellas. Eran libres, no estaban atadas a los grilletes de la sociedad. Podían volar libremente… Una  ventana del piso de delante del mío se abrió y un chico  se asomó. En el momento que vi su rostro me acordé de cuando era pequeña, junto a mi antiguo cómplice antes de que se convirtiera en el matón de turno, cogíamos la pistola de agua y hacíamos dibujos en la pared de las terrazas. Al cabo de unos minutos se iba pero el problema era cuando mojábamos la ropa de los vecinos y estos venían a quejase a mis padres. Eran buenos tiempos…

 Era algo incomoda. Algo avergonzada decidí entrar dentro de casa.

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¡Hola mis amores! De momento no sé qué escribir en mi primer libro “In my heart forever”. ¡ES TAN ESTRESANTE! Pero en el que escribo bastante es en mi diario “Alone” y en este espero tener muchas ideas para este nuevo proyecto.

-Mia

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La estúpida sociedad que nos separaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora