Los párpados se me abren a duras cuestas arrastrándose sobre mis ojos como lentas orugas. La perforante luz blanca en mi cuarto me hiere, me ciega el alma. Tanto sueño, tanto cansancio, tantas ganas de volver a mis sueños. Tanta amnesia. Al despertar tan solo recuerdo el negro espacio eterno en que descanso una vez que me despojo de la obligación de estar alerta a mi entorno. Al ponerme de pie y realizar el diario ritual de colocarme mi fachada humana, tan solo puedo añorar dejar todo de lado y volver a mi cálida cama. La verdad es que hace unos meses yo hubiera dicho que añoro volver a dormir, pero en estos momentos, mi contemplación idílica del asunto es no más si no un producto de mi intenso deseo de no despertar más.
Durante el día mis amigos y conocidos no son algo aparte de obligatorias molestias, sombras que se estacionan frente a mí para luego volver a difuminarse en el vacío; vicios a punto de cometerse, distracciones que no aportan nada a mi vida. Las preguntas de ellos son tan constantes y agobiantes que casi prefiero encerrarme en las cuatro paredes de mi cuarto y no emerger jamás. Eso sería una buena idea, así me alejo del bochornoso y calcinante sol. Me alejo de la perpetua molestia de continuar fingiendo que deseo existir.
Tengo que ser crítico conmigo mismo, pero no encuentro otra manera de explicar cómo me he sentido durante los últimos ocho meses, mientras caigo más y más adentro de esta espiral sin final. Dicen que es culpa de los horarios, que los días se vuelven tan similares que dan la impresión de convertirse en un círculo. Que uno cree vivir y revivir el mismo instante, el mismo fracaso. Un dejá vú que nunca se marcha, como un tatuaje de percepción en la mente. Yo no sé mucho de eso, tan sólo mezclo un retazo de mis ideas y lo hago sonar bien, después de todo, no vale la pena contar una historia si no se tiene la molestia de contarla bien. Tan solo imaginense lo que es para mí estar atascado en este cerebro, con esta frágil bolsa de carne que se descompone día con día. Sí, en este punto ya no lo soportaba más, y aquellos que me preguntan por qué no lo finalice todo, mi respuesta es que no sé. Me confunde, mi sensación de desesperanza con la falta de acción que tome al respecto. Es posible que estuviera tan emocionalmente destrozado que careciera de voluntad hasta de atentar contra mí mismo? No se.
Estos párrafos resumen de manera eficaz cómo me sentía en aquel tiempo, cómo la frustración y el fracaso, la soledad y el aislamiento eran cosa de todos los días. Me había acostumbrado a ello. Pero la razón por la que escribo estas líneas no es para recordar viejos tiempos de amargura, sino para internarme en lo profundo de la oscuridad que me amenazaba. Yo pensaba que mi situación poco podía empeorar. Mi balanza pidiéndome que comiera más, mis muñecas suplicando para que no las lesione más, podría decirse que no escuchaba bien las plegarias de mi propio ser, y menos serían escuchadas; porque esto se iba a poner aún peor.
Ocho meses, dieciséis días, cuatro horas, quince.... no, 25 segundos. Esa era la cantidad de tiempo que yo calculaba que estaba durando esta negra y pesada niebla que se cernía sobre mis ojos, el petróleo de indecible origen que me impedía ver más allá de mi constante ahogo. Ese mismo día, sin previo aviso, sin causa, sin otra manifestación que me hiciera pensar que finalmente mi cabeza se había partido y había cedido ante la inmensurable presión de la patología. Sólo ocurrió y no tuve tiempo de prepararme para ello.
Era un día de tantos en que caminaba a rastras con demasiado sueño y cansancio para poder tan solo llegar al autobús. Me despedía de ese enjambre de ignotas figuras sin importancia, tantos extraños; siempre me preguntaba si por casualidad diera fin a mi propia vida en media vía pública, al menos alguno de ellos se sentiría interesado. Suponía que no, puesto que en la sociedad a nadie le importa una persona hasta el momento en que deja de actuar con normalidad. Como un bombillo al que todos le restan importancia hasta que un día se funde y ahí de repente sí importa. En mi caso no iba a ser así. Yo no importaba y mi muerte no cambiaría eso, o al menos para entonces importarle a los demás carecía de sentido. Pero todo esto sufrió un giro para peores cuando de entre la multitud de entes sin rostro que caminaba como ánimas en una procesión prohibida a dioses malignos, una voz, un eco del pasado distante me deslumbró. De entre una jauría de desconocidos, una voz certera como un rayo exclamó mi nombre. El mío. No entiendo, ninguna de esas personas me conoce, nadie de ese grupo habló de nuevo con la misma voz que la emisora del llamado; pero lo oí, estoy seguro de ello.
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Apoteosis del Abismo
HorrorLa travesía de un hombre por los negros tomos de artes prohibidas lo llevan a gozar de un estatus superior a la humanidad. SIn embargo pronto comprenderá el oscuro precio que se debe pagar por el poder, así como los siniestros designios que le depar...