Don Olegario salió de la oficina lanzando un bufido con pesadez al atardecer. Había pasado otra agotadora jornada de trabajo y, por fin, podía irse a casa y olvidarse del papeleo, los folios amontonados en su escritorio por millares, las llamadas telefónicas de clientes angustiados y las quejas de su jefe.
Don Olegario había trabajado en la misma aburrida oficina gris durante casi toda su vida. Su trabajo consistía en leer y sellar una serie de aburridos informes de contabilidad en pesados archivadores, para lo que tenía que cerrar muchas cuentas y releer hasta la saciedad las aburridas líneas de letras diminutas que colmaban los papeles que sus compañeros ponían ante él, lo que lo exasperaba bastante. Su rutina era estricta. Su mente, cerrada, sin tiempo para distracciones o diversión. Se puede decir que todo en la oficina era frío y artificial, como una máquina. A decir verdad, don Olegario era tan gris como su oficina. Siempre solía vestir con ropa de colores apagados y su cara nunca estaba iluminada por sonrisa alguna. También se podía decir que era una máquina, pues repetía casi por inercia su trabajo una y otra vez, desde que se sentaba por la mañana hasta que terminaba su jornada. Así pues, la monotonía se había adueñado de su vida sin que este lo viera venir, casi como una enfermedad. Antes de darse cuenta había dejado de ser joven y había pasado a ser frío y cuadriculado en el ordenado ambiente de la oficina, con sus cuatro grises paredes.
Aquella semana, sin embargo, había puente y, a partir del jueves, don Olegario tenía un día libre. Pero su mente era tan cerrada y tan pesimista que no disfrutaba este hecho, sino que fruncía el ceño, meneaba el bigote y apretaba el maletín contra sí mientras se abrochaba el abrigo de camino al metro. Todas las mañanas sin falta lo tomaba para llegar puntual a su trabajo, al cual no había faltado en años. "¡Una pérdida de tiempo, eso es lo que es!" refunfuñaba iracundo cuando algo se salía de lo corriente. "La gente no necesita más días libres. Vamos a acabar siendo unos holgazanes. A trabajar ponía yo a todos.". Estas y otras frases semejantes formaban parte de su repertorio favorito que repetía con terquedad cada vez que se pedía su opinión. Llegó un punto en el que todos los que lo rodeaban conocían su carácter y sabían qué opinaría de cualquier tema, por lo que evitaban tener que preguntarle.
Por motivo de su actitud, normalmente don Olegario se encontraba solo la mayor parte del día. Apenas intercambiaba algunas palabras con un puñado de personas, siendo una de estas su malhumorado jefe, lo cual nunca ayudaba a alegrar a nuestro amigo. Siempre comía las mismas repetitivas comidas austeramente aliñadas y no disfrutaba de bebidas más allá del agua del grifo, incolora e insípida como su propia vida. A decir verdad, don Olegario no disfrutaba en lo absoluto, pues no tenía amigos o aficiones alegres, solo llegar a casa para leer oscuros periódicos con oscuras noticias.
Quizá a estas alturas os estéis preguntando por qué hemos elegido a un sujeto tan serio en el que fijarnos. Os conviene tener un poco de paciencia, pues nadie esperaría que unos acontecimientos tan insólitos como los que se narrarán a continuación pudieran tener lugar en una vida tan ordenada y lúgubre como la de nuestro protagonista, en la que nunca pasaba algo inesperado que pudiera pillarlo por sorpresa.
Sorpresa era, por cierto, junto a coincidencia y amarillo, una de las palabras que menos gustaban a don Olegario. Aquella tarde, mientras montaba en el metro que lo llevaba a su casa, mascullaba pensando en los periódicos que leería al llegar. Las nubes empezaban a apelmazarse y tomar un relieve casi físico, prueba de que no tardaría en llover. A don Olegario le gustaba la lluvia, porque hacía que los niños se refugiasen en sus casas y se llevaban sus risas y gritos consigo, dejando la calle silenciosa. El traqueteo del metro casi consiguió hacerlo dormir. Enfrente de él se sentaron varias personas pero él no les prestó atención porque no le interesaban. En el vagón siempre estaba rodeado de gente con sonrisas estúpidas u oyendo música con sus ridículos audífonos. "¡Menuda idiotez! No hay nada como el silencio, la paz y el trabajo. Eso es." Musitó para sí moviendo el bigote mientras se arrebujaba más en su abrigo. No le haría gracia coger un resfriado, porque las enfermedades eran una pérdida de tiempo y para nada agradables, por lo que se dijo que en cuanto llegara a casa* encendería una buena chimenea y se calentaría los pies.
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Un poquito de alegría
Short StoryDon Olegario era una persona seria. Trabajaba, comía y vivía de la misma forma día tras día sin que nada alterase su orden. Sin embargo nada volvió a ser igual desde el día en que recibió la inesperada visita de un objeto peculiar que le enseñó que...