VIERNES NOCHE

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Don Olegario llevaba años sin preparar un bocadillo, por lo que había olvidado cómo hacerlos. Su cabeza dolía más y más por momentos y temió haberse puesto enfermo, tanto que rápidamente tomó un analgésico junto a la cena. Como decía antes, don Olegario llevaba años sin preparar un bocadillo, pues siendo una persona tan seria y poco amiga de viajes o excursiones, no había tenido necesidad en décadas de realizar práctica semejante. Era la prisa que tenía por sentarse a leer ese libro irónicamente blanco y vacío lo que lo tenía allí, en la cocina, preparando un tentempié portátil que pudiera llevar consigo para no perder un segundo.

Don Olegario siempre había sido una persona puntual y poco amiga de las pérdidas de tiempo pero, por alguna razón, aunque su carácter se quejaba interiormente por haber perdido todo un día meditando los misterios de un libro en blanco, su mente, recién aguijoneada y estimulada desde hacía décadas, reponía* que no había sido un malgasto del día.

Acostumbrado a las maliciosas apariciones y desapariciones de su pálido amigo la noche anterior, de vez en cuando, nuestro protagonista se giraba en la cocina para ver si el libro seguía encima de la mesa, a su espalda. Encontró sorprendente que esa noche no se moviera, como si hubiera decidido ser un buen chico y actuar como se esperaba de un libro corriente. De hecho, esperaba pacientemente, sin necesidad de hostigar a su anfitrión, como si supiera que esta noche sí se sentía inclinado a leerlo.

Dicho y hecho, en cuanto hubo acabado de preparar un frugal y nada opulento bocadillo, pues con los ingredientes que guardaba en su nevera apenas se encontraba algo con sabores apropiados para este tipo de comida, se dirigió al salón, donde, tras encender un fuego colocando los troncos apropiadamente, se acomodó en su sillón extendiendo los pies hacia la chimenea, colocó el libro abierto sobre su barriga y dio un famélico mordisco al bocadillo.

Tan poco acostumbrado estaba a caprichos tales que el acto de comer allí, en su sillón en lugar de en la mesa, le pareció una trasgresión tal de sus valores que se preguntó si no estaría pasando por un periodo de rebeldía adolescente extremadamente tardío.

Aún era pronto para considerar al libro como algo querido, pero don Olegario lo hojeó con paciencia, sin esperar encontrar nada más que lo anteriormente visto y, para su curiosidad, notó un extraño placer en volver a pasar unas páginas que llevaba todo el día manoseando adelante y atrás sin encontrar nada en ellas. De algún modo, era como reencontrarse con un viejo amigo muy silencioso. Si bien no se podía considerar a un objeto como un "amigo", lo cierto era que el desasosiego y recelo que le había provocado el libro la noche anterior se estaba transformando en una curiosa calma, como si ya no lo considerase maligno. Durante muchísimos años, por sus manos habían pasado diferentes manuscritos. Los periódicos en los que leía sus trágicas noticias cada día y los informes llenos de números con cifras espeluznantes le parecían ahora más fríos y asépticos que nunca. Entonces se dio cuenta de que llevaba años sin leer por gusto verdadero sino más bien, por trabajo o por mantenerse informado de lo que en el mundo se desarrollaba, como si eso lo llenase y satisficiera su cupo de curiosidad diaria. Pero con el libro misterioso entre las manos, supo que poseía algo único que quizá nadie había visto. Para ponerlo en perspectiva, pensó que los periódicos que había leído durante años eran meros informadores, fríos y ajenos a él, nada cálidos, sin simpatía alguna. Eran noticias tan serias y metódicas como él. Eran máquinas. Sin embargo aquel libro sí que le proponía alguna clase de reto. Sus páginas blancas eran una invitación secreta; un enigma que parecía esperar a ser descubierto y cuyo interlocutor se esforzaba en darle pistas. Era una invitación al juego.

El dolor de su cabeza estaba remitiendo y una sensación relajante y emocionante se adueñaba de su cuerpo hasta que estiró las piernas y brazos con placer, se lamió los dedos tras despachar la tardía cena y volvió a pasar las páginas cada vez con más convicción. El esfuerzo que su cerebro había hecho ese día era muy superior al que había experimentado en años anteriores. Imaginar es agotador, por eso, tras tanto tiempo sin exprimir ese talento a diario, el cansancio de don Olegario no tardó en hacerlo cabecear cruelmente de sueño, pese a que él no quería. El crepitar suave de las llamas era muy agradable de oír. Las caras blancas que veía entre sus manos permanecían silenciosas e impecables. Los párpados de nuestro protagonista ya se cerraban. Los notaba muy pesados y su respiración se volvió lenta y acompasada cuando de pronto ocurrió algo increíble.

Sin producir un solo sonido, en las páginas que tenía enfrente aparecieron una serie de puntos minúsculos. La sorpresa fue tal que don Olegario abrió mucho los ojos y acercó el libro a la cara casi hasta meterla dentro.

-¡Madre mía, no puede ser! –chilló saltando en sillón. Tantos botes pegaba que el mueble parecía una cama elástica y él un acróbata, tal era su balanceo. Giró hacia la luz para asegurarse que no lo estaba imaginando. No eran imaginaciones: allí, en medio de las páginas habían aparecido unos puntos negros minúsculos, como estrellas recortadas en el cielo nocturno en negativo.

-¿Qué son, qué son? – repetía una y otra vez con una sonrisa triunfal –He mirado el libro a conciencia de atrás a adelante una y cien veces y no vi nada. ¡Acaban de aparecer!

Las formas de los puntos eran arbitrarias: en algunas páginas había tan solo unos cuatro o cinco, mientras que en otras el número llegaba como máximo a unos ocho o diez. Las posiciones de los puntos no parecían obedecer a ningún patrón lógico o, por lo menos, a ninguno que don Olegario comprendiera. Eran muy similares a constelaciones diminutas, cada una con una forma que sugería algo diferente; y aunque nuestro protagonista era muy nuevo en esto de imaginar, algunas buenas ideas acudieron a su mente. Sin embargo, la alegría le duró poco porque el cansancio había hecho mella en él de tal forma que sabía que no podría mantenerse despierto mucho tiempo.

A pesar de esto, nuestro protagonista, sonriendo de verdad por primera vez en bastantes años, mostrando incluso los dientes tras el bigote, se encaminó a las escaleras y corrió a la cama casi bailando en el pasillo por el júbilo. ¡Había encontrado un hilo del que tirar en su recién descubierto afán por descifrar el libro! No obstante, tantos años de pesada rutina y disciplina aún mantenían su influencia sobre don Olegario, y no pudo evitar sentirse ridículo y reprobar su comportamiento, pero esta nueva faceta curiosa se había gestado en un solo día y respondía con fuerza.

Al llegar a la habitación encontró, como esperaba, el libro sobre su mesilla y, en lugar de repudiarlo, como la noche anterior, rió y se lanzó a la cama dispuesto a descansar para ahondar más en el misterio al día siguiente.

Un poquito de alegríaWhere stories live. Discover now