Cuando don Olegario despertó, ofrecía un aspecto nada agradable: había dormido poco y mal, creyendo oír movimientos y desvelándose, tenía el escaso pelo muy despeinado y unas ojeras que caían casi hasta la barbilla bajo unos ojos surcados de capilares rojos. Le habría gustado pensar que lo ocurrido la noche anterior era un sueño, pero sabía en su interior que no lo era. Algo superfluo no lo habría agobiado hasta tal punto. Esto era un asunto serio. Encontrar el libro al lado de su cara al despertarse tampoco lo hizo muy feliz, más bien le hizo producir una mueca y alejarse hasta la otra punta del colchón.
-¡Tú! –Acusó con voz ronca mientras lo señalaba con un dedo tembloroso - ¿Qué demonios pasa contigo? ¿Es que no vas a desaparecer nunca?
Al percatarse de que estaba hablando con un objeto (comportamiento que él mismo criticaría incluso en un niño), se sintió ridículo y, respirando hondo, decidió no darle importancia al libro ese día. Lo ignoraría y haría su vida normal. Mientras se vestía y bajaba a la cocina empezó a gruñir, como hacía cada día. "No hay razón para pensar que ese libro me siga. Lo único que comprobé anoche es que busca insistentemente llegar a mi habitación." Pensó mientras se lavaba la cara en el baño. Su cara era realmente un poema. Sus ojeras lo hacían parecer un oso panda y el susto aún lo tenía pálido, lo que hacía que estas resaltaran más. Su boca apenas se veía tras su bigote gris y tardó un buen rato en peinarse a propósito. Se dijo a sí mismo con sarcasmo que ya solo le faltaba una nube tronando sobre la cabeza para ilustrar su estado de ánimo. Aún se aferraba a la esperanza de que el libro estuviera en su habitación, pero al llegar a la cocina y abrir la nevera, allí estaba el volumen blanco, junto a la botella de leche. Haciendo un enorme esfuerzo por no bufar y con la cara ensombrecida, pasó la mano por delante para apartarlo y coger su desayuno. Al cerrar la puerta de la nevera vio por el rabillo del ojo que el libro blanco ya se encontraba sobre la mesa, como si de una tostada de nieve se tratase. Por curiosidad volvió a mirar dentro de la nevera. Efectivamente, el libro ya no se encontraba allí.
Al final, pese a haber intentado burlar al libro, un bufido detrás de otro escapaba de su boca mientras desayunaba con él delante. Casi con desgana abrió una página al azar como si esperara que algo hubiera aparecido. Una línea o cualquier cosa. Al fin y al cabo, eso no sería más raro que todo lo sucedido la noche anterior. Dio un nuevo mordisco a la tostada y bebió el café lentamente, meditando qué hacer con tan extraño artefacto.
-No creo en ti. No creo en estas paparruchas –afirmó mirando al libro, como tratando de dejárselo claro.
"Seguro que si un científico lo investigase ganaría el premio Nobel. A lo mejor algún vecino es el propietario, aunque visto lo visto, quizá querían deshacerse de él por esto mismo. Debería ir puerta por puerta si es preciso hasta que encuentre al gracioso que dejó esto en mi acera. ¡Se le va a caer el pelo, vaya que sí! Y si no, la policía investigará todo esto y dará con el autor de esta... broma, por llamarla de alguna forma. Mientras encuentro al dueño, ¿qué haré yo con él? Temo que no me deje volver a dormir." Pero entonces le asaltó la mayor de las preocupaciones: aunque se lo contara a alguien, ¿quién lo creería? ¿Que un libro indestructible capaz de aparecer y desaparecer a voluntad te acosa por las noches? ¿Qué diría cualquiera si viera a un señor tan serio y respetable diciendo semejantes estupideces? Mientras recogía y lavaba los cubiertos cavilaba sobre estos planes pero entonces fue acosado por un nuevo pesimista pensamiento.
¿A quién lo contaría realmente? No era la falta de policía u otras organizaciones que pudieran ayudarlo lo que lo apenó, sino a qué amigo podría contar semejante misterio. Y entonces acusó la falta de amistades de la que era víctima y, con el pesar de la soledad, arrastró los pies por el pasillo hasta su despacho.
Probablemente la aparición del libro había sido el hecho más inusual de toda su vida y no tenía con quién compartirlo. Primero apartó sin cuidado barriendo la mesa con el brazo los periódicos que había leído días atrás haciendo que estos cayeran al suelo sin orden (tal era su paranoia), puso el tomo sobre su mesa a la luz de la ventana y se sentó apoyando los codos con determinación. De su cajón sacó una lupa que usaba para los periódicos con las noticias más pequeñas y la pasó por todas y cada una de las páginas del libro mientras hacía sus conjeturas. ¿De qué material estaba hecho para aparecer y desaparecer? ¿Qué material con esa textura podía ser ignífugo e hidrofóbico?
Varias horas pasó en su despacho mirando y mirando todas sus cualidades. Lo había pesado, había contado el número de páginas, había tomado medidas de su portada, e incluso había tratado de escribir algún apunte pero, del mismo modo que las páginas se regeneraban al arrancarlas, éstas parecían absorber la tinta y desvanecerla para no dejar rastro.
Durante varios minutos lo observó en silencio. A veces arrastraba la silla y se alejaba para apreciarlo desde varios puntos de vista. Durante este tiempo muchas teorías pasaron por su cabeza y las más locas para él (que fueron todas), quedaron descartadas sin ningún miramiento por don Olegario.
Se le había ocurrido que podía ser un nuevo artículo de broma experimental que estuviera de moda y algún gracioso lo había elegido como su primera víctima. Esta era la opción más plausible. Las siguientes proponían que era un experimento fallido creado por científicos y que, de algún modo u otro, se había extraviado para llegar hasta su puerta. Lo cierto es que, de ser así, don Olegario pensaba que el experimento había sido un fracaso y además una grave alteración del orden público y la paz. También había pensado que el libro procedía de una nave llena de extraterrestres que lo había dejado caer allí para fastidiarlo y ahora mismo debían estar mondándose de la risa. Por cierto, si los hipotéticos extraterrestres tuvieran tecnología para llegar hasta la Tierra, ¿por qué traerían un libro en blanco en el que no se podía escribir nada? Y la teoría tuvo que ser desechada. Luego pensó que dentro del libro estaba el espíritu de un ser sobrenatural que disfrutaba haciendo padecer de insomnio a los desafortunados anfitriones que, como él, habían tenido la mala idea de recogerlo y, pese a que no le gustaba imaginar, se representó al ser tumbado en una nube de humo, como un genio, regocijándose en su desdicha. A lo mejor había sido obra de algún duende travieso, como en el famoso cuento de los duendes y el zapatero que recordaba de su niñez, periodo que, por cierto, se le antojaba más lejano que la prehistoria. Como se resistía a pensar en que los problemas de la gente de a pie tuvieran que ver con un mundo mágico, rechazó también esta idea como se tira un folio arrugado a la basura.
Debido a su orgullo de persona altanera no se dio por vencido en la búsqueda de hipótesis y siguió y siguió elucubrando e imaginando teorías; no fue hasta que el sol cayó y las gotas de lluvia nocturnas golpearon su ventana, hasta que solo la luz del flexo iluminaba el misterioso ejemplar que miró su reloj y se llevó la mano a la cabeza. Cuando se dio cuenta de que habían pasado varias horas y él seguía allí, obsesionado con descubrir el misterio del libro en blanco, comenzó a notar el hambre por todas las comidas atrasadas. ¡Se había olvidado por completo de comida, merienda y cena! Pero lo que más le sorprendió descubrir era el gran dolor de cabeza que tenía. Quizá debido a que llevaba años sin tener una sola idea propia, sin hacer uso de su imaginación, ahora su cabeza ardía y goteaba sudor, pues había pasado muchísimas horas cavilando y en su mente se había dibujado todo cuanto había teorizado. ¡Llevaba años sin sentir nada semejante!
-¿Todo esto se me ha ocurrido a mí? ¿Todas estas ideas han salido solo de mi cabeza?–fue lo único que pudo musitar con la mirada perdida en el urbano horizonte que se dibujaba bajo la Luna más allá de su ventana. Cuando bajó a saciar su atrasada hambre a la cocina, cogió sin pensar el libro bajo el brazo y lo llevó consigo.
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Un poquito de alegría
Short StoryDon Olegario era una persona seria. Trabajaba, comía y vivía de la misma forma día tras día sin que nada alterase su orden. Sin embargo nada volvió a ser igual desde el día en que recibió la inesperada visita de un objeto peculiar que le enseñó que...