Al despertar, don Olegario miró el reloj y se dio cuenta de que había dormido bastante más de lo esperado, pues su instinto, que no le había fallado en años, lo despertaba cada día tempranísimo; lanzó la mano hacia el libro y, jadeante, frotándose los ojos, rezó para sí suplicando que los puntos negros que había visualizado el día anterior no hubieran sido un efecto secundario de su agotamiento.
-Por favor, por favor, por favor...
Al abrir el volumen blanco por la mitad casi se le cayó de las manos del susto por lo que descubrió en su interior: ahora en las páginas no aparecían unos cuantos puntos dispersos como en la noche anterior sino que parecían haberse multiplicado. ¡En algunas páginas incluso había más de veinte! Las formas erráticas y complejas eran tan curiosas que pasó unos minutos en silencio mirándolas con ansia. El contenido del libro parecía crecer conforme él hacía más abierta su actitud.
-¡Sí! – gritó sin importarle ser oído. El sol entraba a raudales por la ventana y era una mañana fresca y luminosa. Como él siempre despertaba mucho más temprano, cuando el sol apenas estaba saliendo y desayunaba corriendo para ir al trabajo apenas tenía tiempo de ver el cielo. Siempre estaba bajo el techo gris de su oficina o metido en casa en uno de sus mórbidos maratones de limpieza o lectura de periódicos. Por eso esa mañana, antes de desayunar siquiera, salió al patio, frente a su casa y se dedicó a respirar la frescura del cielo. Casi con nostalgia infantil comenzó a reír, porque llevaba décadas sin valorar un soplo de brisa matinal o la magia de ver cómo el cielo se iba tornando más azul, dejando atrás el tono morado y naranja del alba.
Cuando entró a la cocina su libro ya lo esperaba junto a la tostadora. Decidió desayunar fuerte y ponerse a desentrañar el misterio de las hojas cuajadas de puntos. Notó que hacía falta una buena compra, pues su comida gris se estaba gastando y apenas le quedaba una botella de leche. Por primera vez en años arrugó la cara frente a los restos de sus comidas normales y aburridas, que parecían órganos enfermos sobre las baldas de la nevera.
-Perdóname un segundo, amigo –dijo a su libro tras vestirse y coger las llaves. Corriendo como no había hecho en años, tardó unos pocos minutos en volver de un supermercado cercano con los brazos llenos de bolsas cargadas con la comida más variopinta que había encontrado. Por una vez en su vida pensó que innovar con la cocina era algo bueno y le apetecía probar con platos nuevos y atrevidos.
-Por un día no pasa nada. Por un día no pasa nada- repetía entre dientes tras el bigote.
Había comprado donuts de colores, carnes variadas y verdura y fruta de muchas formas y sabores. Un bonito bodegón se extendía sobre su mesa mientras iba deshaciéndose de la mortecina comida de la nevera y relevándola por los nuevos ingredientes. Colocó la nueva botella de leche en el sitio de la anterior y la rodeó por varios zumos coloridos para que no se sintiera sola. Al terminar de ordenar la nevera estaba repleta como una cornucopia. Percatándose de que casi era la hora de comer ("¿En qué momento me volví tan perezoso?"), decidió ponerse manos a la obra y hacer algún plato que no hubiera probado en mucho tiempo. Los primeros intentos fueron bastante chapuceros, pues llevaba muchos años sin arriesgarse a hacer nada nuevo en la cocina, pero al cabo de algunos intentos y tirando una sartén quemada al fregadero, consiguió hacer un plato colorido, jugoso y de poderoso olor. Lo devoró ávidamente ayudándose por un pan y dulces zumos y, cuando acabó de comer, suspiró con alivio quitándose la servilleta del cuello. ¿Por qué había dejado de cocinar hasta casi olvidar cómo hacerlo, si era lo mejor del mundo? Ahora se sentía tan orgulloso y tan saciado que unos colorados mofletes redondos se destacaban a los lados de su bigote.
No perdió ni un segundo más de lo necesario y, por primera vez desde que vivía allí, levantó hasta el tope las persianas de la sala, que de repente adquirió un brillo que él nunca habría imaginado. Por su mente pasó el pensamiento de que había estado viviendo en la oscuridad hasta entonces. Mientras volvía al salón pasó junto al libro sin recogerlo. Quería jugar a algo. Andando hacia su sillón, se tapó los ojos. Una vez se hubo instalado, quitó las manos que cubrían su vista y, sin sorprenderse, vio que el libro se había materializado en su regazo. ¡Había aprendido a seguir su juego! ¡Era realmente como un ser vivo, como un amigo!
Sin más dilación se aclaró la garganta, limpió sus gafas con un pañuelo y abrió el libro de forma que la luz incidiese sobre él. El mediodía había dado paso a una tarde perfectamente apacible y tenía todo el tiempo del mundo para dedicar a su nuevo pasatiempo. Se asomó con cara esperanzada al interior de las páginas y comenzó a mirar los puntos de una tras otra, formando patrones, imaginando líneas que los unían en un orden, luego en otro y otro y otro más.
Al cabo de pocos minutos ocurrió algo asombroso.
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Un poquito de alegría
Short StoryDon Olegario era una persona seria. Trabajaba, comía y vivía de la misma forma día tras día sin que nada alterase su orden. Sin embargo nada volvió a ser igual desde el día en que recibió la inesperada visita de un objeto peculiar que le enseñó que...