Capituló 2

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—He puesto tus cosas en la habitación de invitados por
esta noche.
Federico colocó las manos a ambos lados de Cristina,
posándolas sobre la barandilla. Ella sintió el calor masculino
de su pecho contra su espalda y se le revolvió el estómago
aunque sabía bien que él jamás la forzaría. Federico podía ser
despiadado, pero si ella decía no, él se detendría.
—¿Sólo por esta noche? —preguntó ella, observando la
grandeza de ojo de agua a la distancia. Ubicado en la cuenca
debajo de esos magníficos gigantes, teapa ofrecía una
vista sensacional incluso al final del invierno. Pero ni la
hermosura de su tierra natal podía calmarla en este
momento.
—No puedes pretender que... ¿tan pronto?
—Pronto estaremos casados, Cristina.
—Lo sé, pero no podemos...
—Fui sincero contigo acerca de querer hijos.
Cristina tuvo que hacer acopio de todo su coraje para
continuar enfrentándose a la férrea voluntad de Federico.
—Sólo digo que necesitamos tiempo para
acostumbrarnos el uno al otro de esa manera.
—¿De qué manera?
Las palabras fueron pronunciadas sobre la sensible piel
de su cuello como una cálida caricia de su aliento.
El deseo fluyó como una ráfaga por las venas de ella, una
conmoción que amenazaba con obnubilar su juicio.
—Sabes lo que estoy tratando de decir.
—No he tenido relaciones en un año. Si quieres más
tiempo, búscate otro hombre —dijo él.
—No puedo creer que hayas dicho eso. ¿Me estás
diciendo que cancelarás la boda si no tengo sexo contigo
ahora mismo? —dijo ella tratando de darse la vuelta, pero él
no la dejó; su cuerpo era una trampa que la envolvía.
—Piénsalo, Cristina. ¿Por qué nos estamos casando? Tú
quieres mantener el Platanal en tu familia y yo tengo
treinta y cinco años, estoy en una etapa de mi vida en la que
quiero hijos que aseguren el futuro de Ojo de agua. En
esencia, ambos nos casamos para tener herederos. ¿Si no
estás dispuesta a hacer lo que se necesita para tenerlos, de
qué sirve?
Era una representación brutalmente práctica de su trato,
dolorosamente cierta. Y la puso furiosa. ¿Por qué no había
tratado de suavizar las cosas cuando ella más lo necesitaba?
—Soy virgen, Federico. Por lo que si cometo algunos errores
mañana, tendrás que disculparme.
Él se quedó completamente rígido.
—¿Qué es lo que has dicho?
Estaba orgullosa de haberlo pillado desprevenido por
una vez, a la vez que nerviosa por lo que acababa de decirle.
—Ya me has oído.
—¿Me estás diciendo que Diego nunca intentó nada?
Sí él hubiera sido cualquier otro hombre, habría pensado
que la pregunta era un intento deliberado de echar sal sobre
heridas aún abiertas. Pero ése no era el estilo de Federico, que
prefería atacar directamente.
—No.
—¿Y no encontraste otro amante? Por supuesto que no.
Estabas esperando que Diego se enamorara de ti —dijo él
respondiendo su propia pregunta antes de que ella pudiera
decir nada.
Su suposición acertada y cruel dio justo en el clavo.
—Los dos sabemos que eso no pasó, así que tengo
menos experiencia de lo que podrías estar acostumbrado.
Las mujeres de Federico siempre habían rebosado
sensualidad y una evidente y oscura experiencia en sus ojos.
—Muy bien. Te entrenaré yo mismo.
Cristina se quedó de piedra.
—Espero que eso haya sido una broma.
Él inclinó su cabeza hasta que sus labios quedaron casi
tocando los de ella.
—Creí que lo sabías, no tengo sentido del humor.
Federico la besó de una manera nada suave o gentil, sino
con una arrogancia y resolución masculina que la hizo abrir
su boca para él.
Como en el aeropuerto, Cristina se quedó helada. Pero esta
vez el beso no terminó en un instante. Ella lo sintió como
una hoguera y se encontró a sí misma agarrándolo sin saber
cómo había llegado allí, con su cuerpo presionado contra el
de él, su mente inundada de una necesidad auténtica.
Cuando al fin la soltó, fue sólo para dejarla tomar un respiro.
Luego la reclamó una vez más.
Los pensamientos de Cristina se esparcieron como un
millón de granos de arena bajo el estruendoso oleaje.
Federico se tomó su tiempo para saborearla, disfrutando de
la calidez de sus labios. No tenía ninguna duda de que
estaba respondiendo a sus instintos más primitivos. Era
exactamente lo que pretendía conseguir. Aunque Cristina amara
a otro hombre, iba a gritar el nombre de su marido en la
cama.
Lo que no esperaba encontrar era el exquisito placer que
le daba y eso no le gustaba. La pasión había saboteado sus
mejores planes. Al elegir a Cristina, había tomado la decisión de
esquivar el deseo. Pero allí estaba ella, entregándose a sus
brazos.
Federico rompió el beso y la observó recuperar el control,
mientras respiraba entrecortadamente. Tenía los labios
húmedos y los ojos cerrados. Se sentía tentado a besarla
otra vez, pero se contuvo.
Cristina abrió los ojos. Él acarició sus labios.
—No tendremos problemas en la cama.
La dulce sumisión femenina desapareció al instante.
—Déjame ir. Ya has dejado claro adonde querías ir.
Federico la soltó y retrocedió tratando de recuperar el
control bajando los ojos para observar cómo se habían
endurecido los pezones de Cristina, que se ruborizó, pero no
hizo ningún esfuerzo por ocultarlos. Disfrutaría poseyéndola.
—Duerme algo. Mañana será un día agitado. Y Cristina,
recuerda, no soy un hombre que deje escapar lo que es
suyo.
La señora Vicenta, cocinera y ama de llaves de la casa
principal de Ojo de agua, estaba atareada en la cocina
cuando Cristina bajó las escaleras a eso de las siete de la
mañana del día siguiente.
—¿Por qué te levantas tan temprano, mi niña?
La mujer, mucho mayor que Cristina, acarició su mejilla.
Siendo amiga de la madre de Cristina, las dos se conocían
desde hacía mucho tiempo.
—Échale la culpa al cambio de horario. ¿Dónde está
Federico? —dijo Cristina tratando de no pensar en la despiadada
forma en la que éste había demostrado su vulnerabilidad
ante él.
No debería haberse sorprendido. Federico tenía la
reputación de un adversario con voluntad de acero en los
negocios. ¿Por qué había supuesto ella que sería diferente
como esposo?
—Se ha ido a revisar las existencias con Eulogio, el capataz.
Ese hombre no se da cuenta de que es el día de su boda y
de que debería estar nervioso —dijo la señora Vicenta.
Cristina casi se rió ante la idea de Federico poniéndose
nervioso por algo. Pero ese día, no sentía ganas de reírse por
nada.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar? —dijo Cristina
pensando que al mantenerse ocupada quizá podría evitar
pensar en todas las cosas que tenía en la cabeza.
Pero la mujer negó.
—Siéntate a desayunar. Luego tendrás tiempo de
ponerte guapa para la boda.
Cristina comió lo que había de desayuno, pero si alguien le
hubiera preguntado qué había comido, no habría podido
decirlo. Su mente estaba demasiado ocupada con otras
cosas. Su corazón, la parte que siempre había estado
enamorada de Diego, seguía insistiendo en que estaba
cometiendo un terrible error y que debería cancelar esa
boda. Tal vez Diego...
No. Raquela estaba embarazada. Cristina no se lo perdonaría si
algo le sucediera a la madre o a su bebé por su culpa. Y lo
cierto era que Diego había tenido más de dos décadas para
enamorarse de Cristina. Pero siempre había escogido a otra
mujer.
Pero, ¿y aquella llamada telefónica? La locura le
susurraba de nuevo, preguntándole si no recordaba lo que...
—¡No! —dijo apartando el plato vacío—. Creo que iré a
dar un paseo para despejarme.
—Federico está afuera, cerca del granero del oeste —dijo la
señora Vicenta asintiendo.
Cristina sonrió agradecida y salió. Después de la noche
anterior, su futuro esposo era la última persona a la que
quería ver. Porque durante aquellos minutos en la barandilla,
él había hecho desaparecer todo lo que siempre había
pensado sobre sí misma. ¿Qué clase de mujer amaba a un
hombre y besaba a otro con tanto deseo?
Dos de los perros pastores pasaron corriendo a su lado y
luego volvieron a dar una vuelta alrededor de Cristina antes de
decidirse a seguir adelante. La interrupción fue precisamente
lo que ella necesitaba. Respirando profundamente el fresco
aire de la mañana, miró a su alrededor contemplando las
verdes colinas con sus vacas esparcidas aquí y allí, las
resistentes flores silvestres, más hermosas que las de
cualquier jardín cultivado y por encima de todo aquello, el
interminable cielo azul.
Su cuerpo y su mente se relajaron. Aquello le gustaba.
Esa tierra era donde ella estaba destinada a vivir, cada parte
de ella lo sabía.
Los perros ladraron y se alejaron corriendo. Ella los
siguió, observando en la distancia el granero del oeste. Era la
única estructura que había sobrevivido el catastrófico
incendio veinticinco años atrás. Su padre había sido uno de
los que había ido a combatir las llamas esa noche, pero
nadie había sido capaz de detener el gran incendio. Como
una bestia suelta venida de alguna región infernal, había
devorado casi todo.
Cuando llegó al viejo edificio, decidió abrir la puerta y
mirar a su alrededor, pero eso fue antes de ver quién estaba
dentro.
—La señora Vicenta dijo que estabas en el otro granero.
Federico estaba colocando las balas de paja.
—¿Tan ansiosa estás por verme? —dijo él quitándose los
guantes y colocándolos en el bolsillo trasero de sus
vaqueros.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo ella negándose a
dejarle ver cuánto la aturdía su presencia.
¿Pero por qué seguían sus ojos observando los
sudorosos músculos de los brazos de Federico, marcados por
las mangas cortas de su camiseta?
—Necesitamos hacer un poco de sitio aquí y todo el
mundo está ocupado.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo ella raspando el suelo
con su zapato.
Su respuesta fue un gruñido mientras se ponía la
chaqueta de piel de oveja que aparentemente se había
quitado antes. Tomando eso como una afirmación, ella
prosiguió.
—Después de la boda, en algún momento, tal vez
mañana o pasado mañana... ¿Te importaría que visitáramos a
mis padres?
Los padres de Cristina estaban enterrados uno al lado del
otro en el cementerio de la familia Alvaréz, a unos sesenta
minutos en automóvil. Aunque la finca Ojo de agua tenía una gran
extensión, la casa principal había sido construida
relativamente cerca de la de la finca contigua.
—Por supuesto que no me importaría —dijo él.
Los rasgos de su rostro eran duros, pero Cristina advirtió
una leve muestra de ternura.
Su comprensión probablemente no pasaría de su
siguiente petición, pero debía intentarlo puesto que no
estaba dispuesta a dejar que Federico Rivero aplastara su
mente o su espíritu.
—Quiero visitar a tu familia también.
Hubo un silencio.
—No tengo recuerdos de ellos, pero sé que Michael
tenía cuatro años y natalia era aún más pequeña.
No hubo respuesta, pero ella insistió.
—Ellos eran tu familia. Deberíamos recordarlos.
—Está bien. ¿Estás lista para la boda? —dijo él
secamente, pero al menos había consentido.
Luego señaló la puerta con un gesto de su cabeza. Ella la
abrió, sus palmas estaban sudando a pesar de la baja
temperatura.
—Tan lista como jamás lo estaré.
Salieron y se encaminaron hacia la casa principal.
—No tendremos tiempo para una luna de miel.
—Está bien —contestó ella con sinceridad.
La idea de pasar las veinticuatro horas del día con Federico
en algún destino romántico, hacía que el estómago se le
hiciera un nudo. Cristina estaba a punto de decir algo más
cuando un automóvil azul oscuro que se dirigía a la casa,
llamó su atención. Lo seguía un vehículo casi idéntico de
color verde oscuro.
—¿Invitaste a alguien más?
—Ese es David , mi abogado. El otro coche será el
de Phil Snell, tu abogado.
—¿El mío? —preguntó ella acelerando el paso para
igualar el de Federico que ahora caminaba más rápido hacia la
casa.
—Si firmas el arreglo prenupcial sin asesoramiento legal
independiente, podrías cuestionarlo en cualquier momento.
—Ah.
No hablaron nada más durante el resto del camino. Los
dos abogados parecían agradables a primera vista y cuando
Phil la apartó para hablar en privado, Cristina se dio cuenta de
que no era más que un títere. Evidentemente, Federico quería
dejar las cosas bien atadas.
—Si el señor Rivero y usted se divorcian, no tendrá
derecho sobre esta tierra ni podrá reclamarla. Pero obtendrá
una liquidación monetaria substancial dependiendo de la
duración del matrimonio. Es un buen trato. Su prometido es
un hombre generoso —resumió Phil.
Aquello nunca había sido un asunto de dinero, de
legados, de promesas y de lealtad.
—¿Dónde firmo?
Una vez terminada la reunión, subió a su habitación con
una sensación dolorosa en su interior. Parecía un error que el
día de su boda comenzara de aquella manera, con una
discusión sobre dinero y activos. ¿Pero qué otra cosa había
esperado? La hacienda Ojo de agua era el latido del corazón de
Federico y como su futura esposa, ella estaba en un puesto muy
bajo de su lista de prioridades que él tenía.
—Nada que no supieras ya —susurró para sí misma,
acariciando con su mano el satén marfil de su vestido
nupcial. ¿Entonces por qué estaba tan segura de que iba a
cometer el peor error de su vida?
Unas palabras vinieron a su mente. "Te echo de menos,
Cristina. Nunca debí dejarte ir. Vuelve a mi..."
Temblando, tomó el teléfono y comenzó a marcar un
número de memoria. Los primeros seis dígitos fueron fáciles,
pero una lágrima se deslizó por su mejilla cuando su dedo
estaba a punto de marcar el último. No. Sacudiendo su
cabeza, colgó antes de ensuciar la memoria de su padre y su
amor propio en un esfuerzo por correr detrás de un sueño
imposible.
Unas horas después, su mano apretaba con fuerza los
delicados tallos de su ramillete. Tener a Federico a su lado
debiera haberla consolado, pero sólo incrementaba la
tensión que le revolvía el estómago.
Él era un hombre que jamás se doblegaría a la ternura.
Ciertamente, no para su prometida.
—Cristina Alvaréz ¿Aceptas a este hombre como
tu legítimo esposo?
Y aun allí, algo dentro de ella estaba esperando que la
voz familiar de Diego detuviera la boda. Si lo hubiera
hecho, ella habría renunciado a todo, a sus principios, a sus
promesas, a sus lealtades. Pero Diego no apareció, como
no había aparecido el día anterior, aunque todo el mundo en
pueblo sabía que ella había vuelto.
Ella apretó su mandíbula.
—Sí, acepto.
Sus ojos observaron a Federico mientras lo dijo y se asustó.
Federico Rivero era un hombre que se aferraba a lo que
poseía. Por supuesto que sería posesivo con ella, sin
importar el hecho de que la había elegido por razones
distintas a la pasión.
Por lo que a Federico concernía, ahora ella era suya.
Cristina se estremeció al oír un estruendoso aplauso y se dio
cuenta de que se había perdido el resto de la ceremonia.
—¿Cristina?
Saliendo de la confusión, miró a Federico.
—¿Qué?
Había algo muy varonil en sus ojos. Apartó un rizo que
se había escapado del moño de Cristina.
—Quieren un beso. Y yo también lo quiero.
—Ah.
Cristina pudo sentir cómo sus mejillas se ruborizaban
mientras se ponía de puntillas con una mano sobre el
hombro de Federico, quien deslizó su mano a lo largo de la
nuca de su esposa. La aspereza de su piel era una caricia
erótica para la que no estaba preparada. Trató de reprimir un
gemido, pero él la oyó. Sonriendo, la atrajo hacia él y puso la
otra mano sobre el final de su espalda. Luego, la besó.
Poseída de manera absoluta e innegable, así se sintió.
Tampoco pudo evitar que su cuerpo se fundiera con el de él
y los brazos rodearan su cintura, con el sentido y la razón
obnubilados bajo una avalancha de sensaciones
penetrantes.
Un inesperado aullido de lobo rompió el momento,
incitándola a separarse. Pero sólo consiguió liberarse
cuando él la soltó. Un segundo antes de que él se girara para
dar la cara a los demás, ella vio algo en sus ojos, satisfacción
y mucha impaciencia.
Federico estaba listo para cerrar el trato de una manera
física.

Continuara.....

ATRAPADOS EN EL MATRIMONIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora