Capitulo 4

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—¿Cómo te atreves a decirme eso?
—Te pedí ser mi esposa, no mi compañera de
habitación. Haz lo que quieras.
Cristina no respondió y se fue dando un portazo. Federico
puso sus brazos detrás de la cabeza. Ninguna mujer había
puesto las reglas en su cama, jamás. Y Cristina no iba a tener la
oportunidad de ser la primera. Le había dejado claro lo que
pensaba. No tenía intención de vivir un matrimonio sin sexo,
no cuando la cama era el único lugar en el que él... Desplazó
ese pensamiento y se sentó.
No tenía ganas de dormir. De hecho, estaba dispuesto a
repetir la experiencia justo antes de que Cristina reaccionara
como lo había hecho. Aquella mujer se había transformado
en un relámpago en sus brazos. Ella era la mujer más
receptiva con la que había estado. No buscaba pasión
cuando la eligió y no pensó que disfrutaría tanto con ella.
Pero lo había hecho. Además, le gustaba saber que había
sido el único hombre en saborear los gritos de su mujer.
A ese pensamiento lo siguió inmediatamente otro,
mucho menos placentero. Diego. Federico se había
encargado de estar al tanto de los movimientos de ese otro
hombre desde que se enteró de su separación y sabía que
había estado recientemente buscando información acerca
de Cristina.
Cerró sus puños.
Cristina podía amar a Diego todo lo que quisiese. No
cambiaba nada para Federico, ya que eso significaba que ella
nunca esperaría nada emocional de parte de él. Pero no
tenía intención de permitir que su esposa y Diego fueran
amigos.
Cristina podría odiar a Federico por eso, pero sabía con quién
se había casado. Él se aferraba a lo que era suyo y Cristina ahora
lo era. Fin de la historia.
Cristina despertó, miró el reloj y vio que faltaba poco para
las cinco.
—Cuatro horas de sueño. Genial —se dijo a sí misma.
Escuchó un sonido en la habitación contigua y se dio
cuenta de que Federico estaba probablemente levantado.
Tratando de no pensar en él o en lo que habían hecho en la
tentadora privacidad de la noche, se llevó la manta hasta la
barbilla.
El olor que la envolvía era el del mismo hombre que
estaba tratando de ignorar. Había estado tan perdida por la
furia que había olvidado quitarse la camisa de Federico y ahora
su error, le recordaba lo sucedido. Decidió levantarse y
ducharse.
Sintió el agua caliente como un bálsamo sobre sus
músculos, que no estaban acostumbrados a la actividad de
la noche anterior. Una actividad en la que no quería pensar,
pero que le resultaba imposible apartar de su mente.
Había acabado de vestirse y se estaba peinando frente a
la ventana cuando un golpe suave sonó en la puerta que
conectaba los dos cuartos. Un segundo después, Federico
entró; vestía unos vaqueros gastados y una camisa de trabajo
y su sexualidad era de alguna forma más intensa, más real.
—Buenos días —dijo él otorgándole una sonrisa
satisfecha, claramente al tanto de su efecto sobre ella.
Esa arrogancia la devolvió a sus sentidos.
—No te he permitido pasar —dijo ella.
Él se le acercó. Era una presencia poderosa que ella
había tocado íntimamente, pero que conocía sólo como una
sombra.
—Prepárate para salir a las siete.
—¿Adónde vamos?
—A visitar a tus padres.
—Gracias —dijo posando el cepillo sobre el marco de la
ventana y forzándose a mirarlo.
La mirada de Federico era impenetrable.
—Dame un beso de buenos días, Cristina.
—No me gusta que me den órdenes.
—Qué gracioso. Las seguiste perfectamente bien
anoche.
La espalda de Cristina se enderezó.
—Eso no es lo que a una mujer le gustaría oír después
de su primera vez.
—Tienes razón —dijo él con una mueca de dolor.
Cristina se quedó boquiabierta por la disculpa. Federico
aprovechó y tomándola de la nuca, la besó. Cuando él dejó
la habitación, Cristina se sentía aturdida. Aquello no estaba en
sus planes. Siempre había hablado de amor y sexo como
una misma cosa, siempre había pensado que elegiría
cuidadosamente al hombre con el que hiciera el amor por
primera vez. Pero allí estaba, derritiéndose cada vez que
Federico la tocaba. Se sentía muy avergonzada.
Y lo peor era que no tenía idea de cómo luchar contra
ello. Su amor por Diego la había aislado contra otros
hombres desde el día en que había alcanzado la madurez.
Pero ese escudo había crecido bajo la potente y viril
seducción de Federico.
Incapaz de pensar en otra cosa que la hiciese sentir
mejor, hizo lo que siempre hacía cuando necesitaba pensar.
Sacó un cuaderno y comenzó a dibujar.
Cristina comenzaba cada proyecto con un esbozo
detallado, sin poner nunca la pintura sobre el lienzo hasta
que hubiese calculado todas las dimensiones y ángulos. En
realidad, no era impulsiva sino que le gustaba pensar
cuidadosamente en el dibujo antes de crearlo. Pero en aquel
momento, dejó que su mano corriese libre sin interferencia
de su conciencia. Lo que emergió de ello fue una imagen de
la cara que había llevado en su corazón durante más de una
década.
Si Diego no hubiera esperado tanto tiempo para hacer
aquella llamada, ella no estaría allí en aquel momento. Se
habrían casado antes de morir su padre y habría encontrado
otra manera de quedarse con la hacienda El platanal. Pero él había
esperado demasiado y el embarazo de Raquela unido a la
deuda de Cristina con Federico, había abierto una grieta abismal
entre ellos.
Esa distancia dolía. Diego había sido su mejor amigo
desde la infancia. Su relación era una combinación de
travesuras y risas. La había ayudado a ver la luz del sol
después de la muerte de su padre, limpiándole las lágrimas y
forzándola a retomar su vida. Ella le había confesado sus
secretos a la vez que había escuchado los suyos. Y en algún
lugar entre la niñez y la madurez, se había enamorado.
Él había roto su corazón al casarse con Raquela. Y se lo
había destrozado una vez más con esa llamada telefónica
—¿Por qué? ¿Por qué esperaste tanto tiempo? —susurró
mirando el bosquejo.
Lo mejor había sido no verse antes de la boda, puesto
que no habría podido resistir sus declaraciones en persona.
Y ahora ella era de Federico. Aunque eso no importaba. Si
Diego realmente pensaba lo que le había dicho, la hubiera
buscado a su regreso. Pero no lo había hecho. ¿Por qué?
Arrojó el lápiz al suelo y se llevó las manos a la cara.
—Ayúdame —dijo en un susurro tortuoso.
Pero nadie estaba escuchándola.
Varias horas después, Cristina estaba observando el terreno
de la familia Rivero desde dentro del coche. Había forzado
aquella visita, pero ahora que estaban allí ya no estaba
segura de haber tomado la decisión correcta. Era evidente
que Federico prefería estar en cualquier otro lugar.
—¿Vienes? —preguntó ella, abriendo la puerta. Había
sido una sorpresa para Cristina que él la acompañara hasta la
sepultura de sus padres.
No sabía qué podía ocurrir, puesto que Federico había
permanecido en silencio durante todo el camino de vuelta a
Ojo de agua.
Él se quitó el cinturón de seguridad y salió sin decir nada
mientras ella tomaba las flores del asiento posterior.
Caminaron juntos hasta las tumbas de Gabriel, Mary,
Rafael, Michael y natalia Rivero.
Ella se detuvo enfrente de la tumba de Rafael y lo miró.
—¿Te gustaría dejar las flores a ti?
—No —dijo él en un tono que dejaba bien claro que
todo esto le parecía una pérdida de tiempo.
Ella se dio cuenta de su incomodidad, pero rehusó darse
prisa. Aquello era importante.
Federico sólo reaccionó al verla colocar las flores sobre la
tumba de su madre. Se adelantó y tomándolas de sus
manos, las colocó en la tumba de su hermana.
—¿Federico?
—¿Ya has terminado?
—Sí —dijo ella, poniéndose en pie mientras miraba las
duras líneas de un rostro que encontraba imposible de leer.
—Pero...
—¿Pero qué, Cristina? Están muertos, y lo han estado por
veinticinco años. Tengo que ir a ver unas vallas. Mejor
vayámonos —dijo mirando la hora en su reloj.
Ella tomó su mano para detenerlo antes de que se diera
la vuelta, actuando más por instinto que por lógica. Los ojos
de él se encontraron con los de ella y Cristina encontró el coraje
para hacerle frente.
—Lo siento, no me di cuenta de cuánto podía dolerte
esto.
—Estoy bien. Tú eres la que quería venir aquí —dijo él
arqueando una ceja.
—Federico —comenzó ella, convencida de haber visto un
ápice de vulnerabilidad detrás de su máscara.
Sintió algo de esperanza. Tal vez su matrimonio no fuera
tan frío después de todo. Si Federico podía sentir tan
intensamente, entonces tal vez lo que había pasado entre
ellos la noche anterior no había sido efecto tan sólo de la
lujuria.
—No soy ningún héroe herido al que tienes que salvar.
Tenía diez años cuando murieron. Apenas los recuerdo —
dijo Federico soltando su mano y dándose la vuelta para
retornar al coche.
Cristina quería creer que estaba mintiendo, pero la mirada
en sus ojos transmitía sinceridad. La esperanza se
desmoronó. No era difícil adivinar por qué Federico nunca
visitaba la tumba de sus padres y hermanos. Ni siquiera
recordaba con cariño a su familia.
El día pasó con tranquilidad. Cristina estaba dibujando en el
porche cuando vio llegar una camioneta a bastante
velocidad, que frenó en seco.
Frunciendo el ceño, Cristina dejó a un lado su bloc. ¿Quién
podía...? La puerta del vehículo se abrió rápidamente para
dejar salir a la última persona que ella hubiese esperado ver.
—¡Cristina, querida! —dijo Diego subiendo los escalones
a toda prisa para abrazarla por la cintura.
Era imposible no alegrarse de verlo, sobre todo cuando
lo había extrañado tanto. De ojos azules y cabello castano, Diego tenía la apariencia de una estrella de cine o un
conquistador. Pero era su sonrisa lo que la había hecho
rendirse a él, una sonrisa con tal luminosidad que
proclamaba su alegría de vivir.
Ella rió por primera vez desde que volviera a su país.
—Suéltame, tonto.
La sonrisa familiar se desvaneció.
—No quiero dejarte... nunca —dijo él, pero la dejó en el
suelo—. ¿No podías haber esperado hasta que yo regresara?
Ni siquiera me diste una oportunidad —continuó diciendo
Diego a modo de acusación.
—¿Qué? —preguntó Cristina sintiendo mariposas en su
estómago, y de las peores.
—Me han dicho que te casaste mientras yo estaba fuera
de la ciudad.
—Te han dicho bien. Por lo que sugiero que le quites las
manos de encima —dijo Federico en una voz tranquila pero
letal desde el otro lado del porche.
Consciente de la situación, Cristina se alejó de los brazos de
Diego, con la cara ruborizada.
—Diego ha venido a saludarme.
Federico se acercó para poner su brazo alrededor de la
cintura de Cristina. Rechazando aquella muestra de propiedad,
ella trató de apartarse, pero al contrario que Diego, Federico
no estaba dispuesto a soltarla.
—¿Ah, sí?
Cristina se sorprendió al ver los ojos de Diego
entrecerrarse.
—¿Ni siquiera le dijiste a Cristina que quería hablar con ella
apenas volviese, verdad?
—Es gracioso. Pensé que había teléfonos en todas partes
del país —dijo Federico en un tono completamente razonable e
indefiniblemente peligroso al mismo tiempo.
Cristina comenzaba a temer por Diego. Era fuerte, pero no
tanto como Federico. Ella le imploró silenciosamente cuando él
la observó y para su alivio sus siguientes palabras fueron
civilizadas.
—Creo que Cristina y yo tenemos que hablar.
El brazo de Federico se convirtió en una trampa de acero.
—Si quieres hablar con mi esposa puedes hacerlo ahora
mismo.
—Sí, claro. Hasta más tarde, Cristina —dijo Diego y se
retiró con la misma turbulencia con la que había llegado.
Cristina no volvió a hablar hasta que su camioneta era un
punto borroso en la distancia. Entonces se libró del apretón
de Federico para mirarlo a la cara con los brazos cruzados.
—¿Qué crees que estabas haciendo?
—Creí que estaba dejando claro que ahora eres mi
esposa, algo que parecías haber olvidado. ¿Cuánto tiempo
más pensabas estar coqueteando con él delante de media
Hacienda? —dijo con los ojos encendidos de rabia.
La respuesta de Cristina fue provocada por la ira.
—Él ha sido mi amigo prácticamente desde que nací.
¿Acaso no has podido pensar que quería contarme lo que
pasa en su vida? —dijo haciendo a un lado el recuerdo de
Diego cuando le dijo que no quería dejarla ir nunca.
—No me importa de qué demonios quería hablar. No
habrá más conversaciones privadas entre vosotros —dijo
Federico cruzando sus brazos, un sólido y dominante muro.
—¡Tú eres mi esposo, no mi carcelario!
—No necesitaría serlo. Pero, ¿crees que estoy dispuesto
a dejar que te arrojes en los brazos del que podría ser tu
amante?
—¡Le estás dando la vuelta a todo! —dijo ella.
Aunque lo cierto es que al abrazar a Diego, lo había
hecho desde la más inocente felicidad. Pero Federico lo estaba
haciendo sonar sórdido, provocando que ella se cuestionara
cada actitud, cada palabra.
La mandíbula de Federico parecía hecha de granito y sus
siguientes palabras, fueron frías como el hielo.
—Lo juro por Dios, Cristina, si tratas de engañarme con ese
hombre, me divorciaré de ti tan rápido que tu cabeza dará
un tumbo. Y luego aceptaré la oferta de la inmobiliaria, que
no ha perdido el interés por El platanal.
Ella sintió la sangre fluir bajo su piel.
—No puedes hacerlo. ¡Te lo he dado todo! —dijo ella
pensando que ni siquiera Federico podría ser tan cruel.
—Has firmado un acuerdo de por vida y no por un
rápido revolcón en mi cama. Si crees que eso es lo que
quería, lo habría conseguido mucho más barato y con
alguien con mucha más experiencia que tú, cariño —dijo él
de forma burlona.
Sintió su comentario como si le hubiera dado un
puñetazo.
—Tu tierra no tiene un valor real para mí. La compré para
cerrar nuestro trato y me puedo deshacer de ella tan
fácilmente como la adquirí si tú no puedes cumplir tu deber
como mi esposa. Piensa en eso la próxima vez que te sientas
tentada a verte con tu amigo —dijo, para luego retirarse,
dejándola sin oportunidad de responder.
Cristina se dejó caer en una silla y puso la cabeza entre sus
manos. Pero eso no evitó que su mente quedara sumida en
el caos. La amenaza de Federico la había asustado y sus
palabras habían dejado bien claro que confiaba en ella tanto
como en un gato callejero. Aun así, no podía creer que le
hubiese arrojado a la cara lo que más daño podía hacerle.
La idea del legado de sus padres siendo arrasado por lo
que las inmobiliarias habían llamado un retiro para los ricos
y famosos, complejo con piscina, canchas de tenis y circuito
de golf, era su pesadilla personal. Eso destruiría la belleza de
todo aquello por lo que sus padres habían trabajado
duramente tanto tiempo para conseguir. Era un insulto para
su memoria que no podía tolerar. Al contrario que Federico,
ella sí respetaba la memoria de los suyos. Era todo lo que
aún le quedaba.
—¿Cristina? —dijo la señora Vicenta.
—¿Qué pasa? —preguntó Cristina bajando sus manos.
La mujer observó su expresión con ojos preocupados,
pero no preguntó nada.
—Tienes una llamada —dijo entregándole el teléfono
inalámbrico.
—Gracias —dijo Cristina a punto de atenderlo cuando la
señora Vicenta hizo un gesto que la obligó a posar su mano
sobre el altavoz.
—Tomaste tu decisión al aceptar tus votos
matrimoniales, mi niña. No mires atrás ahora —dijo la señora
Vicenta y con ese consejo se retiró.
Cristina se sintió derrotada ante la evidencia de que otra
persona más creía que había sido infiel.
—Hola—dijo suavemente.
—¿Estás sola, Cristina?

Continuara.....

ATRAPADOS EN EL MATRIMONIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora