Capitulo 5

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Su mano se quedo petrificada sobre el auricular.
—¿Estás loco? Si Federico hubiera contestado el teléfono...
—Habría colgado —dijo él riendo, pero ella percibió un
tono de amargura en su voz.
—¿Para qué has llamado?
—Ya te he dicho que quería hablar contigo —dijo e hizo
una pausa—. Todavía eres mi amiga, ¿no?
Su corazón se ablandó.
—Claro que sí.
—¿Aunque él se oponga?
—No sigas por ahí.
Federico era el único asunto del que no le gustaba hablar
con Diego.
—¿Qué es eso que he oído de ti con Raquela? —preguntó
ella, tratando de mostrarse amable.
Esta vez, la pausa fue más larga.
—Hemos acabado. Ya te dije que no debería haberme
casado con ella.
—Diego... —comenzó ella, pero él siguió hablando.
—Te lo dije, pero tú seguiste adelante y te casaste con
ese... —dijo él, pero se detuvo—. Ya no la quiero.
—No lo dices en serio —dijo, aunque en el fondo
deseaba que así fuera.
Había tenido aquella esperanza desde que el coche de
Raquela se estropease dos años antes y Diego y aquella guapa
morena se convirtieran en pareja de la noche a la mañana.
—Sabes con quién debería haberme casado, ¿verdad?
—preguntó él con voz profunda.
Debería haber colgado al momento, pero no lo hizo
abrumada por el deseo acumulado de años. Porque ni
siquiera en aquella llamada de larga distancia, le había dicho
lo que más quería oír.
Lo que no podía ni siquiera pensar, mucho menos
admitir, era que se estaba comportando de aquella manera
por ira hacia Federico.
—Contigo, Cristina, debería haberme casado contigo.
Ella apretó el botón de fin de llamada con dedos
temblorosos. Odiaba haber dejado que Diego continuara,
detestando el deseo que la había convertido en la peor clase
de hipocondríaca que había. Porque aunque no había
cruzado la barrera física de la infidelidad, sí lo había hecho
emocionalmente.
El teléfono volvió a sonar y casi se le cae.
—¿Dígame?
La llamada resultó ser de Merri Villagran, una vecina.
Aliviada, Cristina charló con ella unos minutos.
—Vamos a hacer una barbacoa esta tarde, a eso de las
siete, por si quieres venir. Sé que no es una buena hora, pero
será una oportunidad para aliviar tensiones.
Precisamente, necesitaba poner distancia entre Federico y
ella.
—Seguro. Suena divertido.
Colgó después de unos minutos más y se quedó mirando
fijamente el terreno que había frente a ella. Tan fuerte, tan
duradero y capaz de causar tanto daño al corazón.
Se sentía tentada a que fuera otra persona la que le diera
el mensaje de la barbacoa a Federico, pero eso hubiera sido una
cobardía. Y su amor propio se había hundido en nuevas
profundidades después de la llamada de Diego. Dejó el
teléfono en la silla y se fue a buscar a su marido.
Cuando la culpabilidad amenazaba con minar su
autoestima, alimentaba su ira contra la cruel amenaza de
Federico. No le daría la oportunidad a Federico Rivero de usar
su indomable voluntad para machacarla.
Lo encontró hablando con el capataz. Al verla llegar,
dejó de hablar.
—¿Qué pasa?
No había ni rastro de cólera en su voz. De hecho, no
transmitía ninguna emoción.
—Merri nos ha invitado a su casa a una barbacoa. A las
siete —dijo cruzándose de brazos—. Le he dicho que
iríamos.
—Bien —dijo él y alargó la mano para inesperadamente
acariciar su mejilla—. Ha debido de ser una llamada larga.
Tu piel está colorada justo aquí.
Apartándose bruscamente, Cristina se preguntó si podría
ver la culpabilidad que sentía en sus ojos. Porque esta vez,
había hecho algo de lo que no estaba orgullosa. Pero ni
siquiera eso disculpaba las cosas que él le había dicho.
—Déjalo, Federico. Sientes más cariño por tu cuenta
bancaria que por mí.
Algo cambió en su expresión, que se volvió más fría.
—¿Es curioso, no? Si no tuviera esa cuenta, te habrías
quedado en la estacada —dijo y sonriendo, continuó su
conversación con Eulogio.
Cristina apretó los dientes y se dijo que no debía darle
importancia. Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Lo cierto
es que le había echado sal en las heridas. No era una
cazafortunas, pero necesitaba lo que el dinero de Federico
podía facilitarle. Si el dinero no fuera una necesidad, nunca
habría hecho ese pacto con el diablo. Pero lo había hecho y
ahora tenía que pagar el precio.
Se fue del establo antes de decir algo que no debiera,
dirigiéndose a la casa para preparar una ensalada para la barbacoa. Puesto que cocinar la distraía, también hizo un
bizcocho.
A eso de las cinco y media, todo estuvo listo y ella
también. Había elegido cuidadosamente su ropa, puesto que
necesitaba sentirse bien. Se había puesto una falda de lana
hasta las rodillas, un jersey blanco de angora y sus botas de
piel favoritas.
Federico no dijo nada al entrar en la cocina, donde ella
estaba guardando todo en una cesta de picnic de la señora
Vicenta, pero se acercó y tomó un mechón de su pelo.
—Creo que esta noche, dejaré que te dejes las botas
puestas.
Cristina sabía que estaba siendo provocador a propósito en
respuesta a su fría actitud, pero su cuerpo traicionero
deseaba estremecerse ante aquel erotismo implícito.
Retirándose, se apartó de él unos metros.
—¿El gato te ha comido la lengua, Cristina? —preguntó él—
. ¿Quieres que te la busque?
Llevaba unos pantalones color arena y un jersey azul
marino que le daban un porte muy masculino y de seguridad
en sí mismo.
Ignorando su comentario, ella tomó la cesta.
—Vámonos.
Federico alargó el brazo y le tomó la cesta. Ella no se lo
impidió, consciente de que había sido un acto instintivo por
parte de él. Si decía algo, él se imaginaría que no estaba tan
tranquila como aparentaba.
—Tardaremos más de dos horas en llegar a su hacienda. Será
mejor que tomemos el avión.
—No. Prefiero ir en coche.
Fue una decisión espontánea. Necesitaba sentir el suelo
bajo sus pies.
—De acuerdo —dijo él enarcando una ceja mientras
salía de la casa hacia el Jeep.
Dejó la cesta en el maletero y abrió la puerta del
pasajero, mientras ella entraba en el coche.
—Merri me dijo que a eso de las siete, así que
probablemente la mayoría de la gente llegue casi a las ocho.
Al ir a cerrar, Federico sujetó la puerta, embriagándola con el
aroma de su colonia.
—Trata de no estar mirándome toda la noche. No es la
impresión que quiero dar de nuestro matrimonio —dijo y
cerró la puerta del coche dando un portazo, antes de
sentarse en el lado del conductor.
—Si vas a chantajearme con la oferta de los
constructores, no esperes que me muestre dulce y amable.
—¿Dulce y amable? —repitió mientras encendía el
motor—. Cris, has estado enfadada desde que llegaste.
—No me llames así.
Las ruedas chirriaron al acelerar sobre el camino.
—¿Por qué? ¿Porque es así como te llama Diego?
—Cualquiera podría darse cuenta.
Ella se cruzó de brazos.
—La gente a la que le caigo bien, me llama así. Tú ni
siquiera confías en mí. Así que llámame Cristina.
No hablaron nada más durante las dos horas siguientes.
Fue justo cuando estaban a punto de entrar en la propiedad
de los Villagran, cuando ella rompió el silencio.
—¿Hay alguna noticia más que debiera conocer?
Al contrario de lo que Cristina había previsto, ya habían
llegado muchos invitados.
—Ya sabes lo principal —contestó él deteniendo el Jeep
junto a una camioneta manchada de barro—. Probablemente
ya sabrás que Deborah ha vuelto de Estados Unidos.
La sangre se le heló en las venas.
—¿Cuándo?
—Hace un par de meses.
Nada en su tono de voz reveló qué era lo que pensaba
del asunto. Corría el rumor de que había roto su relación con
Federico para seguir su carrera profesional.
Si el cotilleo era verdad, entonces Cristina podría creer que
Federico había renunciado a perdonar a Deborah, incluso yendo
tan lejos como para casarse con otra mujer. Pero eso no
quería decir que no sintiera algo por aquella guapa rubia,
sentimientos que nunca había tenido hacia su esposa. Ni que
le importara. Cristina abrió de un fuerte empujón la puerta.
Tomaron la cesta y caminaron hombro con hombro
hacia el jardín posterior de la casa de los Villagran. A medio
camino, Federico la rodeó por los hombros, acercándose tanto
a ella que podía sentir cómo su respiración agitaba su pelo.
—Sonríe, Cristina. Se supone que estamos en nuestra
luna de miel.
Sin saber por qué, deslizó el brazo alrededor de su
cintura y forzó una sonrisa almibarada al dar la vuelta a la
esquina.
—Oh, cariño, eso es muy dulce.
Algunas personas oyeron el comentario y Federico
reaccionó con naturalidad, sin retirar su brazo de la cintura
de Cristina, incluso al entregar la cesta al joven Simon Villagran.
Cristina aprovechó la excusa de saludar al señor Villagran para
apartar su brazo de la cintura de Federico. El notar su calor a
través de la ropa, la hacía sentir aturdida, más aún que sí se
hubieran dado un apasionado beso.
—Me alegro de verte, Cristina —dijo el señor Villagran—. Te
hemos echado de menos.
—Es fabuloso estar de vuelta en casa.
—Federico, Cristina es la mujer más guapa de por aquí.
—Lo sé.
Cristina tuvo que contener las ganas de golpear a Federico al
ver su estúpida expresión. Le parecía haber visto la
impresionante figura de Deborah Falcón bajo el resplandor de los
faroles que colgaban fuera en el jardín.
—Bueno, bueno.
El señor Villagran vio a otros invitados llegar y se fue a
darles la bienvenida, dejando a Federico y a Cristina recibiendo la
enhorabuena de un buen puñado de admiradores.
—Gracias —dijo ella por enésima vez e hizo un discreto
movimiento para apartarse del calor del roce de Federico.
Él apretó su brazo. Incapaz de decir nada por los
presentes, ella sonrió y siguió charlando, sin dejar de
preguntarse si aquel hombre la soltaría de una vez.
—Así que, ¿cuándo vais a dar una fiesta para celebrar la
boda? —preguntó Sofia Lynn a Cristina, mientras su marido
hablaba con Federico.
—No lo hemos hablado todavía.
—Bueno, espero que sea pronto. Como esperéis mucho
más, el trabajo os lo impedirá.
Cristina asintió. La mayoría de la gente de aquella zona era
dueña o trabajaba en fincas.
—¿Qué clase de fiesta sugieres? —preguntó con la única
intención de mantener la conversación, porque realmente no
deseaba celebrar la farsa de su matrimonio.
—Una cena formal estaría bien.
Cristina no podía imaginar nada peor que estar atrapada
frente a la mirada escrutadora de un montón de personas,
pendientes de cada uno de los movimientos de Federico y
suyos.
—O quizá un picnic —dijo desesperada—. Podríamos
encargarlo, montar unas mesas y unas sillas en el césped y
poner música para que la gente bailara.
—Eso suena maravilloso, cariño —dijo Federico—. Si
ponemos una carpa y algunos calefactores, no pasaremos
demasiado frío.
Cristina se dio cuenta de que se estaba riendo de ella.
—Claro —murmuró, decidiendo que ahí acabara la
conversación.
—¡Podría tocar la banda de Tabasqueña! —exclamó Sofia,
agitando las manos para incluir a otras personas en el grupo.
Varias personas secundaron su sugerencia y Fabian sonrió. Cristina tuvo la sensación de que estaba perdiendo
el control
—No sabía que tuvieras una banda. —dijo sin
ganas, apoyándose en Federico sin darse cuenta.
Él la abrazó atrayéndola a su lado y se encargó de seguir
la conversación con un encanto que nunca hubiera esperado
de él.
—En cuanto decidamos una fecha, te lo haremos saber.
De momento, será mejor que saludemos a los demás, antes
de que el jet lag haga efecto en Cristina.
El grupo sonrió y los dejaron ir.
—Vamos a tener que celebrar esa maldita fiesta,
¿verdad?
—Vigila tu lenguaje, Cristina.
—Deja de llamarme Cristina —dijo—. Nadie me llama
así.
Sabía que era un comentario absurdo, puesto que había
sido ella misma la que le había dicho que la llamara así.
—Tu marido sí, querida Cristina.
Cristina estaba tratando de controlar las mariposas de su
estómago, cuando una sensual voz femenina interrumpió.
—Bueno, bueno, si son los señores Rivero.
Enderezándose, Cristina levantó la mirada.
—Hola Deborah. Federico me acaba de contar que habías
vuelto.
—Hola, cariño —dijo Deborah, besando a Cristina en la mejilla
como si fueran viejas amigas.
La verdad era completamente diferente. Deborah Falcón era
hija de un juez y nunca se había dignado a hablar con
alguien como Cristina Alvaréz.
Sintiéndose empequeñecida frente a la estatura de
Deborah, Cristina apretó los dientes y sonrió. Federico escogió ese
momento para finalmente soltarla.
—Necesito hablar de algo con Derek —dijo él girándose
hacia el piloto, que estaba junto a una de las mesas de
comida—. Me alegro de verte otra vez, Deborah.
—Lo mismo digo —repuso Deborah en un tono insinuante
que Cristina decidió ignorar.
De todas formas, no podía olvidar el hecho de que la
otra mujer había dejado bien claro ante todos que Federico y
ella habían sido amantes.
—¿Estás casada, Deborah? —preguntó Cristina una vez Federico
se marchó.
La sonrisa de Deborah se quedó petrificada durante un
segundo.
—Parece que has cazado al único hombre que merece la
pena por aquí.
—Esa suerte he tenido.
—Lo importante es saber si serás capaz de mantenerlo a
tu lado.

Continuara.....

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