Texto: Fernando Cantú
A través de la niebla los esclavistas son un rumor de chapoteos y crujir de ruedas. Los cinco miembros de la Lluvia Silenciosa caminan una milla detrás y se detienen solo cuando cae la noche y la hoguera inflama el aire como un fuego fatuo.
En espacio de tres semanas Mirlanna ha contado nueve trasgos, seis hombres, dos caballos, una mula y un carro que les impide cruzar la ciénaga a paso normal.
Las manos de la valenar se hunden en el cieno por última vez y resurgen vacías. –Ya no tienen comida,– anuncia. –Se están desesperando. El agua del pantano acorta cada vez más la zancada de sus cuartos de milla, pero son buenos animales y los hombres no se desprenderán de ellos. Mañana querrán matar a la mula. Los trasgos dirán otra cosa, y entonces sabrán que no todas las esclavas van a salir de aquí.
La rastreadora se reincorpora.
–Que sus dioses tengan clemencia,– sentencia risueño Terael mientras corta un trozo de manzana.
Laucian mira la luz del fuego entre la niebla. –Les vamos a dar tres noches más.
–¡Piedad, señor! ¡No se lleve a mi hija!
El azote le revienta la frente a la mayor de las esclavas, que cae entre los pies de sus compañeras. –¡Silencio, animales!,– grita el carretero.
–¡La mataste, imbécil!,– reclama otro.
–Cállense los dos,– ordena un mestizo. –Dales el bebé a los tuyos, y luego sigue con la niña, pero hazla que dure,– le dice al jefe de los trasgos. –Llegarán los que lleguen. Nadie compra niños muertos de hambre.
El hob jala con fuerza el antebrazo de la niña y ella lo sigue aturdida hasta la orilla del campamento. Quiere decir algo. Quiere llorar, preguntarle qué hace, decirle que la lastima, pero ninguna palabra sale de su boca.
Los otros trasgos se reúnen en torno al fuego y discuten quién comerá primero y qué partes son las menos raquíticas.
Sus codos y rodillas se estampan en el lodo. Cuando la niña siente que el acero helado le acaricia la nuca, cierra los ojos y recuerda las palabras de su abuela: "Pasará pronto." Detrás suyo, la criatura balancea una larga hoja curva y le apunta a los huesos bajo el cráneo que el hambre le ha descubierto. Entonces un silbido vuela por encima de ellos. A lo lejos, un caballo y su jinete gritan y se desploman juntos.
–¡Zuk'gra!– Los tímpanos de la niña son tiernos, y el alarido se queda grabado en ellos para siempre. –¡Zuk'gra!
El hob mira hacia el origen de los gritos y alguien con pasos de zorro se le acerca por detrás. Algo caliente moja la espalda de la niña y el olor de la sangre le llena los pulmones.
No imaginó que los trasgos pudieran sollozar de espanto, ni que gimieran igual que el bebé de su amiga antes de quedarse quieto.
Una madeja de intestinos choca con su piel. Luego resbala y cae a un lado suyo. El cadáver se hunde en la ciénaga con un plop. El sonido de un cuerno hace temblar la tierra bajo sus manos. Sus miembros se vuelven de piedra, pero se da la vuelta y ve cómo, a dos pasos, algo con ojos de lince la observa. Hoy todavía recuerda las coronas de oro en el centro de aquellos ojos grises, y a veces son lo último que ve antes despertar nadando en sudor frío.
–¡A cubierto!,– brama el mestizo, mientras los demás aprestan sus armas.
La segunda cortina de flechas cae más abajo, a la altura de las piernas, y las órdenes se convierten en aullidos de dolor.
Las ballestas de los hombres le aciertan sólo al aire.
Uno de los monstruos cae de rodillas con saetas que le salen entre los homóplatos y arriba del riñón.
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Flores del desierto
FantasyTodo lo que ella tuvo, desde su nombre hasta su historia, jamás fue verdaderamente suyo. Durante casi toda vida, lo único que Calina conoció fue la miseria y la esclavitud. Desde el desierto, a los pasadizos de un burdel olvidado en la costa, has...