"Para ti no habrá más sombra que el sol ocultándose en las montañas, ni más refugio que el camino. Tu cuerpo es tu único hogar. Cada uno es dueño de sus propios pasos, forjador de su camino y amo de su voluntad. El temor es una cadena. Temer es no vivir y la vida se toma a manos llenas. Vigila que ni tus manos ni tu corazón estén atados jamás a cadena alguna."
«El Credo del Viajero»
Entre las cortinas del carromato, la niña sin nombre se asoma para mirar el atardecer ámbar. No hay donde posar los ojos entre tanto horizonte. Sabe que una de las lunas despertará dentro de poco y, como le ha dicho su abuela, desde que tiene uso de razón, comenzará a guiarlos hacia su nuevo destino. Las tribus de la luna no siguen mapa ni ruta alguna, sino la voluntad de los astros. No conocen señorío ni rey. Sus únicos soberanos son el hambre y la sed; su única ley, la libertad. Ésta era la palabra de los ancianos, grabada en los bordados de sus túnicas y las canciones de las mujeres. Los niños, al convertirse en hombres, tatúan en sus cuerpos los nombres de las doce lunas en una lengua que los dioses hablaban cuando el mundo era joven. Lo único que queda de aquel idioma son los dibujos en la piel de su gente.
Mientras su abuela dormía a la sombra de un árbol seco, la niña sin nombre jugaba con conchas blancas, regalos de un mercader, quien la azoró con historias de piratas y monstruos marinos. Tiene seis años y ya puede imaginarse el mar. Sabe sostenerse por su propio pie, habla y canta en la lengua de su pueblo. Recita sin chistar los nombres de las lunas que gobiernan el cielo nocturno y marcan el paso de las temporadas. Incluso sabe algunas palabras en la lengua de los medianos. Seis años ha pasado entre su gente, esperando el retorno de su padre y abuelo, quienes deben decidir si merece un lugar entre ellos y el nombre que ha de portar. Su madre sabe que eso es ya una mera formalidad. La niña nació sana y sin marca alguna. Es de miembros fuertes, ojos claros y voz alegre. Al desierto se le regalan únicamente aquellos que no podrían sobrevivir o los nacidos de algún embrujo o djin malévolo. Y, aunque venid al mundo en la ausencia de su padre, las demás mujeres y matronas pueden atestiguar por la honradez de su madre y la certeza de su parentela.
En ocasiones llegan viajeros o mercaderes con noticias de los hombres de la tribu. Alimentan la esperanza y el corazón de las mujeres. Sin embargo, el tiempo y el olvido revelan que sólo son ecos y rumores secos. La guerra había sido cruenta y se había extendido por todos los resquicios y rincones del continente. El desierto había sido el último refugio para escapar de la mano larga de los reyes, siempre ávidos de más vasallos y soldados. A la orilla de las montañas, entre las dunas y espejismos, creció la niña sin nombre. Cada vez hay más noches sin luna, y no hay más alimento que las historias de la abuela y las lágrimas de su madre. El primer compañero que uno conoce en el desierto es la ausencia.
Las flores más bellas, mi pequeña, son las del desierto. Y tú, con tus mejillas de jazmín y tu pelo de azahar, has florecido entre nuestra soledad y penurias. Cuando tu padre y su padre vuelvan tendrás por fin un nombre con el cual coronar tu frente.
La abuela no pierde el ánimo, incluso cuando el resto de la tribu perece por el abandono y la tristeza. No hay lágrimas que desperdiciar cuando el agua es tan escasa y el hambre tan feroz. Más rápido que la costumbre lo permitía, los niños se volvieron hombres y salieron en busca de sustento para su gente. En duelo por su ausencia, muchas de las mujeres cubrieron sus cabezas con su velo más oscuro y mantuvieron sus ojos entornados hacia el suelo, en espera que el desierto les regresara a sus hijos. Pero, para la niña sin nombre, su llanto pasó casi desapercibido, entre las historias y canciones de su abuela.
En aquella soledad, la niña sin nombre conoció los nombres de casi todas las estrellas y constelaciones que habitaban el firmamento. Aprendió de las hazañas de los seis, aquellos dioses ignotos y terribles que azotaban a la humanidad desde su creación. Escuchó por primera vez de los enanos que habitan en el corazón de las montañas, extrayendo martillazo por martillazo sus entrañas brillantes. Supo de los elfos, altivos y longevos, que viven en bosques y parajes lejanos, sirviendo a reyes que los gobernaban más allá de la muerte. Antes de dormir, escucha las historias de los dragones, más antiguos que el mundo mismo y quienes, con su último aliento separaron los cielos y la tierra. Su abuela le cuenta de las grandes ciudades, con torres que se alzan hasta tocar el cielo. Cierra los ojos y observa el manto púrpura que cubre las dunas nocturnas. La noche que se funde con la voz y el regazo polvoriento de su abuela. En sus sueños saborea y repite incansable los nombres de las doce lunas, y se pregunta si su padre y su abuelo también duermen protegidos por ellas.
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Flores del desierto
FantasíaTodo lo que ella tuvo, desde su nombre hasta su historia, jamás fue verdaderamente suyo. Durante casi toda vida, lo único que Calina conoció fue la miseria y la esclavitud. Desde el desierto, a los pasadizos de un burdel olvidado en la costa, has...