Capítulo 1

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-Diecisiete años más tarde-

Sobre la más grande de las nueve velas de aquel navío había sido bordada la silueta de un majestuoso fénix con las alas extendidas y la cabeza levantada. El viento de aquella noche de verano movía la lona con tal suavidad y vitalidad que la criatura parecía estar viva, preparada para alzar el vuelo en cualquier momento.

El mar estaba en calma, casi estático. Las pocas y débiles olas que movían las aguas ni siquiera rompían contra el casco del barco, simplemente lo mecían con suavidad. En la proa, sobre el bauprés, se encontraba un joven, plácidamente tumbado. Los cabos que acababan atados en aquel palo tan grueso desde ambos lados de la nave, una veintena como mínimo por babor y otra por estribor, le protegían de caer al agua y hacían de aquel trozo de madera un lecho infinitamente más cómodo que la hamaca de la bodega en la que supuestamente debía dormir, rodeado de hombres de mediana edad con sus respectivos ronquidos y hedores. Pero esa noche, aquel muchacho no tenía sueño, y, con los ojos bien abiertos, se limitaba a contemplar las estrellas que aquella noche tanto brillaban. Tan en calma estaba el mar y tanto deslumbraban los astros que la superficie del océano reflejaba casi como un espejo el cielo, haciendo imposible ver con claridad el horizonte y creando la ilusión óptica de que dos barcos idénticos, pegados por el caso, flotaban en el firmamento.

Los pies sucios y descalzos del chico se balanceaban casi al mismo ritmo que lo hacía el barco, rozando con las puntas de los dedos las alas del mascarón con forma de ángel que había bajo él. Y así se mantuvo durante más de una hora, con las manos en la nuca, a modo de almohada, y  la mirada fija en el cielo. Tanto rato estuvo absorto en sus pensamientos que tras ese tiempo, para sus ojos, la infinita distancia que lo separaba de la bóveda celeste se acortó hasta parecer no ser más grande que un metro. Sentía que, de haber alargado el brazo, habría sido capaz de coger, o por lo menos tocar, cualquier estrella. Pero estaba tan cómodo que decidió no moverse, para evitar el riesgo de no poder volver a la misma postura. A pesar de tener el cuerpo lleno de cardenales, heridas y magulladuras provocadas por el duro trabajo que llevaba días realizando, estaba mucho más a gusto allí estirado, escuchando las olas, de lo que recordaba haberlo estado jamás. 

El principal objetivo de aquel viaje había sido cruzar el océano Jútlico para crear un portal mágico que comunicara el gran continente de Dertia con unas islas vírgenes recientemente descubiertas, aunque aquel muchacho no había decidido embarcarse...

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El principal objetivo de aquel viaje había sido cruzar el océano Jútlico para crear un portal mágico que comunicara el gran continente de Dertia con unas islas vírgenes recientemente descubiertas, aunque aquel muchacho no había decidido embarcarse en semejante travesía por vocación de navegante, ni por amor al arte, ni mucho menos... Lo que había impulsado  a Kilian, (así se llamaba aquel joven grumete) a apuntarse en la tripulación había sido definitivamente la paga.

Era jueves, quizás ya viernes; llevaba treinta y cuatro días en el mar, doce sin pisar tierra. O, al menos, eso había contado él. Según las cartas de navegación y el capitán, en cuestión de horas llegarían a Valdia, su hogar, y podría volver a ver a su familia. Estaba impaciente por llegar a puerto, lo que le impidió conciliar el sueño en un primer momento. Sin embargo, el hipnótico efecto que provocaba el firmamento sobre el mar, sumado a la salada brisa marina que le acariciaba casi con cariño, le hizo quedar, muy poco a poco y sin darse cuenta, profundamente dormido. Aunque iba cerrando los ojos lentamente, aquella estampa parecía tan irreal, tan fantástica, sacada de un sueño, que Kilian llegó a dudar si la oscuridad que veía al entrecerrar los ojos era el verdadero cielo nocturno y aquella cantidad de estrellas una creación de su subconsciente.

Las hadas no cuentan cuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora