Capítulo 4

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Kilian salió de la ducha, posiblemente una de las más satisfactorias que se había dado en su vida. Desempañó como pudo el espejo que había sobre el grifo de aquel diminuto cuarto de baño y se paró a mirar su reflejo. Hacía mucho tiempo que no se veía a sí mismo. Lo más parecido que había tenido en las últimas semanas había sido la inquieta superficie del mar. Ahora se veía con mucha más claridad. Le sorprendió notarse a sí mismo más mayor. Estaba mucho más delgado. Ahora la mandíbula y los pómulos estaban más marcado. El pelo rizado que antes de marcharse apenas le llegaba a las cejas, ahora le tapaba por completo los ojos. Tenía las mejillas rojas, quemadas de trabajar bajo el sol, y aunque el resto de la cara también estaba un poco más morena de lo que había estado antes, seguía siendo con diferencia mucho más pálido que ninguno de sus familiares, aunque los millones de pecas que tenía desperdigadas lo disimulaban bastante bien. Incluso le había crecido algo de barba, una barba roja y desigual que se había distribuido al rededor del mentón y hasta las patillas. Pensó en afeitarse. Se veía raro con barba, diferente. Pero luego cayó en la cuenta de que no sólo se veía cambiado por fuera, también estaba diferente por dentro. Aquel viaje le había hecho madurar y quería que aquel cambio lo notaran también los demás. Así que cogió una cuchilla y unas tijeras que había guardadas bajo el grifo y lo único que hizo fue igualar y limitar con precisión aquello a lo que solo algunos llamarían barba. 

Salió del baño aún con la toalla atada en la cintura y cruzó el estrecho pasillo hasta su habitación. No era un dormitorio especialmente espacioso. Tenía dos grandes ventanas, cada una a un lado, por una veía el mar y por la otra el interior de la comarca. Y es que la suya era, precisamente, la habitación que quedaba en voladizo sobre la calle, uniendo su casa con la tienda de Ilda. Bajo una de las ventanas y a lo largo de una pared entera había un escritorio cubierto casi por completo por libros. Incluso por el suelo había decenas de ellos, y todos habían acumulado una cantidad razonable de polvo en su ausencia. Algunos los había colocado de tal forma que tenían incluso una función práctica, como su mesita de noche, hecha enteramente por novelas de caballerías apiladas y encajadas como un puzzle.

Kilian encontró sobre la cama ropa limpia de su padre que posiblemente el propio Ezra había dejado allí mientras su hijo se duchaba. La varita estaba junto al montón de ropa. Kilian la cogió con ansioso y una vez en sus manos se le pasó por la cabeza todo lo que quería hacer. No sabía por donde empezar, solo quería hacerlo. Quería comprobar que sus habilidades mágicas no se habían perdido con la falta de práctica, ya que aún no lo había hecho; había preferido esperar a estar duchado. Así que sin siquiera ponerse la ropa hizo que uno de los libros cubiertos de polvo volara hasta sus manos. Era el más desgastado de todos. Le quitó el polo que se había acumulado sobre la cubierta y lo abrió con igual cuidado que ansia. Las páginas estaban amarillentas, algunas incluso rotas y dobladas. Era un libro de hechizos a los que Kilian había incluido mejoras y trucos que él mismo había descubierto para que cada uno de ellos saliera a la perfección. Había anotaciones escritas a lápiz por todas partes, ocupando enteramente los márgenes de todas las páginas; algunas de aquellas notas habían necesitado incluso más espacio que el de los márgenes; y como solución, Kilian había pegado a las páginas pequeños pedazos de papel que se doblaban y desdoblaban como acordeones para que cupieran. 

En cada una de las páginas había un par de hechizos o encantamientos y una larga explicación de su empleo, efectos, efectos secundarios, riesgos, y otros datos tales como hechizos opuestos, la cantidad de energía que se necesitaba para realizarlos o su nivel de dificultad. La diferencia entre los términos hechizo y encantamiento era sencilla. Los encantamientos eran aquellas acciones mágicas que se aplicaban a objetos o personas y que les proporcionaban una función o una orden, de manera que la persona u objeto sobre la que recaía pasaba a estar encantado; y los hechizos eran todo el resto de fórmulas mágicas, exceptuando los conjuros. Éstos últimos estaban estrictamente prohibidos por la ley, y consistían en la invocación de un espíritu o ser sobrenatural. Dentro de los hechizos, había cinco grados: el primer grado era la telequinesis; el segundo grado, la transfiguración; el tercero, la pirotecnia; el cuarto, la manipulación de la mente; y quinto, el control de la misma. Los dos últimos estaban, al igual que los conjuros, terminantemente prohibidos.

Kilian llevaba tres años con aquel libro y se sabía cada página como la palma de su mano, incluso mejor. Sabía además en qué página se encontraba cada hechizo o encantamiento y antes de marcharse era capaz de ejecutarlos todos con gran precisión. Decidió ponerse a prueba antes de ir a por el pan.

Encima de su cama, entre otras muchas cosas, había varios tarros de cristal, de los que su madrastra desechaba de la tienta de confituras, dos de ellos con conchas en su interior. De nuevo con tu mente, desde el  colocó uno de ellos sobre la mesa. Cerró el libro tras haber comprobado que recordaba a la perfección el hechizo que pretendía usar, lo dejó caer sobre su cama y volvió coger la varita con determinación, como si fuera un arma, sin dejar de mirar su objetivo. Tomó una larga bocanada de aire, hasta que no cupo más en sus pulmones; aguantó todo lo que pudo, y expiró. La varita le pedía ser usada en su mano, así que no le hizo esperar. Dibujó con ella algo parecido a un círculo en el aire mientras pensaba en las palabras del hechizo, para acabar apuntando con ella al tarro con una precisión insólita.

Algo similar a un rayo, una estela de luz, cruzó el cuarto de un lado al otro en un instante, casi imposible de ver. Cuando alcanzó el tarro, las conchas se comenzaron a tornar traslúcidas y, una vez se hubieron tornado totalmente transparentes, de alguna manera estallaron y se fusionaron, convirtiéndose en agua pura y cristalina.

Kilian probó un par de hechizos más, se puso como pudo la ropa de su padre, se colocó la varita a la espalda, bajo el pantalón, y salió de su cuarto.

Las hadas no cuentan cuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora