Prólogo

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Era la madrugada de un sábado a mediados de diciembre. En Valdia no se oía más que las olas romper contra los espigones y acantilados que rodeaban la ciudad y algún que otro borracho cantando por las callejuelas más bajas. La gélida brisa marina de aquel invierno, más frío incluso de lo habitual, serpenteaba por las calles. Como si tuviera vida propia. Sacudía todo lo que se encontraba a su paso, se metía por cualquier recoveco con el que se topaba y calaba en los huesos de todo aquel que se cruzaba en su camino. El robusto faro blanco permanecía encendido, en su propio islote, mar adentro, orientando con su infinita luz rotatoria a los marineros que se habían atrevido a pescar aquella noche de mar inquieto.

Dentro de una humilde casa blanca, ajeno al temporal, un hombre fornido de pelo rojizo y abundante dormía frente a unas brasas ya consumidas, en un sillón de cuero. Cubierto hasta el cuello con una manta áspera y rasgada por todos sus extremos. Sostenía en sus manos un libro que comenzaba a deslizársele y no tardaría en caer al suelo. Tenía la boca abierta, todo lo que la mandíbula le permitía, y no parecía que fuera a despertarse pronto. Sus ronquidos eran intensos y mantenían un ritmo constante. Ni siquiera el impacto del libro contra el suelo, cuando finalmente cayó, fue capaz de despertarlo.

A varias calles de allí, unos zapatos de tacón comenzaron a hacerse eco, aunque el silbido del viento los cubría, haciéndolos pasar totalmente desapercibidos para cualquiera. Eran pisadas decididas, rápidas, impacientes, como si quien las trazara estuviera huyendo de algo, o de alguien. El caminante cubría su cuerpo con una capa grisácea y brillante. Aunque la prenda ocultaba el rostro de su portador tras la sombra de la capucha, el ondear de la tela delataban sus curvas de mujer. A su lado, una candileja de aceite flotaba en el aire y le seguía. Su luz cálida y parpadeante trazaba sombras duras, alargadas y distorsionadas, de todo a su alrededor. Aquella mujer tenía las manos ocupadas sujetando un sospechoso bulto de un volumen considerable y comprimiéndolo contra su pecho tras el manto, que a pesar de ondear con la brisa, no llegaba a destaparle.

La extraña se detuvo en seco en una bifurcación de calles; y, junto a ella, el fiel farolillo, como si de un perro se tratase. La mujer aprovechó para recobrar el aliento, titubeando qué dirección tomar, y cuando finalmente se decantó por una y decidió retomar su carrera, escuchó un gemido procedente de su pecho. Fue sonido agudo y efímero, casi un grito, pero mucho más débil: apenas perceptible. Apartó la tela de su capa, dejando ver por primera vez a la luz del farolillo aquel bulto de piel lisa y acendrada que resultó ser un bebé de pocos días de edad. Estaba profundamente dormido e inmovilizado, casi momificado, con infinidad de retales de telas distintas. Le calmó, meciéndolo intranquila pero con todo el cariño propio de una madre.

Lo volvió a colocar en su pecho. Subió entonces la calle. El llamador de una puerta captó de pronto toda su atención. Había visto aquella pieza antes, un par de pasos más adelante reconoció la fachada de una casa; y en cuestión de segundos reconocía hasta los adoquines del suelo. Recordaba aquel lugar. Sabía dónde estaba, y no era lejos de su destino. Paseó el resto del trayecto, sin prisa, disfrutando en soledad de aquellos segundos con su hijo, los que posiblemente serían los últimos.

Concluyó su camino mucho antes de lo que habría deseado. Frente a ella, se alzaba una puerta de madera no más grande que sus vecinas, aunque con algo distintivo, visible incluso con aquella poca luz. Estaba pintada y barnizada de un inconfundible e intenso color verde esmeralda. También el llamador de aquella entrada era curioso, formado por la trabajada escultura de una sirena de plata con cuya cola se golpeaba la puerta.

Sin dejar de mecer al niño, sacó de su alforja, también hasta entonces oculta bajo la capa, una finísima varita de vidrio. Con ella en la mano, se arrodilló. La hebilla que sujetaba su capa a la altura del cuello se desató de pronto, inexplicablemente; y voló desde su espalda hasta el suelo. Como si gozara de vida y voluntad propia, la capa se colocó en el suelo entre la puerta y la mujer, dejando al descubierto por fin su rostro y su larga y lisa cabellera plateada, que reflejaba incluso la luz de la luna.

Con todo el cuidado con el que fue capaz de hacerlo para evitar que la criatura despertara, dejó al bebé sobre la toga. Acto seguido, se quitó un colgante que llevaba en el cuello, cuya pieza principal era un cristal de un color y forma indescriptible, y lo dejó sobre el niño, que permanecía plácidamente dormido, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. Por último, sacó de la misma alforja un pedazo de papel doblado, y lo colocó sobre el recién nacido.

Se agachó, besó al recién nacido en la frente y se levantó en cuestión de segundos, sin dejar de mirar al bebé ni un solo momento. Tomó el farolillo por primera vez con las manos y lo apagó con un soplido, cerniéndose en la oscuridad de la noche. Y cuando no hubo quedado ni el humo, ni siquiera el olor del aceite de la candileja, agarró la sirena de plata con sus dedos finos y temblorosos y aporreó la puerta con la cola, con tanta fuerza como le fue posible, asegurándose de que quien estuviera en el interior de la casa lo escuchara.

Al otro lado, el gigantesco hombre se despertó, sobresaltado por la violencia e intensidad de aquellos golpes. Fue directo a la puerta, tropezando con el libro que había en el suelo, peinándose con las manos su abundante melena pelirroja y quitándose de las comisuras de su boca la saliva acumulada, algo reseca. Esperaba encontrar a un hombre rudo y musculoso, fuerte como él, como mínimo, que hubiera golpeado con tal brutalidad e impaciencia la entrada de su casa. Pero al abrirla no vio mas que, a sus pies, un niño abrigado. Y, sobre él, un colgante de belleza infinita y un pedazo de papel. En aquel humilde papel, quien le observaba llorando, oculta tras su propio aliento, visible con la humedad del ambiente en cada bocanada, desde la esquina del cruce siguiente, había escrito una solitaria palabra con una caligrafía que él conocía perfectamente. Era un mensaje tan breve como claro: Cuídale.

Las hadas no cuentan cuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora