Capítulo 1

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Llegué a esa gran ciudad seis meses después de la muerte de Felipe. Mi hermano. Es difícil explicar lo que sentimos en momentos como ese... perder a un ser querido es definitivamente lo peor que podía pasarnos. Nuestra muerte no es tan preocupante, porque si se acerca dándote avisos, muy pronto ya no tendrás tiempo de tener miedo pero, ¿ La muerte de un ser querido?, eso no pasa ni con el tiempo, ni aunque pasen miles de recuerdos por encima para intentar borrarlo. Sigue latente con cada aroma, risa de un extraño o hasta el libro que tengo bajo mi almohada. Todo te lo recuerda. Al principio, como todo en la vida, era aún más difícil. Esos mismos seis meses me tardaron poder salir a la calle sin ser perseguida por los dolorosos recuerdos que andaban sueltos por el mundo, acechándome en cuanto me descuidaba. En una ocasión, perseguí a un hombre tan alto como Felipe, corriendo, creo que lo seguí hasta su casa. Fue ahí cuando me di cuenta de que no era él. Aunque no es por justificarme, pero su similitud era inquietante. Hasta el Jeep blanco aparcado afuera era idéntico al que fin de semana tras fin de semana pasaba a recoger a mi hermano cuando aún tenía vida para escaparse de casa.

Recuerdo como si fuera ayer el momento en que me subí al bus con mi madre, con destino a nuestra nueva vivienda, Esa incertidumbre de no saber a dónde me dirigía. Y el nerviosismo de ella. No olvido esa sonrisa que inventó durante las tres horas de viaje para que yo creyera que todo estaba bien, aunque las dos sabíamos que no lo haría. Ese año yo debía entrar a la universidad, y mi madre se aferraba a la vaga promesa realizada años atrás por un conocido, de brindarle apoyo cuando lo necesitara. Me había contado que era una familia adinerada. El padre era un exitoso empresario de vaya a saber qué y había sido amigo de mis padres hasta su divorcio, donde estuvo del lado de mi madre, apoyándonos en todo lo que podía... sobre todo lo económico, claro. Cuando pudimos sustentarnos, le anunció a mi madre que volvería a casarse, pues había enviudado hace tres a los y todos sabíamos que tarde o temprano eso pasaría. Así que vendió su casa, tomó a su único hijo, a su futura hijastra y su futura esposa y se trasladó a la periferia de una ciudad más grande, que al parecer es a donde la gente con dinero pertenece. Felipe jugaba con aquél niño, pero yo no era bienvenida. Aunque ahora veo que tenían razones, eran dos años mayor que yo y me atemorizaban sus juegos "masculinos" que realmente era un sinónimo de "brutos", y su extraño ritual de iniciación a su grupo: comer pan con todo ¿Que qué es? Básicamente comerte un pan con todo lo comestible que encontraban por ahí. Nunca averigüé si era cierto eso de "sólo lo comestible", porque todos los que lo intentaron terminaban vomitando y por lo tanto no entraban al grupo. El cabecilla de todo eso era Chris, así se llamaba el pequeño, que para cuando me mudé tenía 21.

Un poco antes de llegar, mi madre le hizo señas al auxiliar indicándole que nos bajaríamos antes de llegar al terminal de buses, pues el chico nos esperaba a un lado de la carretera. Debo ser sincera, lo recordaba como un chiquillo desaliñado con el cabello corto, muy corto y una sonrisa que me estremecía aún más que sus juegos... eso era lo único que conservaba. Bajé del bus despreocupada, pero eso cambió inmediatamente. Durante las tres horas de viaje, la temperatura no bajó de los treinta y dos grados y el aire acondicionado no funcionaba, así que si eso de "la primera impresión es lo importante" era real, debía estar más que preocupada por el sudor que recorría mi espalda y el que se había alojado bajo mis brazos. Nos saludó con tanta cortesía como se saluda a unas extrañas sudorosas personas que vas a recibir obligado y nos guió hasta su vehículo.

Hace más de dos semanas que los recuerdos no me acechaban, pero aquella vez no pude evitarlo: el Jeep blanco de Chris me produjo un espantoso nudo en la garganta. Abrió la puerta de atrás del vehículo y puso nuestras maletas.

Cuando nos invitó a subir al auto, yo todavía andaba en las nubes. El chico desaliñado de antes había cambiado mucho y odiaba a mi madre por no mencionarme que él iría a buscarnos. Y aún peor, por no decirme a dónde nos dirigíamos.

Nos dirigíamos a la mansión ubicada en la periferia de esa gran ciudad que teníamos como destino- No estoy exagerando, era realmente grande-, donde una mujer nos esperaba de pie junto al umbral de la puerta, sonriendo ampliamente en nuestra dirección. Supuse que sería la madre de Chris. El chico estacionó el vehículo y antes de que siquiera abriera mi puerta, la mujer caminó rápidamente, obligándonos a acelerar nuestra llegada para abrazar a mi madre, casi eufórica. Me di la vuelta y mi mirada se encontró con la del chico.

- Y ella debe ser Elizabeth, ¿no?

Me sobresaltó escuchar mi nombre, como si no lo reconociera y mi cerebro tardara en procesar que debía responder a él.

- Hola -respondí tímidamente, rogando que no se percatara de mi distracción, o mejor dicho, que no se percatara que su hijo era mi distracción.

- ¡ Ay si eras tan pequeña cuando te conocí!

Sonreí incómoda.

- ¿No me recuerdas? Soy Ingrid.

-Hum...no- acompañé el monosílabo con una breve risa que debió sonar amable, pero que no lo hizo. Ahora fue ella quien sonrió incómoda, y yo recibí un pellizco de mi madre como castigo. Aún me trataba como una niña y eso dolía... especialmente en estas ocasiones.

Por el rabillo del ojo creí ver una pequeña sonrisa en los labios de Chris, pero no pude comprobarlo, pues Ingrid ya nos conducía dentro del palacio que tenía por casa.

Dentro, me sorprendí aún más. La casa parecía ampliarse, y no solo en espacio, sino también en lujos y pulcritud.

-¡ Carmen!- Gritó la mujer, rompiendo la paz que irradiaba el lugar.

Caminó por un largo y ancho pasillo, dejándonos en compañía del eco de sus tacones al golpear con el piso y de un chico que no era muy fanático del habla.

Fueron alrededor de quince minutos de incómodo silencio antes de que regresara, acompañada de una menuda mujer de avanzada edad, y aunque podría haber sido la abuela de Chris, llevaba un uniforme que gritaba su función en aquella casa: empleada de labores domésticos. No era nada personal, pero odiaba esos uniformes que las obligaban a ponerse, ¿ Acaso la gente con dinero quería demostrarle al mundo que eran superiores? Si eran de ese tipo de personas, no me daban ganas de conocerlas.

- El almuerzo está listo así que...¿ Pasemos a la mesa?

Chris subió unas anchas escaleras al segundo piso mientras nosotras seguíamos a Ingrid hasta unas puertas francesas que, al parecer, permanecían la mayoría parte del día abiertas. Dentro, se encontraba el comedor, con una mesa incómodamente larga para tan solo cuatro personas -al parecer, todo de esta casa me hacía sentir incómoda.

- Y dime, Elizabeth, ¿ No extrañarás a tus amigos?

Por segunda vez, Ingrid me pilló desprevenida y mi respuesta no fue muy compleja.

- Sí.

Mi madre carraspeó para que me explayara. No tenía sentido, ella no era así, ¿ Por qué intentar encajar en una familia que era tan distinta? Ah, cierto, necesitamos su caridad hasta que podamos sustentarnos... de nuevo.

- No era de muchos amigos...- sentí nuevamente la mirada de mi madre y continué- aún así, creo que el sacrificio será bien recompensado, la educación en esta universidad es mucho más de la que se encontraba en la mía ¿no? y todo gracias a ustedes.- "Bien, Liz, ¿terminaste ya de besar sus pies?" Pensé.

La mujer sonrió con suficiencia y casi pude sentir el alivio de mi madre junto a mí. Ambas mujeres continuaron su conversación como si nada hubiera pasado mientras yo permanecí mirando el diseño de mi plato que ahora podía ver al estar vacío... hasta que mi mirada recibió esa misteriosa orden de voltear a ver con una sensación de estar siendo observada. Era Chris, en la misma posición que antes sobre el auto, pero, esta vez, con su vista fija en mí. Una sonrisa se dibujó en sus labios.

Una Noche de InviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora