Ella

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"Que diga y que diga y que dígame usted cuantas criaturitas se ha chupado ayer"

Son Jarocho

Avanzaban tomados de la mano. El camino era lodoso, las lluvias ese año habían sido fuertes, cosa que favorecía a la cosecha. A ambos lados del camino los surcos de maíz se alzaban, verdes y ominosos, ya que parecían ocultar cosas. Al menos esa era la sensación que él tenía.

Un ligero viento soplaba sobre sus cabezas y mecía a los surcos, que danzaban y susurraban de un lado a otro. El maíz hablaba, pero no lo entendería jamás. No obstante, él sabía que había algo más en medio del maizal que con tanto esfuerzo sembró. Su hijo lo sabía, observaba atentamente a la derecha y ambos escuchaban que paralelo a ellos, alguien caminaba a su mismo paso.

—Es ella. —Repetía el niño mientras meneaba la cabeza como un metrónomo. Eso lo desesperaba, pero no podía reclamar, su hijo no era igual que otros niños. Era diferente, en su mente, especial. No merecía lidiar con lo que hacía semanas batallaban noche tras noche. Algo en lo que antes se negaba a creer, pero que con el correr de las noches, había visto con sus propios ojos.

Una mujer sin piernas, olor a azufre...

Tambores, tambores, tambores.

—Quiero mi dona, papá. ¡Dona, dona, dona! —Vociferaba el pequeño.

—Ya que lleguemos a casa, hijo. —Contestó mientras observaba el horizonte. El camino estaba próximo a acabarse y su cabaña ya estaba a la vista. Contempló el cielo, algunos nubarrones grises avanzaban perezosos, ensuciando el purpureo ocaso que ocasionaba el sol cuando ocultase tras unas montañas, dejaba tras de sí un manto oscuro.

Llegaron al círculo donde estaba edificada la cabaña. Alrededor de este solo había maíz. Nunca imaginó que esa cosecha que los mantenía a ambos por todo un año ahora le diera miedo. Una vez pusieron pie en la grava del patio, los pasos que los seguían se detuvieron. Ella siempre esperaba ahí hasta que el sol terminara por esconderse del todo.

El niño entró corriendo a la casa, llamando a su madre. Eso le rompía el corazón. Ya nada era igual sin ella. Con impotencia se quedó afuera de la cabaña durante un rato, viendo como el día moría y vomitaba a la noche. Observó hacia el maíz. No había duda que algo le regresaba la mirada. Tomó varias piedras y las aventó con coraje.

—¡Déjanos en paz! —Gritaba mientras lo hacía. Pero sabía que eso de nada servía. Esa cosa vendría esa noche, como las noches anteriores. Pero ese día era especial, porque, aunque no tenía idea el cómo, sabía que esa noche sería la última.

Entró a la casa. La cual tenía todas las luces encendidas, aunque sabía que no sería por mucho tiempo. Preparó las velas y el encendedor para tenerlas siempre a la mano. Encendió varias para estar preparado. Cargó el rifle que había comprado semanas antes, cuando pensó que los ruidos de pasos que escuchaba afuera de su casa por las noches eran provocados por algún ratero.

Lo tuvo todo listo, y sintió miedo.

Padre e hijo dormían en la sala, la cual tenía una buena vista de los alrededores ya que había quitado las cortinas con el fin de observar la dirección de donde ella venía. La cabaña solo tenía un piso, así que esa pequeña trinchera había sido exitosa en las ocasiones anteriores. Lo que le preocupaba es que un par de noches atrás, ella por fin había entrado a la casa. La vio, alta y pálida, con una sonrisa torva y dientes amarillentos. Vio en sus ojos el infierno, pues estos refulgían un color rojo, la maldad que escuchó en esa voz rasposa le erizó cada vello de su ser.

—El niño. —Le dijo—. Dame al niño. Por un momento no había podido moverse, pero después, cuando vio que las manos largas y con garras de la bruja se acercaban a su hijo, apuntó y disparó a quemarropa. La cosa chilló y se fue, pero no murió. Examinó a donde había disparado, lo que primero dio la impresión de ser sangre viscosa, ahora era solo polvo.

La Hora Marcada (Ya disponible en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora