El Santuario

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El pueblo de Maziaquiahuatl se encuentra en una ladera aislada de la frontera de Hidalgo y Tlaxcala. El clima seco y caliente era el que dominaba casi la totalidad del año, prolongando el color amarillo sobre el páramo que se extendía por kilómetros y kilómetros. El lugar era habitado por ochocientas personas, casi la mitad de estos eran militares, quienes residían en las afueras del pueblo en una zona militar que otrora, en tiempos revolucionarios, era un importante punto intermedio entre Hidalgo, Tlaxcala y el tren que comunicaba con Puebla y Veracruz. Ahora, en cambio, parecía que la desgracia y la depresión habían caído sobre ellos.

Las calles, nunca pavimentadas y que parecían detenidas en el tiempo, estaban casi desiertas, veredas llenas de rocas y relieve irregular. La gente ya no salía después de las seis de la tarde a menos que fuera absolutamente necesario, esto no era por miedo o superstición a males de antaño, el que la urbanización no llegara a ese lugar no significaba que las personas vivieran en aislamiento social e ignorancia. Cierto era que no usaban celular, debido a que la señal no llegaba a ese lugar tan recóndito. No salían debido al ensimismamiento que sobre el territorio acaecía, un velo que cubría a la gente adulta y se adueñaba de cada uno de ellos. Su rutina rural parecía terminar muy temprano y a nadie parecía molestarle. Al menos a nadie adulto.

Marlon estaba en la esquina de la calle Esperanza, acompañado por sus compinches, se encontraban sentados en una tabla recargada sobre algunos bloques. Compartían un refresco helado, espumoso y con escarcha. El calor parecía ascender los treinta y cinco grados, por lo que no era raro que la gente estuviera refugiada dentro de sus casas, con su ventilador y alguna bebida fría. A media calle, un perro huesudo y albino caminaba hacia ellos, moviendo la cola y sacando la lengua, babeando espuma debido al calor.

Ricardo hizo intento de correrlo, pero Marlon no lo dejó. Vació un vaso y sirvió un poco de refresco para darle de tomar. El canino respondió agradecido, moviendo la cola y acostándose a sus pies.

—Te va a llenar de pulgas, pendejo. —Observó Lucas.

—¡La Comadreja con pulgas! —Se carcajeó Ricardo. Marlon ignoró ese comentario, era algo común que sus dos compañeros hicieran ese tipo de comentarios. Le pusieron ese mote debido a su pelo rojo y su tez apiñonada.

—Entonces, volviendo al tema, mi papá me comentó que nadie quiere entrar a esa capilla desde el incidente del Padre. —Pronunció Lucas.

—¿Y qué incidente fue ese, wey? —Preguntó Ricardo con cierto guiño despectivo—. Yo nunca he escuchado de eso.

—Porque nadie más habló al respecto. Me costó demasiado hacer que mi papá me contará al respecto.

—No lo entiendo, —interrumpió Marlon, que ya sabía más o menos a donde iba esa charla—, allá no pasó nada, solo trasladaron las misas a la nueva iglesia, así la gente no caminaba colina arriba. La tiricia en este pueblo de mierda sí parece maldición.

—Mentiras, allá pasó algo raro. Un Padre se volvió loco y se ahorcó...

—Se emborrachó, como siempre y se largó. Nada fuera de lo común.

—¿Entonces por qué esta maldita? —Inquirió Lucas.

—No lo está. Solo es ignorancia de personas como tú.

—¡Cállense, saben que no me gustan las historias de aparecidos y esas cosas! —Recriminó Ricardo, dejando atrás la seguridad que le caracterizaba. Pero ellos no se detuvieron, la charla siguió tal y como lo hace en los curiosos chicos de doce años. Los dimes y los porqués prosiguieron sin cesar, hasta llegar a un acuerdo tácito:

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