«A los hechiceros no los dejarán con vida» (Éxodo 22:18)
La vida humana. Vida, humana. Dos conceptos que para él eran un misterio, una nimiedad. Palabras intrascendentes que arrastraba la marea del tiempo, conduciéndolas por un cauce de intrínseca fatalidad, condenado a repetirse una y otra vez hasta el final de los tiempos ¿Qué era aquello a lo que llamaban vida? ¿En que aplicaba el verbo "vivir"? Para él no había duda, eso no existía o simplemente no podía ser aplicado. La vida y la muerte eran solo un espejismo. Un único concepto apenas separado por una intangible línea tan delgada como la de la cordura y la locura, y sin embargo, al mismo tiempo estaban unidas en un mutuo abrazo. Sin la vida, no había muerte. Todo no era más que un trato ambiguo. Nuestra existencia solamente era una estrella perdida en el firmamento, destinada a morir en soledad, o quizá, incluso ya extinta en el mar de la nada. Dos conceptos tan juntos como separados, tan importantes como intrascendentes.
Delante de él, había un monstruo. No uno como en las películas, de esos que tienen patas palmeadas, cuerpo viscoso, petulante, con dientes grandes, afilados como cuchillos y un inexplicable e ilógico afán por matar; aunque... siendo francos, los monstruos de las películas no eran distintos a los monstruos de la vida real. En las películas, los antropófagos perseguían a sus gritonas victimas siguiendo un impulso o un instinto primitivo, motivados por una razón u objetivo poco claros.
Sí, delante de él había un monstruo digno de la peor película de terror.
En la vida real, los humanos tomaban el rol de victimario; en el mundo cotidiano, ellos eran los antropófagos, demonios, fantasmas, espectros o cualquier ser que en las películas tomara una vida humana. A esos monstruos se les llamaba violadores, asesinos, pederastas, secuestradores... En el mundo físico más allá de la fantasía del celuloide, ellos eran más temibles que en la pantalla grande. Y lo eran por una razón: La mayoría de ellos lo hacía por gusto. Un fetiche que ignoraba por completo la voz de la razón.
No seguían un instinto regido por miles de años de instinto programado, tal como un calamar que se lanza por una presa siguiendo la iridiscencia de sus campos eléctricos, guiándose en la oscuridad con una vista increíblemente aguda. Los humanos eran más simples y a la vez más complejos; un violador tomaba a sus víctimas por gusto y lujuria, un drogadicto asaltaba y mataba por necesidad a una droga que sintéticamente diseñada, atacaba poco a poco su cuerpo, afectando su sistema nervioso. Todo era un ciclo de perpetuo egoísmo, ya que vivimos en un mundo donde si puedes tomar lo que quieres, hazlo, porque alguien más lo tomará por ti.
Puedo hablar con amplía claridad de esto, recreando como sucedió el hecho con bastante exactitud, pues aunque nadie me creería, recibí la visita de quien me obsesionó durante más de tres décadas. Un fantasma real, una sombra desvanecida entre millones, un monstruo avistado una vez de forma borrosa en una lente para no volver a aparecer jamás. Eso —ya que me niego a llamarle hombre a tal criatura— vino a mí en una noche de octubre, de esas en las que el viento ulula, la noche es un bulbo blanco iridesciendo tras unas motas de nubes y cuando los niños deambulan de aquí para allá, tomando dulces y repartiendo travesuras.
Estaba yo sentado, gozando del gran privilegio que mi jubilación me brindaba: hincharme el trasero por estar sentado e inflándome las pelotas con jugo de cáncer. Habían pasado ya tres años desde que mi mujer, Gloria, había abandonado el campo terrenal, y debido a que ella siempre disponía un tazón lleno de diabetes para los mocosos que se acercaban a la casa, se me dio por bien hacer lo mismo. Siempre creí que estas fechas tenían algo de lo que llamaba "carga fantasma", eso que segregan las almas y que te hielan hasta el tuétano cuando están cerca de ti. Y no es que siempre fuera un creyente del mundo inmaterial de lo sobrenatural, pero hay veces en las que hasta un escéptico policía de sesenta y tres años puede redimir su forma de pensar. La mía cambió en ese caso, uno como no lo habrá de nuevo, al menos no igual, al menos no aquí.
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La Hora Marcada (Ya disponible en Amazon)
HorrorLos cuentos de miedo debieron haber nacido cuando nos pudimos comunicar, en alguna caverna de seres atónitos ante los milagros que la naturaleza ofrecía y a los cuales no se les podía encontrar explicación. Más tarde, las diferentes culturas crearo...