Maternidad (I)

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"La maternidad es la razón de ser de la mujer, su función, su goce, su salvaguardia."

ALPHONSE DAUDET

El pequeño Matías había expirado su último aliento la madrugada veintitrés de ese mes, eso quería decir que su bebé de apenas ocho meses murió en su cuna apenas unas siete noches atrás. Sin embargo, nadie podría creerle, pues Matías ahora berreaba con sonora energía. A lo que era imposible que una sola alma en el complejo departamental en el que vivía desde hacía dos años no escuchara ese sonido tan familiar en los últimos meses.

Los sucesos ocurridos esa madrugada aun rondaban por su cabeza como un taciturno gato que merodea un plato de comida. No obstante, los neblinosos hechos sustraídos de la peor de las pesadillas no dejaban nada en claro y por el contrario, acrecentaban el temor que sus poros parecían excretar con un sudor nervioso que se negaba a dejarla. Debido a esto, su pelo estaba ya grasoso y quebradizo, lleno de basura blanca y cebo. Su piel se había tornado ceniza en varias partes y reseca en otras. ¡Ni siquiera había podido bañarse en días! Debía de vigilarlo con suma atención, como se cuida aquel huevo en la clase de ciencias, que bajo la luz artificial se espera que eclosione para dar paso al ser que crecía adentro.

María lo hacía, aguardando ese tan ansiado momento con un miedo que amenazaba con congelarla. Sintiendo los espasmos provocados por el hambre y el mareo por la falta de sueño. Quien la viera en ese momento pensaría en los espectros japoneses que las películas de esos lares osaban presumir. El pelo largo y enmarañado, como el nido caótico de un ave carroñera. Las uñas sucias y amarillentas, como las de un cadáver. La boca torcida, con los labios resecos pero con el hilillo de saliva escurriendo por su comisura. Con los ojos hundidos en cuencas oscuras y la mirada danzando de un lado a otro pero sin posarse en un lugar en especial.

De forma increíble, nadie en el edificio había ido al departamento a reclamar sobre los llantos de Matías, cada vez más frecuentes, o por el olor de los pañales que seguían en el pequeño patío trasero. Era como si ambos fueran invisibles y ajenos a los ojos del mundo, y por lo tanto, ella era solo de él.

Cuando las sombras se alargaron por las paredes, como una boca que se cierra. María se esforzó por estar más despierta que nunca. Con la mirada puesta ahora en la cuna que se cernía delante de ella meciéndose debido a una mano invisible, y con el cuchillo para cortar filetes en su mano diestra, vigiló y esperó.

2

—El niño está bien, ahora está durmiendo. —Exclamó María pegada al celular mientras pasaba los dedos corazón e índice por la cabecita de su hijo.

—Sabes que debes de cuidar su respiración, contar sus exclamaciones e inhalaciones, tomarle el pulso...

—Adrián, ¡para! El niño estará bien, te preocupas demasiado. —Respondió ella con tono dulce y tranquilizador—. Recuerda que ya pasó la peor parte, es poco probable que sufra un nuevo acceso.

—Cuando estoy lejos siento que nada es suficiente para protegerlos. —El comentario de su esposo no llevaba intención de herirla, es más en él había una patética suplica, sin embargo el dardo dio en el blanco. Sabía que ese "protegerlos" era en realidad una expresión destinada al singular.

—Yo estoy bien, Matías está bien. ¡Deja de preocuparte ya! ¿Vale? —Dijo ahora pero con un evidente enojo.

—Perdona, amor. Sabes que soy algo nervioso.

Y ¿podría culparlo de ello? La respuesta era negativa. Ella fue quien perdió los estribos y con ello casi pierde la cabeza. Esa imagen no podía borrarse de su memoria con la facilidad con la que sus palabras abandonaban su garganta. Podía verse aún, sosteniendo un vaso y aventándolo al rostro de su esposo, para después volver a la carga con otro más mientras que en el otro brazo cargaba a Matías, quien lloraba desconsolado. Adrián la había perdonado, pero desde ese entonces se había puesto más nervioso de lo normal. Ese era un método de control que él había encontrado bastante útil, una parte de ella siempre había estado bajo la sombra de su madre, una mujer que nunca había encontrado la independencia y había vivido siempre en sumisión en un matrimonio cargado de golpes. Adrián había cambiado los golpes por las palabras bonitas, condescendientes. Cuando estas fallaban él, un experimentado agente de marketing, recurría a la autocompasión y la lástima.

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