Capítulo 1: Alejandro Abellán Neira

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Alejandro cumplía hoy dieciocho años. Pero para él, eso era solamente una cifra más. No tenía ningún significado especial. Suponía que, para gente que no fuese como él, sería algo que les provocaría alegría, ilusión, un nuevo mundo, cierta independencia. Pero, por suerte o por desgracia, él ya había obtenido su independencia hacía mucho.

Alejandro, debido a su situación, era un niño bajito, delgado, no muy musculoso ni muy fuerte. De pequeño, su pelo era largo y liso, de un color rojo cobrizo precioso. Pero cuando fue consciente de los cánones femeninos y masculinos, se lo cortó él solito, quedando entonces una melenita muy corta que más tarde se rizó. Le encantaba llevar vaqueros holgados y camisetas anchas, pues eso cubría sus imperfecciones, o él lo veía así. Sufría, o más bien, fue bendecido, con heterocromía. Depende de cómo la luz le reflejase, sus ojos podían ser azules, verdes e incluso marrones. También, como rasgo importante, tenía muchas pecas.

A sus dos años, fue abandonado en la puerta de un orfanato. Él no era como el resto de niños, pero eso no le había parado jamás de ser como él quería ser. Sus padres no quisieron aceptarlo, así que le abandonaron, pero eso no le impidió seguir adelante. En dicho orfanato, simplemente le dejaron a su aire, porque no podían pasarlo a otro orfanato, o dejarlo abandonado en la calle. Y a la edad de cinco años, es cuando empezó a ser independiente.

Por suerte, en el orfanato le ofrecían unos mínimos. Algo de ropa, enseñanza, comida y aseo. Aunque bueno, la ropa nunca fue de su gusto, por diversas razones. Pues, aunque todo el mundo al mirarle veía a una mujer, sólo porque tuviese esos estúpidos pechos, Alejandro veía un hombre. Él no era Cintia Abellán Neira. Él era Alejandro Abellán Neira, le pesase a quien le pesase. Y si esos imbéciles del orfanato solo le ofrecían vestidos y cosas de mujer, él se iba a ocupar de rajarlos y coserlos a su manera. Así es como aprendió a coser.

Con la tela que le sobraba, Alejandro intentaba disimular sus pechos. No había cosa que odiase más que esos dos trozos de carne colgando de su pecho. Porque por culpa de eso, la gente le miraba de otra manera, le trataba de otra manera, y no como él quería que le tratasen. Porque la gente era mala, intolerante. Sobre todo con un niño como él. Ser pequeño no significaba ser tonto, pues había adultos más tontos que él, de eso estaba seguro. Los adultos creían poder corregir sus paranoias, pero la verdad era, que ni había paranoias, ni nada que corregir.

Gracias al orfanato aprendió a leer y escribir, además de a cocinar, porque se supone que eso hacían las "mujeres" en el orfanato. No se quejó de esta parte, pues pensó que le podría resultar útil en un futuro. Y ahora que estaba solo, sin duda le había resultado útil.

A los dieciséis años fue echado del orfanato. Nadie nunca le había adoptado, por lo que no sabía cómo era tener una familia de verdad. Pero eso no le importaba en lo absoluto. Era una persona muy alegre, al fin y al cabo. No había dejado ninguna amistad importante dentro del orfanato, ni siquiera algún conocido. Fue dejado solo en la calle con una maleta con su ropa y algo de dinero.

Con solo dieciséis años, fue capaz de meterse de alquiler en una casa, la cual empezó pagando con sus ahorros y el dinero con el que le habían dejado tirado. Poco después, y aquí viene su primer golpe de suerte en dieciséis años, fue contratado en una zapatería del centro comercial de su ciudad. Su jefe era una persona muy amable, y le había ofrecido ayuda nada más conocer su historia, y él se lo agradecía día tras día haciendo que su negocio fuese viento en popa.

Volviendo al presente, hoy cumplía dieciocho años. Nadie sabía que era su cumpleaños, porque, aunque hubiese pasado dos años ya a su bola, aún no tenía amigos lo bastante cercanos como para celebrar un cumpleaños en condiciones con ellos. Su jefe, sin embargo, sí lo sabía, y le había concedido el día libre. Pero él no perdía el tiempo. Hace un par de días había visto en la agenda escolar, que los niños de bachillerato tendrían una revisión médica totalmente gratuita hoy en el centro. Hacía mucho que nadie revisaba su salud y, ciertamente preocupado por ésta, decidió ir al instituto y aprovechar la ocasión.

Se había colado con un carnet falso que él mismo había fabricado. Ya lo había hecho varias veces, por lo que tenía práctica. Se puso a la cola más o menos por la mitad para pasar más desapercibido, y llegó el momento en que le tocaba a él. Entró a la sala y, frente a él, un hombre bastante alto, robusto, pelo castaño, gafas finas y pequeñas, vestido de médico, estaba sentado en una silla. Pero algo mucho más vistoso que su pelo o sus gafas llamó la atención del chico, y era que esa persona tenía un brazo de metal. Uno de esos que solo ves en la tele o en las películas.

Por suerte para el médico, Alejandro no era una persona que juzgase al resto, porque sabía de sobra lo mal que podría sentarle a alguien ser juzgado sin más. Se sentó en la silla frente a él, y entonces pudo escuchar su voz. Se estaba presentando.

- Buenos días, soy Enzo, tengo veinticinco años, ¿a qué clase vas y cómo te llamas?

Ahí venía la parte difícil. Tenía que ser un buen actor si quería que esto funcionase. Si le pillaban, a saber qué le podría ocurrir. No estaba como para jugar con su situación.

- Soy Alejandro, hoy he cumplido dieciocho años, y voy a segundo de bachillerato, al de ciencias.

Pareció colar, porque Enzo solo asintió, le felicitó el cumpleaños y le pidió que se quitase la camiseta, para llevarse la mayor sorpresa del día.

Red Thread (FINALIZADO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora