Capítulo 23

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—Todo él brilla con el poder de la Diosa —dijo el barbudo, al señalar al monumental cadáver—. No puedo decirte si ha fenecido o no, porque el brillo divino no deja ver otra cosa. —Cada día él y la novicia usaban una lógica más parecida.

—Cuatro humanos has dicho, ¿no? —cambió de tema la siempre práctica paladina—. No creo que nos den mucho problema. Avanzamos y cuando estemos a distancia de proyectil, cargo yo para atraer el fuego. Y vosotros los derribáis con hechizos de aniquilación. Las tácticas sencillas y probadas son lo mejor en estos casos. Pirica, quédate quietecica aquí pues, que volvemos ahora pues.

El plan salió a la perfección, más cuando uno de los enemigos ni se levantó. Se quedó sentado en el suelo, con las manos agarrándose las piernas y la cabeza gacha. Los tres restantes estaban intentando arrancar un colmillo al dragón, y no se dieron cuenta de que su muerte se aproximaba hasta que fue demasiado tarde. Cuando intentaron ponerse en una posición defensiva, recibieron las descargas de los sacerdotes y Tria los remató sin miramientos. El otro ni levantó la cabeza, la pelirroja se dio cuenta de que estaba llorando al acercarse. El individuo se dejó desarmar sin resistencia y ella esperó a que los demás llegaran hasta allí sin dejar de apuntar con la espada a su cuello.

—¿Qué habéis hecho? —comenzó Garrote el interrogatorio, acostumbrado a ello por su entrenamiento como esbirro de La Cofradía—. ¿Qué habéis hecho? —repitió en voz más alta, al no recibir respuesta.

El tipo alzó la mirada hacia el sacerdote. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no hizo ningún ademán de limpiárselas. El clérigo volvió a formular la pregunta y entonces contesto:

—Venganza, eso es lo que hemos hecho. —Y retornó a su anterior postura.

La guerrera enfundó su espada y se dispuso a cogerlo del gaznate, hastiada ya con la situación. El barbudo la paró con un gesto con la mano, poniéndose en cuclillas junto a él.

—Venganza —le dijo casi susurrando—, ¿por qué?

—Por mi familia, él los mató.

—¿Él? No mataba humanos, o no solía hacerlo. Se contentaba con parte del rebaño y con el oro.

—Él mató a mi familia porque no quisieron darle los collares. Era de lo poco que nos quedaba.

—¿Collares?

—Sí, los collares de nuestra Casa. Los que indicaban nuestra posición.

—Ah, ¿sois de Mercia?

—Sí, mi Casa es la de las Margaritas, una de las vasallas de la Casa de las Rosas. Yo no estaba con ellos cuando pasó —al hombre se le soltó la lengua para contar sus pesares—. Había viajado a la costa oriental del Mar de las Lunas acompañado de mi familia, siguiendo las órdenes del jefe de la casa. Teníamos que abrir una embajada para los viajeros de Mercia... un gran honor para nuestra casa y para mí. Sobre todo después de que la peste y las malas cosechas arruinaran nuestra hacienda. Teníamos el permiso y las órdenes reales. En esos lugares no había ninguna embajada, y últimamente nuestros comerciantes hacían muchos negocios por la zona, así que la Reina dispuso que abrieran tres o cuatro para dispensarles ayuda si fuera necesario y controlar sus movimientos por cuestiones de impuestos. Al ser yo de una casa menor y sin poder económico...

—Continúa, por favor —le apremió al ver que perdía el hilo.

—Yo solo tenía que buscar un buen lugar, hacer las primeras disposiciones y luego ya vendría el cónsul. Entonces yo trabajaría como su secretario. Aunque me dejaron poca renta para la misión, me llevé a mi familia por no dejarla en la hacienda, pues se hallaba en un estado ruinoso. Pensé que el viaje les alegraría un poco el ánimo. —Hizo otro largo silencio, mas siguió hablando antes de que Garrote le instara de nuevo a ello—. Pero esa maldita bestia llegó un día que no estaba con ellos, mientras me esperaban en un pequeño puerto. El dragón obligó al pueblo a que le diera todo el oro que poseían. Les hizo desfilar por la plaza uno a uno, para que lo fueran poniendo en un montón. Tiene un olfato extremadamente desarrollado para el preciado metal y señalaba a quien sabía que ocultaba algo. Cuando la monstruosa voz retumbaba en su cabeza, todos cambiaban de opinión. Mi esposa arrojó todas sus joyas, incluida la alianza, pero se negó a echar las cadenas de oro con el sello de La Casa, tanto la suya como la de los niños... Es un gran deshonor perderlas. Le dijo que no podría renunciar a ellas... y... y... —Aquí la emoción se le apoderó de nuevo, haciéndole tartamudear un poco—. Y el dragón simplemente los incineró... a ella y a los niños. Para dar ejemplo, dijo. Ni siquiera se dignó a rebuscar entre las cenizas las medio fundidas cadenas, obligó a uno del pueblo a hacerlo.

Los servidores de la Muerte #WritingAwards2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora