11 de septiembre de 1915

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Hemos llegado a Dunquerque, una ciudad en la costa francesa, cerca de la frontera con el Imperio Alemán. Tanto a Adam como a mí nos destinaron a la segunda línea de trincheras. Había tres líneas: la primera atacaba y recibía los ataques de bandos contrarios; la segunda era la línea de refuerzo, que en cualquier momento podrían pasar a la primera para relevar a los soldados; y por último estaba la tercera línea, que era la de reserva, donde se trasladaban a los heridos.

Llegamos a las trincheras. Había soldados sacando brillo a los rifles, otros comían, otros se entretenían como podían y otros tantos comprobaban los inmensos cañones de artillería, asegurándose de que no estuviesen cargados para evitar desgracias entre nosotros.

-Saludos, jóvenes soldados. Están aquí para defender a nuestra patria, como obviamente sabrán. No queremos niñitas, así que alguno de ustedes no tiene lo que hay que tener para hacerle frente al enemigo, puede irse por donde a venido, ¿entendido?-gritó un hombre, que tenía pinta de ser el que mandaba-por cierto, deben dirigirse hacia mí como comandante Bullock, ¿está claro?-

-Sí, comandante Bullock, señor-contestamos todos a la vez, poniéndonos firmes y haciendo el saludo militar.

-Descansen y rompan filas, soldados-dijo él, marchándose.

Mientras veníamos, me imaginaba las trincheras de una manera diferente. La realidad era otra: olor horrible, falta de higiene y ratas. Me giré para que no me viesen intentando contener el vómito que luchaba por salir.


Diario de un SoldadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora