Ficciones domésticas

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El ilusionista se encontraba a solas, sentado en su escritorio. En la palma de su mano, realidades cuya existencia no era comprobable asomaban. Imágenes diminutas de un hombre y una mujer discutían. Auro gustaba de recrear historias con su magia, darle vida a personajes, ensayar para otorgarle algo más realista a sus clientes.

—¡Tengo derecho a hacer lo que quiero, no le debo nada a alguien de tu calaña, ya que hombre soy y libre nuestro dios me ha creado! —protestaba el joven ilusorio., cuyo cabello castaño recordaba al de Auro.

—Traidor, la libertad no existe sin pesadas cadenas. Eres libre de hacer , y las consecuencias de tus actos responsables de apresarte. Puede que los eslabones de las promesas sean fáciles de quebrar para ti, pero un día se reagruparán, y cual fieras serpientes el culo te morderán.

—Mala esposa, ¿traidor me llamas?. Cenas frías, noches quietas, niños feos. Esas son las tres cosas que me ofreciste en nuestro matrimonio. No puede alguien que vendía belleza, talento y pasión quejarse de promesas rotas cuando entrega un cuerpo modificado, vagancia y frigidez.

El sonido de la puerta abriéndose capó la atención de Auro, que desvaneció su pequeño gran drama.

Silente como un fantasma malo en su trabajo, su novia atravesó la habitación. Auro , a pesar de no demostrarlo, admiraba la discreción de esta, el sigilo del que hacía gala.

—¿Cómo está mi hombre?

—No sé, no me encargaste que cuidara a ningún esclavo.

La broma de Auro no afectó a la mujer, que ya ignoraba con naturalidad las de ese calibre, aunque no le fuera fácil. No por nada se rumoraba entre reyes que las guillotinas se habían inventado para callar a los malos bufones.

—Reformulo la pregunta ¿Cómo estás?— soltó con dulzura. Era un amor de mujer, de esas que se le mueren a uno en la luna de miel.

—Preocupado como siempre, querida. Camino la delgada línea entre lo real y lo que creo. El más ligero sacudón en la dirección equivocada y caeré en los abismos de mi mente—respondió, sin energías, Auro.

El hombre estaba cansado de llevar su carga, pero no podía dejarla atrás. Su disciplina le daba de comer, le proveía de un techo. Sí, cobraba menos que un alegre nigromante o un intolerante mago de luz, mas era libre de los horarios ajustados y los jefes explotadores. Y todo eso tenía su precio. Auro vivía cansado. De correr, de evitar las mentiras, de tener que dudar de sus sentidos más que nadie. No era una existencia fácil la que había elegido.

Auro vivía cansado, y ella estaba feliz de ser su lugar de descanso.

Lo abrazó y él sintió la presión de los brazos y el calor de su amada. Mientras tuviera aquello para anclarlo a la realidad, confiaba, sería difícil que volviera a engañarse a sí mismo.

Al separarse sus cuerpos, él la miró a los ojos. En escasas ocasiones históricas el hombre había contemplado deposiciones nacaradas de moluscos que demostraran semejante hermosura.

—Si fuera un pirata, te robaría de las manos de cualquier corona —la cumplimentó él, acariciándole un mechón de cabello.

—¿Antes o después de incrementar el PH del mar a base de vómito?

Auro apartó la mano.

—¿Cuándo te conté eso?

—Nos conocimos en un crucero, tarado.

—Creí que lo había disimulado bien...

—¡Pero si eres solo medio hombre! —le recordó, refiriéndose a la famosa frase de un filosofo... Cuyo nombre puede dejarse para más tarde: La mitad de un hombre son las mentiras que le cuenta al mundo.

—No tengo permitido mentir, pero puedo ocultar verdades de modos creativos.

—Sabes menos de ti que yo, amor. Y no estoy mintiendo. No puedo mentirte, Auro.

—El amor es una ilusión tan frágil... —aportó él.

Perdidos en los ojos del otro pasaron minutos, aislados del mundo. Nada les importaba en esos instantes, nada más que su burbuja de espacio personal, donde lo inusual no sucedía.

—Vamos ya a dormir, querida, un par de horas más despierto y al llegar la hora de levantarse podrías ubicarme en la escala de Glasgow. 

Las honestas ficciones del proxenetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora