Un hombre sabio y bien intencionado dijo que cualquier ventaja que la humanidad obtuviera a través del conocimiento sería, eventualmente, usada para mejorar los servicios de prostitución.
Una mujer sabia lo mandó a matar. Pero las palabras ya estaban libres, la idea ya se esparcía entre la población.
La ciencia siempre mejorará la prostitución. Y la magia nunca se quedará atrás.
Necar se veía rodeado de amorosas hembras. Humanas, hembras humanas. Le acariciaban, le hablaban de amor y le aumentaban el ego. Y la presión sanguínea.
¿Cuánto tiempo había estado en el paraíso? Ya no lo recordaba. Podía solo encontrar vestigios de memorias una vida antes de todo eso, pero entre el olor a sudor femenino, las imágenes de cuerpos perfectos y la tenue brisa que le revolvía el cabello no ayudaban a evocarlos.
Y parpadeó. Y no vio sus párpados. El mundo seguía allí todo el rato.
Y eso le hubiera preocupado, de no ser porque una pelirroja despampanante lo interrumpió con un beso. Sintió sus labios, su calor corporal, y cerró los ojos.
Y por un segundo, el mundo siguió ahí.
Pero solo por un segundo, porque cuando los volvió a abrir, estaba en la desconocida habitación de lo que parecía hotel, desnudo, atado de pies y manos a una cama. Se sentía agradecido, ya que, a lo que recordaba, había despertado en situaciones peores.
Un hombre alto y esbelto aguardaba a unos metros de la cama, expectante.
—¿Qué pasó? —preguntó Necar, invadido por una extraña tranquilidad.
Recorrió el lugar con la mirada. Qué cortinas horribles, qué techo de mal gusto y... ¿por qué estaba él tan mojado con sus propios fluidos?
Ah, claro, las damiselas del paraíso.
—Me pagaste para tener dos horas de placer en una fantasía. Se acabó el tiempo, y creo que lo disfrutaste. Recordarás tu vida en breve, cuando el cerebro vuelva a este mundo. Si es el real o no, no tengo autoridad para decirlo. Solo sé que duele. De verdad —respondió el hombre misterioso, levantándose de su silla.
—¿Me dejarás atado?
—¿Con cuáles cuerdas?
Necar movió una de sus manos y notó que ya no existía nada restringiéndola.
Entre tanto su último cliente se recuperaba del servicio, el ilusionista escapaba por los pasillos del hotel. Casi siempre cobraba con anticipación, ya que había aprendido a no ser una presa. Su trabajo era peligroso, siempre existía quien se ofendiera con lo que él hacía. Algunos por catalogarlo de inmoral, otras porque les quitaba el trabajo. El motivo era lo de menos, lo esencial era estar en movimiento. Evadir a las prostitutas reales, a las cuales desplazaba lentamente de su nicho económico.
Se metió al baño de hombres y se miró de forma fugaz en el espejo ¿Por qué continuaba con esto?
Hizo sus necesidades, se lavó las manos con abundante jabón y continuó alejándose del... lugar de trabajo.
Una vez llegó a la puerta del hotel, con cautela se aseguró de que nadie estuviera siguiéndolo o esperándolo.
—Por hoy, la verdad no es hostil conmigo —se dijo a sí mismo al subir a su auto de gama media.
Pensaba en sus decisiones de vida. El ser ilusionista había sido un acierto, ya que mentir no era lo suyo, y solo se pueden crear buenas ficciones si se venera a la verdad. Lo que se preguntaba era si ofrecerle a la gente vivir sus fantasías a cambio de dinero era lo correcto. Él no tocaba nunca a los clientes o clientas, todo lo que hacía era usar la magia para jugar con sus mentes. Y aún así era una vida intranquila. Nunca se había detenido a imaginar, antes de meterse en aquél sucio mundo, que lo considerarían competencia desleal. Una amenaza. Y él solo quería sacarle provecho a su estudio de un modo inexplorado por otros.
El trafico estaba más denso de lo normal. El ilusionista se distraía mientras este no avanzaba, observando las bochas de luz que daban brillo a la noche. Aquel hermoso y necesario resplandor nacía del odio depositado en los corazones de hombres y mujeres que no eran precisamente el alma de la fiesta.
Cuando el embotellamiento quedara atrás, el resto del tramo hacia su hogar se haría rápido. Al llegar guardaría el automóvil, activaría los sistemas de alarmas y saludaría a su prometida con un apasionado beso, de esos que se dan los amantes sinceros. O los que te da el perro cuando lo dejaste solo por un lapso mayor a quince minutos.
Abrió la puerta y el silencio absoluto le sorprendió. Por lo general, su mujer estaba causando alguna clase de barullo. No fuera a ser que él pensara que estaba muerta... de nuevo. Porque él con su prometida tenía una historia casi tragicómica, de esas que solo le ocurren a quienes son capaces de engañarse a sí mismos. O sea, al noventa y nueve por ciento de la población... aproximando.
Caminó nervioso por el hall y atravesó el comedor sin reparar en ningún detalle. Era un ilusionista, la paranoia le calzaba como mazorca al detractor de cierta planta espinosa. Tenía que ver a su amada. Debía tocarla, olerla. Recordar que aquella tumba con el nombre de la joven había sido solo una pesadilla lúcida que le duró una semana, casi lo lleva al suicidio y le enseñó que la magia era... caprichosa. El ilusionismo se nutría de la honestidad, y esta, a su vez, está condicionada por la verdad subjetiva de cada practicante. La verdad objetiva, la realidad, no importaba para conjurar imágenes, olores y otras sensaciones. Por eso el ilusionista debía tener cuidado, porque si por solo un segundo se creía una de sus propias mentiras, podía terminar atrapado en ella. Muchos enloquecían, mostrando el mundo que ellos percibían. Auro aún estaba lo que, en términos generales, uno puede considerar sano. Pero no por mucho, si no encontraba a su mujer.
Y, cuando abrió la puerta de la habitación, la vio acomodando un nuevo reloj de pared. De marca emperador y con ornamentaciones iridiscentes, debía haberle costado una fortuna. De seguro era un regalo de su familia, de clase alta y gustos extravagantes.
—Querida ¿llegué a tiempo? —llamó su atención con dulzura.
—No, llegaste tarde, como siempre —respondió ella sin voltear, en un tono coqueto.
—Y, como siempre, me esperaste.
Ella se acercó para abrazarlo. Él amaba sentir el calor de su cuerpo. Tan complaciente, tan... terrenal. Se la pasaba toda su jornada de trabajo jugando con mentes, y las sensaciones reales le confortaban.
—¿Qué haría sin ti?
Ella se llevó un dedo a los labios, intentando disimular su risita tan angelical.
El ilusionista sabía lo que haría sin su mujer. Al menos durante la primera semana. Había sido horrible, mas ella se lo recordaba como un chiste, algo de lo que burlarse.
—Mejor vamos a dormir, querida. Mañana será otro día— dijo, declarando no solo lo obvio, sino también lo innecesario.
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Las honestas ficciones del proxeneta
FantasiToda ilusión no es más que una refracción de alguna verdad. Por eso la mayoría de quienes las conjuran se vuelven locos. Auro no estaba entre la mayoría. Habiendo adoptado un sistema de creencias que le permite reconciliar la propia verdad con...