Si uno deja a un grupo de putas sobre una placa de Petri gigante, eventualmente se dará cuenta de que no tiene sentido poner unos pocos animales de reproducción sexual en tal lugar.
Si, en cambio, uno deja a las prostitutas libres en una ciudad con la densidad adecuada de clientes, una atmósfera rica en oxigeno y pobre en regulaciones, uno observa que comienzan a agremiarse. Y, antes de alcanzar la masa crítica de mujeres necesaria para colapsar, un par de gigolós estabilizan la asociación.
Eso último había ocurrido en la ciudad de Magnario, capital de Blanquistán, el país más poderoso de aquél continente que divide al Océano Pacífico del Americano... cuyo nombre puede dejarse para más tarde.
En la sala principal del edificio más fálico del centro, zorras y gigolós estaban reunidos, discutiendo sobre las amenazas que el advenir de la tecnología representaba para su trabajo.
—Ninfómanas y caballeros, guarden calma, dejen de cotillear y de apuñalarse con agujas llenas de SIDA por favor... daremos inicio a esta sesión —comunicó desde el escenario el líder del gremio, un travesti de muy buen gusto textil.
—¡Maten al trava! —gritó un intolerante
—¡Maten a los hetero! —respondió una intolerante de otro partido político
—¡Maten a los burgueses! —exclamó otra...
—¡Muchos somos burgueses, hetero o travestis, tarados! —puso fin al conflicto el líder de gremio, cuidando de no romperse las uñas. Controlar a esa panda de animales salvajes era un dolor en el culo, y no de los placenteros.
Ojeó los papeles que tenía sobre el podio de conferencia.
—Me complace anunciarles que, gracias a la cooperación de partidos políticos variados, una organización terrorista, dos ambientalistas, varias subdivisiones del movimiento feminista y un japonés fuera de serie... ¡logramos que se prohibiera a la gente comprar robots sexuales!
El gigoló más novato del lugar levantó la mano.
—¿ Por qué es esto una victoria? Estamos restringiendo las libertades del mercado y nosotros nos acostamos con cosas peores que un robot.
El travesti se llevó dos dedos al entrecejo. Inhaló, exhaló, y , con una falsa sonrisa, se dispuso a explicarle al joven.
—Porque si compran robots sexuales perdemos clientes, si perdemos clientes perdemos trabajo, y si no podemos alquilar nuestros cuerpos no hay dinero.
—Eso no me importa, estoy haciendo esto para pagarme la carrera. Deberíamos utilizar esto como una etapa transitoria, no un estilo de vida —se atrevió a decir el tipo nuevo.
Ese día se rompieron records en velocidad de lanzamiento humano desde edificios de altura media.
—Y yo que esperaba una reunión sin asesinatos, mis chiquis. En la vida no se puede tener todo.
Una mujer con una mano llena de verrugas, dedos extra y otras deformidades inenarrables, la levantó.
—Sí.. se... puede...
Un circulo de ausencia se formó alrededor de ella. No la querían cerca. Era una ciudadela de retrovirus hecha mujer. Sus genes estaban más manipulados que sus mamas, y eso no era poca cosa.
—¿Por qué no entregas tu cuerpo a la ciencia y vives de eso, Clotidia? —preguntó el líder, rascándose la barba.
—No... curarán... a ... mis... lindos... bebés...
Piromantes presentes en el lugar la acorralaron contra una ventana a punta de quemarle las costras de su piel. Estas no tardaban en regenerarse.
Clotidia se lanzó por la ventana, desplegando membranas de piel que le permitían planear hasta un lugar seguro. Los presentes pospusieron la expansión del SIDA.
—Bueno mis chiquis, vamos al otro tema... muchas de ustedes quisieron matar a un ilusionista.
La prostituta al mando de la subdivisión de piromantes se tragó su cobardía por unos momentos, volviéndose inofensiva, y decidió enfrentar al líder.
—Tememos que El Crea Paraísos, como se hace llamar, pueda ser una amenaza para nuestro trabajo, una mayor que los robots sexuales. Por eso algunas de mis chicas más paranoicas intentaron matarle.
—Comprendo quienes practican la piromancia deban vivir en un estado de constante paranoia, temiéndole al mundo. Votemos, entonces, a ver a quién más le preocupa ese chanta. —Terminó la oración con desprecio. Como si meros truquitos de la mente pudieran reemplazar a la carne.
Más de la mitad de los presentes levantaron la mano. El travesti se vio impresionado. Un solo hombre no podía representar una amenaza para el gremio, y los demás ilusionistas solían estar demasiado locos como para unirse a la práctica.
—Está bien, pero no le mataremos.
Un murmullo ubicuo colmó la sala.
—Le ofreceremos unirse al gremio, y le haremos pagarnos un largo, jugoso y satisfactorio... tributo. ¡Larga vida al trabajo sexual!
—¡Larga vida! —gritaron todos, levantando el dedo anular lo más alto que podían, de modo que el mundo apreciara que no había un solo anillo oprimiéndoles.
El travesti bajó de la tarima, cuidando de no pisar su escotado vestido rojo, que resaltaba los pelos de su pecho. Los de menor jerarquía se apartaban a su paso, conociendo la crueldad de la que él era capaz. Se decía que en sus mejores momentos había, incluso, enfrentado a la cabeza del gremio de manipuladores de sombras. Y como si eso solo no fuera digno de mención, le había derrotado en una discusión.
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Las honestas ficciones del proxeneta
FantasiToda ilusión no es más que una refracción de alguna verdad. Por eso la mayoría de quienes las conjuran se vuelven locos. Auro no estaba entre la mayoría. Habiendo adoptado un sistema de creencias que le permite reconciliar la propia verdad con...