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El lúgubre sonido del tic tac del reloj retumbaba en los tímpanos del oficial Daniel Schendler. La estación de policía se encontraba casi desierta; salvo Daniel y otros cuatro compañeros más, todos los policías habían salido a tomar su bocadillo de la tarde. El aire de la festividad comenzaba a sentirse mientras la luz de día se apagaba lentamente: el olor a dulces impregnaba las calles, las personas circulaban mostrando sus peculiares maquillajes y el griterío de los niños se escuchaba tan tenue como una ola. Daniel esperaba que el caso se resolviera rápido, pues muchos sabían cómo culpar fácilmente a los policías por los crímenes no resueltos, pero pocos comprendían lo que era tratar de encontrar la respuesta a un enigma que no tenía ni pies ni cabeza.

"Trabajar con la muerte respirándote en la nuca no es una tarea fácil", pensó.

Decidió salir por un momento hacia el callejón que quedaba detrás de la estación para fumar un cigarro. Todos creían que ya había dejado su vicio hace años, pero el sabor de la nicotina seguía recorriendo su garganta casi a diario. La belleza de lo nocivo era algo completamente indiscutible.

Estaba pensando con la cabeza apuntando hacia arriba y los ojos cerrados, cuando escuchó un pequeño ruido al otro lado del callejón. La noche estaba cerniéndose sobre el truculento territorio americano, por lo que era difícil vislumbrar algo en aquel oscuro callejón. Daniel se acercó lentamente y, mientras lo hacía, pudo sentir la presencia de alguien más junto a él. Al momento en que llegó hasta el fondo, las sombras se disiparon como si hubiesen salido corriendo. Ahora podía ver claramente lo que aguardaba: en el fondo del pasadizo estaba tirado un saco de dulces.

Daniel frunció el ceño y se agachó a recoger la pequeña bolsa, la cual estaba mucho más pesada de lo que hubiese imaginado, pues parecía que alguien había puesto una tonelada de caramelos en ella. Ante la extrañeza de la situación, Daniel decidió echarle un ojo al interior del saco decorado con estampados de calabazas. Cuando lo hizo, fue tal su sorpresa que casi se le cae el cigarro de la mano: en el interior del saco reposaban cientos de joyas, esmeraldas, diamantes, barras de oro y, extrañamente, una gruesa soga.

Daniel no podía creer lo que veía, se frotó los ojos con las manos varias veces, pero ahí seguía el tesoro oculto. Sacó su celular y le tomó una foto, pero el resultado en ella era mismo: tenía en frente de él más de 500 millones de dólares. Alzó la bolsa y pudo notar que en ella estaban grabadas un nombre y una dirección. Lo meditó por varios segundos pero al final optó por quedarse con la fortuna. La alegría no cabía en él. Se fue corriendo a una casa de empeños donde cambió el oro por billetes. Luego, allanó con prisa la tienda más cercana y compró todas las cajetillas de cigarro que pudo permitirse. Mientras andaba pudo ver a una pequeña niña montando bicicleta a su lado, incluso una mujer que bailaba en mitad de la calle con lágrimas en sus ojos, pero no les prestó demasiada atención.

Se dirigía de vuelta a la estación con una bolsa llena de joyas y cajas de cigarrillo a la espalda, cuando empezó a sentirse mareado. El aire le hacía falta y el mundo se desvanecía como una cortina de humo. Pudo ver a la pequeña y a la mujer junto a otras 50 personas que lo miraban fijamente. De un momento a otro, sus manos se empezaron a mover, aunque él no las hubiera impulsado a hacerlo; sus pies empezaron a andar, aunque ya no sintiera sus extremidades; finalmente, empezó a gritar, aunque aseguraba que tenía sus labios sellados.

Entonces, de su boca surgieron tres palabras, tres fuertes y claros fonemas que le hicieron acrecentar su miedo antes de que el cielo se tornase morado y el mundo se desvaneciera bajo sus pies.

—¡Déjame en paz!

Noche de HalloweenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora