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—¡Déjame en paz! —le gritó a los fantasmas que podían estar, o no, escondidos en medio de la niebla.

Nathalie Maddox había estado viviendo en las calles de San Diego desde los 7 años, soñando con ser una gran bailarina cuando fuese mayor. Ahora, ya que contaba con la edad suficiente para cumplir sus metas, se había propuesto a buscar los recursos para entrar a una prestigiosa escuela de danza, pasando entonces por miles de trabajos forzosos. Sin embargo, esa mañana varios vecinos habían visto a Nathalie salir de los escaparates de las tiendas con grandes cargas de ropa de marca mientras reía como una maniática: llevaba blusas, vestidos, aretes, zapatos, chaquetas, brassieres, batas de baño con aromas, collares, pulseras y cosas que ni siquiera sabía que eran.

Luego, al medio día, Nathalie se había parado en la terraza de su edificio y había dejado el montón de prendas finas a un costado de la grabadora, artefacto que también había acabado de comprar. Junto a ella reposaban un iPod, una tablet, dos celulares y una colección completa de CD's sin destapar. El cielo estaba lluvioso y todas las nuevas adquisiciones se estaban mojando, pero Nathalie permanecía de pie, justo en el borde del edificio. Sin notarlo, un par lágrimas empezaron a correr sobre su rostro, cayeron al vacío y se fundieron con la lluvia antes de impactar contra la acera. Por un momento se imaginó así, cayendo por los 21 pisos hacia abajo mientras la lluvia la recibía y la hacía flotar, como si estuviese en una burbuja. Luego, imaginó que empezaba a dar vueltas y abría sus ojos para encontrarse frente a ella a cientos de espectadores que se ponían de pie para aplaudirle: estaba soñando despierta. Pero, por las facciones de su rostro junto a su ajetreada respiración, parecía que estuviese vislumbrando una pesadilla.

Fue entonces cuando estiró uno de sus brazos con la gracia de un cisne, acomodó la postura y se colocó en puntas de pies. Dio un paso hacia la izquierda, luego otro a la derecha, después le acompañó un pequeño giro y un salto sutil. Repitió el ciclo de manera incansable, como si estuviera realizando una macabra presentación de vals. Una sonrisa había empezado a formarse en su rostro y ahora las lágrimas iban a dar a su boca. Tenían un sabor salado pero empalagoso: sabían a gloria. Nathalie pudo imaginar a la audiencia observándola desde abajo. Unos admiraban su rutina, otros lloraban, otros se quedaban boquiabiertos; todo era hermosamente letal.

Sin pensarlo dos veces, dio un salto más amplio hacia el borde del edificio. Empezó a caer, allí donde su público la recibiría con los brazos abiertos. Aterrizaría de puntas, como toda una profesional, para luego hacer una venia. Entonces le lanzarían rosas, números telefónicos, incluso prendas de ropa para juntarlas con su colección. Sus sueños al fin se habían realizado. Pudo sentir de nuevo en la boca el sabor salado de las lágrimas, pero luego vino otro distinto, casi parecido al hierro, antes de que estas ensoñaciones la envolvieran por siempre.

Unas horas más tarde, un oficial de la estación de San Diego recibía el informe de unos 200 robos en las tiendas cercanas al lugar donde se había suicidado Nathalie Maddox, quien se había roto la quijada al caer desde 21 pisos de altura.

Además, las alarmas se habían encendido después del suceso, pues Nathalie Maddox era la decimoctava persona que fallecía en extrañas circunstancias en los Estados Unidos antes de la noche de Halloween.

Noche de HalloweenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora