Tenía tan solo ocho años cuando lo supe. Madre mía, lo tuve tan claro que hasta sentí miedo y vértigo y nauseas. Todo a la vez. Fue como si me sacaran en clase a exponer el tema que peor me sabía del libro de Conocimiento del Medio. La misma sensación, pero amplificada. Aumentada a lo bestia. Si existiesen unos decibelios del amor, los habría hecho añicos. Y con solo ocho añitos.
Yo estaba jugando con las muñecas en el patio de la casa de mi abuela, que hoy en día sigue igual de bien conservado que entonces, con ese tremendo árbol en el centro y con todas esas macetas de diferentes tipos de plantas. La abuela solía sacar la mesa y las sillas de hierro cuando hacía buen tiempo o era verano, por lo que a mí me venía de perlas para convertir la mesa en el techo de la mansión de mis muñecas. Imaginación al poder.
Él llegó tirando de su bici como todo un campeón, sin ruedines ni tonterías, que ya era todo un hombretón de diez años y eso eran niñerías. Yo estaba de viaje con mis muñecas en el descapotable de la Barbie. Un coche monísimo y demasiado rosa, todo hay que decirlo. Me pilló desprevenida, por lo que cuando me giré para aparcar el coche simulando el ruido del motor con la boca, me lo encontré parado junto a la entrada observándome. Recuerdo que quise morirme. Pensé, qué vergüenza, ahora sabe que juego a las muñecas. Rápidamente me puse colorada y bajé la vista al descapotable, pensando que si no lo miraba, desaparecería.
—Vamos a ir al riachuelo ¿te vienes?
Me entraron ganas de hacerle burla. Cuando me avergüenzo tiendo a hacerlo. Hay cosas que no cambian.
—¿Para qué?
—A ver a los renacuajos. El padre de Hugo le ha prestado la cámara de fotos.
Arrugué la nariz y lo miré.
—¿Renacuajos? Qué asco.
Me quedó tan de "chica" que él se echó a reír.
—No tendrás que tocarlos.
—¿Es que tú piensas tocarlos?
La idea me horrorizaba.
—No lo sé. —Se encogió de hombros.
Quise poner el grito en el cielo por varios motivos. El primero, porque eran animales y había que dejarlos en paz. Y el segundo, porque me daban un asco de morirse. Fin de la historia.
—No quiero ir. —Negué con rotundidad.
—¿Por qué no?
—Porque no.
Se acercó dejando su bici roja junto a la puerta. Llevaba vaqueros cortos y una camiseta de Spiderman. Siempre fue un gran fan de todos los superhéroes y supongo que de ahí venía mi afán por considerarlo uno de ellos. Yo continué de rodillas en el suelo, pero me alisé el vestido. Quería estar estúpidamente guapa para él.
—¿Prefieres quedarte jugando a las Barbies?
—Pues si. Al menos ellas no dan asco.
Se acuclilló a mi lado y dio dos golpecitos en el capó del descapotable, como tanteando las probabilidades que tenía aquel trasto de ser divertido. Lo era. Lo era y mucho.
—Yo no doy asco.
Lo miré como hacen las niñas repelentes ante la estupidez humana.
—No he dicho eso.
Chocó juguetonamente su hombro con el mío y esbozó esa sonrisa que con los años fue patentando hasta volverla irresistible. Por entonces ya lo era.
—Anda, vente...
—No quiero, Ed. —Farfullé sacudiendo la cabeza —. No me gustan los renacuajos.
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