2 | Nuestro compromiso

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No me concentro. Yo lo intento, de verdad, pero no puedo. Llevo una hora frente al ordenador tratando de transcribir el puñetero manual de una secadora, y todo lo que he conseguido ha sido pasar dos párrafos, y con eso ya me puedo ir dando con un canto en los dientes. Gasto dos minutos en escribir y otros cinco en mirarme el pedrusco de Tiffany's que descansa todo su peso en mi dedo anular derecho. Álvaro ha insistido en que no hay motivos para no lucirlo, sino todo lo contrario, que debo llevarlo con orgullo y satisfacción. En realidad no siento nada de eso, todo lo que siento es vergüenza y miedo. Pero por supuesto me lo he callado, le he sonreído y he salido de su piso dándole un piquito en los morros. Al llegar a la oficina, he girado el pedrusco hacia la palma de mi mano y he sonreído a todos. Pero ahora, ahora no puedo parar de mirarlo. Me siento Gollum, solo que no soy capaz de llamarlo mi tesoro. Al menos no por el momento. Y ya lo sé, lo sé. Cualquier mujer enamorada estaría dando saltos de alegría y pavoneándose de su reciente compromiso, pero yo no puedo. Mi destino, de momento, es ir cabizbaja y escondiendo mis plumas hasta nueva orden. Si es que, quién me mandará a mí decir "si, quiero" estando como estoy. ¡¿Por qué no lo pensé mejor?! ¡¿Por qué no dije simplemente "no, no puedo" y ya está?! Ah, ya. Porque entonces Álvaro pondría carita de perdido, me preguntaría por qué no y yo tendría que confesar que llevo un año y medio mintiéndole. A él, que se cree un detector de mentiras humano. Ay, Señor...
—Oye, Gina. Nosotros vamos a salir a desayunar ¿te vienes?
Carol asoma la cabecita a mi habitáculo y sonríe. Es algo así como una modelo de revista. La odio sanamente, no me malinterpretéis. Pero tiene ese pelo rubio que te hace pensar, joder ¿por qué yo tengo que ser del montón?. Y ya ni hablemos de ese par de ojos azules como el agua del Caribe, que ya sé que yo nunca he estado en el Caribe, pero he visto fotos, como todo el mundo. Una vez le pregunté a Carol si se había planteado ser modelo. Es tan pero tan buena, humilde e inocente, que se echó a reír y me dijo que yo tan solo la miraba con buenos ojos. Sería mucho más sencillo odiarla si se lo tuviese creído, pero no. Ella es encantadora y también mi mejor amiga.
Por un momento me pienso la propuesta. No he hecho nada productivo en dos horas. Dos malditas horas y se supone que hoy tengo que acabar esto. Pero igual, el respiro, me viene bien. Igual me recarga de energía y me hace olvidar ese pedrusco que casi me hace arrastrar la mano por el suelo...
—Claro.
Cojo mi blazer y la sigo hasta el ascensor. En ese recorriendo, mando mi anillo de pedida al fondo del bolso. Procuro no reparar en lo bien que le queda la dichosa falda entubada. Por Dios bendito ¿qué come la muy asquerosa? Pues lo mismo que yo, solo que se ve que a mí me engorda y a ella le desaparecer de alguna forma. Mierda de metabolismo mediocre.
Nos encontramos con Bruno junto a las puertas del ascensor. Hoy ha decidido que sería una buena idea combinar sus pantalones rojos con una camisa de estampados azul y blanco, por no hablar del pañuelo que lleva anudado al cuello porque lo considera muy chic y divino.
—Me muero de hambre.  —Nos dice con las manitas en la tripa —. No he podido desayunar en casa.
—Eso te pasa por tomar al despertador como un aviso de las horas que llevas durmiendo.  —Me rio.
—Es fácil decirlo cuando tienes a un machote al lado para despertarte entre arrumacos...  —Entorna los ojos con falsa envidia.
La verdad es que Álvaro es de pocos arrumacos mañaneros. A esas horas tiene demasiada prisa por llegar con tiempo al despacho, así que se ducha, se afeita y se viste con diligencia, y entre tanto, me recuerda un par de veces que no debo llegar tarde. Y bueno, si cuando él ha terminado con la ducha y el afeitado, yo sigo en la cama, entonces se enfurruña y dice que tengo que tomarme más en serio mis obligaciones. Ahí yo me encierro en el baño por no meterle el perchero por el culo. Arrumacos mañaneros, tss...
—Nuestras mañanas se basan en darnos prisa para ir a trabajar.
No se me ocurre una forma más sutil de denominarlo.
—Claro.  —Asiente él, para nada convencido de mi explicación —. Pero un polvo de cinco minutos, sigue contando como arrumaco mañanero, cielo. Sea corto o largo, cuenta igual.
No voy a darle más vueltas al tema. Se acabó. Ni por asomo pienso confesar que a Álvaro los polvos mañaneros le atraen tanto como una hamburguesa del Mcdonalds. No es algo que guste contar a todo el mundo...
En la cafetería nos espera Verónica, una mulata de ojos verdes que trabaja a menudo conmigo y a la cual el matrimonio, siempre le ha parecido un suicidio voluntario. Está claro a quien no le voy a hablar de mi pedrusco ¿no?
Nada más sentarme, me pido un Nesquik y un sándwich mixto. Ellos optan por el café y otro sándwich.
—He leído que, según un estudio realizado en no sé qué universidad americana, los hombres con tripita son mejores amantes que los musculados. ¿Os lo podéis creer? Toda mi vida ha sido un fracaso...  —Farfulla fingidamente Bruno, cogiendo una servilleta de papel con el típico "gracias por su visita" y se pone a doblarlo de manera que quede "gracias puta".
—Eso no son más que tonterías, Brunito.  —Le consuela Verónica, con el cigarro entre los dedos índice y corazón —. Todo depende de la persona, no de si está más fuerte o menos. Ya no saben de qué hacer estudios, la verdad.
—Además, tú has probado ambas partes y no tienes queja alguna ¿no?  —Añado.
Bruno me mira tras completar su magnífica obra con la servilleta.
—De todos tengo queja. No hay un hombre normal en esta ciudad.
—O tal vez tú eres demasiado exigente... —Sonrío.
—¿Exigente? ¿Yo? ¿Exigente yo? ¡Si solo pido que me quieran!
—Que te quieran, que ganen pasta, que tengan un cochazo, que te llamen príncipe y a la vez te empotren, que te cuiden pero que sean independientes, que no tengan pelos en la nariz, que sus madres sean encantadoras y no unas zorras protectoras... —Verónica va enumerando hasta que se detiene a mirarlo —. ¿Sigo?
Bruno sonríe falsamente y le extiende la servilleta con el "gracias puta". Las tres rompemos a reír y él nos guiña con suficiencia.
Hemos empezado a devorar los sándwiches cuando Verónica se pone a despotricar acerca de lo capullo que es el jefe y de lo tiquismiquis que está últimamente con los plazos de entrega. Bruno dice que lo que le hace falta es un buen rabo en la boca, Carol se atraganta con el comentario y Verónica casi escupe el café con la carcajada.
—No creo que sea gay.  —Dice tras aclararse la voz.
—Cielo, no lo son hasta que lo prueban. Entonces, quieren más y vuestros conejitos dejan de ser interesantes para ellos.
—Está claro.  —Ironizo asintiendo.
—Por cierto, Gina, no nos has dicho cómo te fue la comida con el churri...  —Sonríe retorcidamente Verónica.
Bruno junta los dedos frente a la cara y me sonríe. Carol me mira con interés. Vaya por Dios, hoy no piensa intervenir a mi favor.
—Fue bien. Como una comida cualquiera.
—¿Te lo comió?  —Chilla Bruno súper excitado —. ¡¿En público?!
—¡No!  —Enrojezco con rapidez y carraspeo —. No hubo nada guarro, Bruno. Nada. Almorzamos juntos y cada uno a su trabajo.
Miro al resto de mesas que nos rodean para cerciorarme de que nadie repara en nuestra conversación. Qué vergüenza y qué manía la mía de adoptar las formas de Álvaro. Costumbres, supongo.
—Pues vaya rollo.  —Suspira y se deja caer contra el respaldo —. Esperaba algo más interesante, más jugoso...
—Mi vida no es una película porno.
—Una lástima.
De vuelta a mi habitáculo, me quiero morir. Aunque al final he logrado terminar las instrucciones y las he mandado a revisión, sigo sintiéndome fatal. No físicamente. No es que haya pillado un resfriado ni nada parecido, yo hablo de sentirme mal conmigo misma y con Álvaro. Casarme. Casarme yo. Qué estúpida, qué tonta y qué... ¡¿En qué demonios estaba pensando?! Desde luego me dejé llevar por la emoción del momento, por ese entusiasmo suyo tan desconocido y por esa sonrisa que jamás me había mostrado. Bueno, y también ¿cómo iba a decirle que no? No es que no quiera casarme con él, es que no puedo. Es muy distinto.
Álvaro pasa a recogerme al salir del bufete. No sé por qué espero que me reciba con la misma sonrisa con la que me pidió matrimonio, pero lo que me encuentro al subir al deportivo, es una postura rígida y tensa. Ya le han metido un palo por culo.
—¿Todo bien?
—Más o menos. ¿Y tú?
—Como siempre.  —Carraspeo y miro al frente —. ¿Ha pasado algo?
—A mi padre no le ha sentado muy bien la noticia.
Cierro los ojos y respiro hondo.
—¿Qué noticia?  —Pregunto tontamente, pues sé a lo que se refiere, solo que albergo una mínima esperanza de equivocarme.
—Nuestro compromiso.
Lo dice de una manera que me hace sentir estúpida. ¡Ya sé que es obvio! ¡Pero no esperaba que fueses tan gilipollas de contarlo en seguida!
—Álvaro, joder... —Suspiro frotándome la cara y me reprueba con la mirada por decir un taco. Se lo paso por alto —. ¿Por qué se lo has contado tan pronto?
—Esperaba poder compartir mi felicidad con ellos.
—Ya.  —Asiento rascándome la frente —. ¿Qué te ha dicho?
—Me ha llamado inconsciente ¡A mí!  —Se señala —. ¿Te lo puedes creer? Dice que no hemos pasado el suficiente tiempo juntos para tener claro si quiero o no un futuro contigo.
Me entran ganas de decirle que es su puta culpa. Así. Si él desde el principio no les hubiese dejado dirigir toda su vida, ahora no tendrían más remedio que apechugar con las decisiones de su hijo, pero como a él la idea de tener toda su vida planificada le proporcionaba un orgasmo brutal, pues se dejó.
—¿Y tú qué le has dicho?
—Que sé muy bien lo que quiero, por supuesto. Tengo claras mis prioridades y tú eres una de ellas.
Soy consciente de que no ha sonado ni por asomo romántico. No es que pretenda ser su primera prioridad, es que simplemente sé que no lo soy.
—Y él se ha enfadado.  —Adivino sin esfuerzo.
—Ha dicho cosas que no estoy dispuesto a repetir.
Vamos, que me ha puesto de puta para arriba. Lo conoceré yo...
—Yo aún no se lo he dicho a mis padres.
Álvaro me mira mientras detiene el coche frente al garaje y espera a que las puertas se abran.
—De eso quería hablarte. He pensado coger unos días para ir a verlos. He caído en la cuenta de que te he pedido matrimonio sin ni siquiera consultarlo con tu padre.
El corazón me va a mil por hora y no precisamente por él. Bueno, si por él, pero no en el buen sentido. Yo me entiendo.
—Es hora de que los conozca ¿no crees?  —Añade deslizándose por la cuesta del aparcamiento.
No. No lo creo. Mejor esperamos al día de la boda, ya si eso...
—Yo había pensado en ir sola.  —Trago saliva. Noto cómo me mira —. Mis padres son gente muy... suya.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que no les agradará que de buenas a primeras un tío se les plante en la puerta de su casa para decirles que va a casarse con su hija. Estas cosas no funcionan así.
Se indigna.
—Yo no soy un tío cualquiera, Gina. Soy tu novio, tu prometido.
—Ya, ya lo sé. Pero entiéndelos. Ellos no te conocen y sería todo muy de... sopetón. Es mejor que me dejes ir a mí para allanarte el terreno.
¿Quién podría decirme a mí hace unos años que me volvería una mentirosa tan profesional?
Álvaro aparca el coche con los dientes rechinando, retira la llave del contacto y mira al frente con los morros apretados. Será todo un abogado de prestigio y lo que él quiera, pero cuando se enfurruña, parece un crío de cinco años.
—¿Y tú trabajo?
—Me lo llevaré conmigo. No creo que haya problema.
Aquí no me contesta porque sabe que ha perdido todas sus bazas, así que se apea del coche y saca su maletín del asiento de atrás. Yo lo sigo como siguen los niños a sus padres, correteando de puntillas y resoplando. No quiero discutir. Nunca discutáis con un abogado, porque él siempre conseguirá llevar la razón. Y tampoco es que yo sea muy buena en los debates...
Nada más entrar en el piso, coge y se encierra en su habitación sin rechistar, lo que me da a entender que está sopesando las cartas que le quedan. Yo, saboreando la victoria, me descalzo, me recojo el pelo en un moño improvisado y voy a la cocina echando un vistazo en Internet para comprar un billete de tren barato. Está claro que voy a salirme con la mía.
Álvaro sale al cabo de quince largos minutos, tan largos que me han dado tiempo para reservar dos billetes de ida en el AVE. Luego tendré que coger un bus hasta el pueblo, pero de eso ya me encargo más tarde.
Sirvo su ensalada favorita junto a esa mierda de arroz con verduras que tiene en el congelador y tomo asiento frente a él. Se ha puesto el pijama, aunque cualquiera diría que es un pijama. A veces me da la sensación de que se viste demasiado bien para dormir. Con lo feliz que yo soy llevando tan solo una camiseta y las bragas...
—¿Y bien?
—Qué.  —Dice.
—He comprado unos billetes para el AVE.
—Entonces no sé para qué me preguntas nada.
—Solo quiero saber que cuento con tu apoyo.
—Tienes mi apoyo.
—¿Seguro?
—Si.  —Asiente y retira la vista del plato para mirarme. Álvaro tiene unos ojos azules como el hielo —. Pero después, me toca ir a mí. ¿De acuerdo?
—Si, mi capitán.  —Entonces le lanzo mi servilleta y sonrío —. Y ahora sonríeme un poquito que estás mucho más guapo.
Sin esfuerzo, con naturalidad, consigue darme esa media sonrisa comedida. Al principio me costó descifrar cómo funcionaba Álvaro, pero con el tiempo, logré hacerme con las claves.

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