Ed y yo cruzamos la línea en su décimo sexto cumpleaños. Su padre organizó una barbacoa nocturna en el jardín de atrás de su casa, a la que invitó a los más cercanos, a la familia y algún que otro compromiso de trabajo. Mi madre hizo un par de sus famosos bizcochos, papá llevó una botella de buen vino para los adultos y una caja de puros habanos con los que arrugué la nariz, yo me hice cargo del regalo de Ed. Llevaba semanas pensándolo, pero no acababa por decidirme con nada. Quería que fuese especial, que significase algo para los dos pero nada para los demás. Me lo estaba poniendo difícil yo solita, si. Al final, después de pasar días mareando a mi madre, cedí y le compré la película de Jurassic Park y una chaqueta de piel oscura y arrugada que sabía que le quedaría fantástica. Lo había envuelto todo cuidadosamente y con mucho mimo, pero seguía sabiéndome a poco. Yo quería marcar un antes y un después, quería lanzarle una indirecta directísima. Quería decirle te quiero en silencio. ¿Cómo iba a conseguir semejante cosa? Nunca se me han dado bien estas cosas.
Samuel nos recibió con una sonrisa amplia y el delantal puesto. Nos abrazó a todos y nos hizo pasar directamente al jardín, de donde procedía la música, las voces y el olor a comida. Yo estaba que me subía por las paredes. Nerviosísima. ¡Como si fuera la primera vez que iba a un cumpleaños de Ed! Y del primero es que ni me acuerdo, porque el cumplía tres años y yo a penas llevaba un año en el mundo. Para las fotos de su tercer cumpleaños me sentaron en las piernas de Ed, que me sostuvo como todo un hombrecito. Mi madre solía decirme que Ed siempre andaba con mil ojos puestos en mí, procurando levantarme si caía, besarme las rodillas cuando me las pelaba y abrazarme si lloraba. Y a ellos les daba por imaginar lo que podría pasar entre nosotros el día de mañana... Ojalá.
Raquel se acercó nada más vernos entrar en el jardín y me tendió un vaso de plástico con Fanta Naranja. Di un trago largo —imitando a los adultos con el alcohol — y respiré hondo. Ed estaba al fondo, con sus amigos y primos. Hugo no paraba de agitar las manos contando una historia y todos se reían a carcajadas. Ed era el único que permanecía sereno, con una sonrisa pintada en los labios y sosteniendo un vaso idéntico al mío. Pero no estaba atento. Para nada. De vez en cuando podía ver como paseaba la mirada por los presentes y acababa echando un vistazo al reloj de su muñeca. ¡Me estaba esperando! Igual me motivé un poco pero... ¡Qué demonios!
Dejé a Raquel conversando con Lorena y mis padres, revisé que el vestido seguía impoluto y me encaminé hacia ellos. Como si tuviera un sentido arácnido al tenerme cerca, volvió la cara hacia mí y sonrío ampliamente. ¡Qué guapo, por favor! Parecía un modelo de pasarela, de revista. Un actor de cine. Era tan guapo que debería estar en un museo para que todo el mundo lo apreciase. Céntrate, Gina.
—¡¿Dónde estabas?!
Ed, que ya por entonces me sacaba dos palmos, me dio un abrazo capaz de recomponer el universo y las galaxias. Y yo, disimuladamente, le olisqueé el cuello y fantaseé con la posibilidad de tener ese olor entre mis sábanas. Me puse roja como un tomate. ¡¿Cómo podía estar pensando eso?!
—Culpa de Lorena. No se decidía con la ropa.
Ed llevaba una camisa blanca perfectamente doblada hasta los codos y con los dos primeros botones abiertos de manera casual, un pantalón oscuro y los zapatos que Raquel le había regalado para ese día. Tenía la piel morena de tanto ir a la piscina, de pasear en bici por el pueblo sin camiseta y de ayudar a su abuelo con las tierras. Y ya ni hablar de su pelo, que parecía dorado. Ed siempre se volvía aún más rubio con el verano y sus ojos parecían dos esmeraldas verdes y brillantes ante tanto contraste. Deseé morderle las mejillas, perder los dedos entre sus mechones y estamparme a su piel cual pegatina.
—Estás preciosa, peque. Déjame que te vea.
Me cogió de la mano y me hizo girar lentamente para su gusto y disfrute. Me iba a morir de un ataque al corazón. Esperaba de verdad resultarle preciosa. Me había comprado aquel vestido expresamente para su cumpleaños y para él. Era blanco, de tirantes, con un cinturón finito en la cintura y con el bajo de crochet. A mamá le hubiera gustado alisarme el pelo, pero con la humedad del verano, los mechones se ondulaban indomables. Recordé cuantas veces me había dicho Ed lo mucho que le gustaba mi pelo al natural e insistí en dejarlo así.
—Creo que me he quedado corto con lo de preciosa.
—¡Anda ya! —Me reí de pura vergüenza y nervios.
—¿Y eso de ahí es mi regalo?
Ed había señalado la bolsa que traía en la mano izquierda, de la cual me había olvidado completamente.
—Si. Feliz cumpleaños, monstruito.
Se la entregué como las niñas pequeñas, mirando al suelo, colorada y sonriendo. Él se inclinó para besarme la mejilla, encenderme todas las alarmas y susurrar:
—No era necesario. Contigo bastaba.
¡La madre que lo parió! Me encendí como un árbol de Navidad. De vergüenza, claro. Yo por ese entonces aún no me había planteado el acostarme con él, aunque muy en el fondo, mi subconsciente y yo, sabíamos perfectamente que, si eso tenía que pasar, esperábamos que fuese con él.
—Es una tontería. —Le respondí muerta de calor.
Y no precisamente por la temperatura ambiente. El verano en mi pueblo es siempre muy suave y agradable.
—¿Lo abrimos dentro? Aquí hay demasiada gente.
Dentro. Pensé. Solos.
—Vale. —Asentí.
Ed ni se molestó en excusarse con sus amigos y primos, lo que hizo fue tomarme de la mano y abrirme el camino hacia el interior de la casa. Yo me lo conocía hasta con los ojos cerrados, pero si iba de su mano, por mí podíamos pasarnos la noche haciendo un tour.
Subimos las escaleras correteando, como cuando éramos dos críos jugando al pilla pilla, con la diferencia de que ya estábamos pillados. Ed empujó la puerta de su desordenada habitación y no se molestó en encender las luces, porque lo cierto es que ya entraba una claridad preciosa e íntima del jardín. Me quedé apoyada en la puerta, con las manitas juntas delante de la tripa. Relájate, Gina. No es la primera vez que estás aquí. Ya has estado más veces. Has dormido en esa cama tanto como en la tuya. Tranquila.
Ed alzó la chaqueta y se volvió a mirarme con una sonrisa que no le cabía en la boca.
—¿Te gusta?
—¡Me encanta! —Se la puso —. ¿Cómo me queda?
Me lo iba a comer allí mismo. Así. Tal cual. La chaqueta le quedaba de miedo. Le otorgaba un aspecto más maduro, ciñéndose a sus hombros y haciéndolo parecer un chico malo en potencia.
Tuve que morderme los labios para no soltar a bote pronto lo mucho que me gustaba, pero la verdad es que me había puesto todo del revés.
—Como un guante. —Fue lo primero que se me ocurrió decir.
—¿Si? —Preguntó retóricamente, poniéndose frente al espejo —. Es genial, peque. Tenía muchísimas ganas de una estas. —Dijo entusiasmado.
—Lo sé.
Me dedicó una sonrisita de vuelta a por el otro paquete, más pequeño y rectangular. Ed, nada más ver la película, me enseñó la carátula con cara de niño pequeño y nos echamos a reír.
—¡Creía que no querías que la tuviera para no tener que verla!
—Eso te lo decía para poder regalártela, tonto.
Atravesó la habitación en dos zancadas y me dio otro achuchón de los suyos, pero esta vez más largo y con beso en el hombro incluido. Me derretí y resistí la tentación de meterle los dedos en el pelo. Qué bien olía, jolín.
—Gracias. Eres la mejor.
—Me quieres demasiado. —Bromeé tímidamente.
—Pero eso ya lo sabes.
A la película le dio el lugar perfecto en su estantería de libros, cómics de superhéroes y películas de acción. Allí solo había una de amor y era Eduardo Manostijeras. La había comprado por mí.
—¿Es que piensas dejarte la chaqueta? —Dije con las cejas alzadas.
—¿Debería quitármela? —Se detuvo a mirarme.
—Hombre, tiene que dar calor... —Me reí.
—Pero quiero estrenarla. —Farfulló.
—Pues entonces déjatela.
Reconocí, de repente, las primeras notas de una de mis canciones favoritas, y el pulso se me disparó. Heaven de Bryan Adams sonaba en los altavoces de su habitación a un nivel prácticamente íntimo y privado. Estaba segura que abajo no oían nada y yo tampoco les escuchaba a ellos. Yo veía a Ed y todas esas cosas bonitas que flotaban a nuestro alrededor. Retiró la mano del reproductor y se volvió hacia mí con la mano tendida y una sonrisa arrebatadora. Me empecé a reír tontamente.
—¿Qué haces?
—Quiero bailar contigo en mi cumpleaños.
—No voy a bailar contigo. —Sacudí la cabeza todavía riéndome.
—¿Qué? —Alzo las cejas, pero no borraba la sonrisa —. ¿Cómo que no? Dime ahora mismo por qué no piensas bailar conmigo. Dame una buena razón —alzo el dedo índice — y puede que entonces, y solo entonces, te deje marchar.
Ed tenía cara de ir a por todas. Yo temía anclarme a su cuello y no soltarme.
—Porque no.
—¡Es mi cumpleaños!
La risa nerviosa aumentó.
—¡Me da vergüenza!
—¡Pero si estamos solos! —Él también acabó contagiándose de mi risa.
Atrapó mis manitas entre las suyas y me arrastró hasta el centro de la habitación. Quería morirme. Del gusto y de la vergüenza.
—No sé bailar, Ed. —Farfullé.
—Tú solo déjate llevar ¿vale?
Me puso la mano izquierda en su hombro y la derecha la sostuvo con la suya, su brazo en mi cintura y nuestros cuerpos tocándose de manera intermitente. No eran pasos difíciles ni nada del otro mundo, simplemente un vaivén suave y meloso. Ed tuvo que levantarme la cabeza con el índice en mi barbilla para que dejase de mirarme los pies.
—¿Te parece bonito andar mirándote los pies en lugar de a tu pareja?
Pareja. Ed y yo una pareja. De baile, si, pero pareja al fin y al cabo. Le iba a escupir el corazón en la cara. Así. Mira, quédatelo porque ya me duele demasiado de tanto luchar para no entregártelo. Cuídamelo ¿lo harás, Ed? ¿Por mí?
—Ya te he dicho que no sé bailar. —Murmuré apartando la mirada.
Estábamos tan cerca, que su aliento acariciaba mis labios cada vez que hablaba. Los separé como una estúpida, para tragármelo.
—No está siendo tan duro ¿no?
—No. —Sonreí negando.
—Vaya, si al final va a resultar que no era para tanto...
Le golpeé tontorrona el hombro y me reí.
—A cabezón no te gana nadie.
—Ni a ti a tímida.
Le dirigí la mirada y aguanté la respiración. Los labios de Ed tan cerca eran una maldita tentación a la que no estaba segura de ser capaz de resistir.
Su mano, al borde donde termina mi espalda, empezó poco a poco a acercarme más a él. Pensé que si nos tocábamos tanto, notaría en su pecho mis latidos y yo no quería dejarle saber lo nerviosa que me ponía. Pero entonces enlazó sus dedos con los míos y llevó nuestras manos unidas a su corazón. Mi mundo tembló y le clavé las puntas de los dedos en el hombro para no caerme.
—Estás nerviosa. —Susurró.
Respiré hondo. Notaba sus latidos golpetear contra el dorso de mi mano.
—Tú también.
Sonrío. No quise levantar la mirada de nuestras manos para verlo, pero apreté los labios para no sonreír también. Fue inútil.
—Quédate esta noche.
—Mis padres no me dejarán. —Negué.
—¿Por qué?
—Porque ya no somos dos críos, Ed.
—No me había dado cuenta...
Me quedé un momento mirándolo y al siguiente me estaba riendo y apoyando la frente en su hombro. Él también se echó a reír.
—Ojalá pudiera quedarme, de verdad. —Musité.
—Pídemelo.
Fruncí el ceño contra la chaqueta.
—¿El qué?
Movió el hombro y yo obediente levanté la cabeza.
—Pídeme que vaya a tu casa e iré cuando todos se duerman.
Tragué saliva.
—¿Y si nos pillan?
—Yo apuesto por arriesgarnos.
—Tú siempre apuestas por arriesgarte —sonreí.
—Quien no arriesga no gana.
—No quiero verte correr calle abajo con mi padre persiguiéndote con la escopeta.
—Merecería la pena.
—¿A ti qué no te merecería la pena? —Rodé los ojos.
—Estar aquí y no haberte besado todavía.
Lo que yo sentí entonces, no fue solo un vuelco del corazón, fue una explosión, un terremoto, un volcán en erupción, fuegos artificiales, el fin del mundo... El principio de una nueva era.
Me lancé precipitadamente a sus labios, sin saber con seguridad lo que estaba haciendo. Fue como un impulso, como retirar la mano cuando algo quema. La diferencia es que yo me estaba arrojando sobre el fuego. Quería quemarme. Ed supo ajustarnos de manera armoniosa, suave y lentamente. Me cogió de las mejillas y nos fundimos, nos apretamos. Mis dedos se deleitaron con el placer de perderse en su pelo y pronto los suyos fueron reptando por mis costados hasta hundirse en mi cinturita. Me puso la piel de gallina y noté que algo me gritaba más, más, más. Estaba sobre las puntas de mis zapatos cuando me condujo hasta la puerta, y de un momento a otro, Ed estaba por todas partes. Mi espalda, mis caderas, el cuello, las mejillas... Todo. Allá donde tocaba, conquistaba. Y tuve miedo. Pero no miedo de él o de lo que pudiera pasar, sino de cuanto poder tenía sobre mí.
—Ed, Ed, Ed... —Susurré jadeante, tomándolo de las mejillas.
Puso su frente sobre la mía y las manos abiertas sobre la puerta.
—Lo siento, lo siento. —Murmuró respirando muy hondo —. He ido demasiado rápido.
—¿Tú solo? —Me reí avergonzada.
Por fin me miró a los ojos y se echó a reír.
—No. Yo solo no. —Negó suavemente, para tocar con su nariz la mía.
—No. —Volví a reír, pero afirmando con la cabeza, siguiéndole ese juego tonto.
—Despacio. —Propuso en un murmullo.
—Despacio. —Asentí.
El siguiente beso fue aún mejor. Sus manos descansaron cariñosamente en mi cintura, regalándome caricias circulares con los pulgares. Las mías en su pecho, jugueteando torpemente con los botones y acariciando el trocito de piel que me regalaban los primeros botones abiertos. Disfrutamos más y mejor. Yo tenía las sensaciones amplificadas, atenta a todo, aprendiendo y conociéndome. Pero lo más importante de todo, conociéndolo a él. No se cuanto tiempo pasamos allí pegados, riéndonos y compartiendo algo nuevo e inexplorado. Lo único que recuerdo fue la voz de su padre llamarlo desde abajo para comer la tarta. Y pensé ¿ya? ¿Tan pronto? Cuando bajamos, creo que a nadie se le ocurrió lo que de verdad habíamos estado haciendo arriba. Bueno, a Clara si, fue verme aparecer y señalarme con la boca abierta en forma de "o". Mis labios me delataban. Los tenía hinchados y bien felices. Prometí relatarle lo ocurrido en otro momento con la esperanza de que se le olvidara. Lo cierto es que no quería compartirlo con nadie. Tenía que ser solo de Ed y mío.
La despedida a ambos nos supo a poco. Teníamos a mis padres, mi hermana, la suya y su padre, presentes. Nos dimos un abrazo como de costumbre y Ed tocó mi oreja con los labios y susurró:
—Deja la ventana abierta.
Con las prisas, la vergüenza, la emoción de lo ocurrido y lo deprisa que me latió el corazón cuando se me acercó, no comprendí muy bien lo que quería decir con eso. Claro que de vuelta a casa, corrí a mi habitación, abrí la ventana de par en par y conté los minutos metida en la cama. Y ya me estaba quedando dormida cuando oí un ruido. Abrí los ojos de golpe y distinguí su figura terminando de cerrar la ventana. Creo que me sonrió y yo en seguida aparté la sábana y le hice hueco. Ni siquiera pensé en el sexo.
—¿Te he despertado? —Susurró lo más bajito posible.
—Es que has tardado mucho.
Escuché su risa ronca y silenciosa conforme se metía en la cama después de quitarse la camisa. Aquello me puso nerviosa. No era la primera vez que pasábamos la noche juntos, pero después de todos los besos...
—Quería asegurarme de que tus padres se habían dormido. —Encontró la posición y me arrastró a su lado —. Abrázame.
La petición me supo a gloria bendita. Le di la espalda e hicimos la cucharita, que tampoco era la primera vez, pero Ed ya protestó.
—¿Qué te pasa?
—No sé si sea buena idea que durmamos así.
—¿Por qué? Ya hemos dormido así antes. —Volví la cara.
Ed me ponía nerviosa siempre. Incluso en ese mismo instante, mientras deslizaba distraídamente las puntas de sus dedos por mi abdomen, acariciándome. Yo hacía lo mismo con su brazo.
—Ya...
—Pues no seas quejica. —Farfullé y me apretujé contra él.
Yo recuerdo que llevaba uno de esos pijamas ligeritos de verano de Minnie Mouse que me compraba mi madre. Ed jamás se rió de ellos, sino todo lo contrario. Le parecían adorables y hasta sexis. A mí aquella noche el pijama me pareció tremendamente fino, porque sentía cada zona del torso de Ed emanar calor. Pero ni quería ni podía apartarme. Jamás.
El silencio se hizo grande en la habitación y yo busqué su mano colgando de mi cintura y enlacé nuestros dedos. Él me respondió con un beso en el hombro y la carne se me puso de gallina.
—No quiero que nada cambie entre nosotros. —Susurré.
—Hoy ya ha cambiado, peque.
—No quiero. —Negué contra la almohada.
—Ha cambiado para mejor.
—No quiero que dejes de ser mi mejor amigo.
—Y no lo haré, pero los amigos no se besan así...
Me mordí el labio inferior y suspiré.
—Yo siempre he querido besarte.
—Y yo a ti.
Volví la cara, él me sonrió y plantó un beso en mis labios que sabía a amor. Aquello me pintó una sonrisa tonta en la cara, por no hablar del rubor de mis mejillas.
—Entonces ¿qué somos?
—Bueno, para empezar, yo solo quiero que me beses a mí.
—Vale. —Me reí.
—Y ya, si sigues siendo mi mejor amiga, y encima mi novia... Pues obtienes un Ed más feliz que una perdiz.
Solté una carcajada estúpida y él se llevó un dedo a los labios pidiéndome silencio. Ed tenía la sonrisa más bonita del mundo.
—Bueno ¿qué me dices, Gina Fuentes Ventimiglia? ¿Serás mi novia?
Entorné los ojos y fingí pensármelo. En mi cabeza no podía parar de decir si.
—¿Qué gano yo a cambio?
Ed se quedó un poquito descolocado y parpadeó.
—¿Que qué ganas tú?
—Si. Eso he dicho.
—Pues ganas un novio súper guapo, fuerte y encantador.
Le puse ambas manos en la cara y se la aparté riéndome.
—Chulo.
—Sé que te gusta. —Movió sus cejas arriba y abajo.
—Todavía te quedas sin novia.
Me besó. Y me besó otra vez, y otra, y otra. Le agarré la cara y alargué un beso de tantos, hasta que consiguió borrarme la memoria y perderme y encontrarme. En mi habitación creció un arcoiris. Con eso lo digo todo.
—Mi novia. —Ronroneó.
—Aún no he aceptado. —Me reí como pude, entre un beso y otro.
—Sabes que si.
—No. —Negué.
Cuando fui a darle un beso, Ed estiró el cuello para alejarse y me miró con las cejitas alzadas. Yo, enfurruñada como cuando a un niño le quitan la piruleta, tiré de él pero no lo moví.
—Si.
Sonreí.
—Si. —Asentí.
Y por fin, tuve mi caramelo.
Por la mañana, a eso de las ocho, comprendí porque Ed pensaba que no era buena idea hacer la cucharita. La habíamos hecho muchas veces desde pequeños, pero claro está, había una diferencia abismal de aquellos días a los de entonces. Sin paños calientes. Ed amaneció con una erección contundente que me empujaba el trasero descaradamente. Desperté primero y fruncí el ceño sin entender que había en medio, separándonos. Gracias a Dios que no me dio por echar la mano atrás para ver qué era... Me entró la risa tonta. Tenía que ser eso. No estaba segura, pero al mismo tiempo lo estaba. Lorena decía que los hombres a menudo se levantaban "inspirados" y que les ocurría en ocasiones y que no había que darle importancia. Unos años después, aquello cobró importancia entre nosotros. Vamos, que le sacábamos partido. Pero aquel día, yo me iba a morir de vergüenza.
Ed despertó unos minutos después. Lo supe porque retiró el brazo de mi cintura para frotarse los ojos, bostezar y nuevamente abrazarme y estrujarme. Yo retiré el culete todo lo que pude y él, en seguida, fue consciente y se alejó. Dios, que vergüenza... ¡Y me dio la risa!
—Lo siento, lo siento. Intenté avisarte, yo no...
—No pasa nada, no pasa nada. —Negué riéndome contra la almohada.
Me sentía incapaz de mirarlo.
—Joder. Me cago en todo, tío.
Dio un puñetazo en la cama y respiré hondo. Tenía que dejar de reírme. Sé madura, Gina. Me dije y me volví hacia él, que tenía la cara metida entre las manos y la tienda de campaña montada bajo la sábana. Había un bulto visible allí... Las mejillas me ardieron y dejé de mirar, porque creí que si seguía mirando, la cosa no bajaría. No tenía ni idea de cómo funcionaba... eso.
—No pasa nada, de verdad. —Le acaricié el bíceps y hasta se lo besé —. A mí no me importa, monstruito.
Qué tonta me sentí. ¡No sabía reaccionar ante dicha situación! Y al parecer, él tampoco.
—Tardará un poco en bajar... —Murmuró ronco contra las palmas de sus manos.
—No hay prisa.
Fruncí el ceño. ¿La había o no? No tenía ni idea. Qué inútil me sentí.
—Lo siento. —Apartó las manos y me miró —. Lo siento mucho.
—Anda ya. —Sonreí —. Que no pasa nada.
—Estás roja como un tomate. —Sonrió de medio lado.
Aparté la mirada. Aquello seguía arriba. Carraspeé y miré al techo riéndome.
—Ha sido raro. Quiero decir, despertar con... ahí...
—Eso es para que veas lo mucho que me gustas.
Enmudecí. Primero, fui tan tonta que pensé que se refería a que eso crecía en la medida de lo que yo le gustaba, pero luego lo pensé mejor y entendí a lo que se refería. ¿Yo podía causar eso en él? Y... ¿me gustaba causarlo?
—¿Gracias? —Musité.
Ed se echó a reír.
—No tienes que darme las gracias.
—No me gusta este tema.
—Pues háblame de otra cosa para distraerme.
Lo miré alarmada.
—¡¿Es que sino no baja?!
—Más o menos. —Encogió los hombros.
Volví la vista al bulto de la sábana.
—Pero ¿eso duele?
Ed se rió de nuevo.
—Peque, otro tema. Y no, no duele como estás pensando.
Fruncí el ceño absorta en el bulto.
—No sabes lo que estoy pensando.
—Si que lo sé. —Me levantó la cara hacia él con el índice en mi barbilla y sonrió —. Otro tema.
Me esforcé tanto en no mirar y en pensar en otra cosa, que no pude concentrarme más que en eso. Yo no era tonta. Yo sabía lo que pasaba entre los hombres y las mujeres cuando la ropa sobraba. Entendía el procedimiento y todas esas cosas que a Lorena un buen día le dio por explicarme y destrozarme la inocencia. Conocía la teoría, pero no la práctica. Ver a Ed con aquello tan tieso, me hizo pensar en muchas cosas. Y ninguna se las confesé en aquel momento.
—No quiero dejar de hacer la cucharita.
—¿A qué te refieres?
—Que no quiero dejar de hacerla por que a ti te pase esto.
—¿Te da igual?
—Si. —Lo miré rápidamente y sacudí la cabeza —. Quiero decir, no. A ver, siempre podemos poner un cojín de por medio o... no sé. Para no molestarte o...
Se echó a reír.
—A mi no me molesta tenerte cerca.
—¡Ya lo sé! —Suspiré y me tapé la cara con ambas manos —. Jolín, Ed, esto son muchas cosas. Ayer nos estábamos besando y hoy...
—Y hoy amanezco inspirado.
—Eso. —Asentí —. Dame un respiro.
—Tienes todo el respiro del mundo, peque.
—Gracias.
—De nada.
Lo miré entre los dedos.
—¿Puedo besarte o eso no ayudaría?
—Tú dámelo a ver qué pasa.
—¡Ed! —Farfullé.
Él se volvió a reír, hincó el codo en el colchón y condujo sus labios hacia los míos. Yo retiré las manos rápidamente, preparada y dispuesta, cuando se quedó a mitad de camino y susurró:
—Pero no me beses como anoche.
—¿Por qué? —Parpadeé.
—Porque tardará más en irse.
Miré de reojo hacia las sábanas y suspiré. ¡Qué complicado era tener novio! ¡¿Y por qué demonios no se me iba de la cabeza el echar un vistazo?!
—Vale.
—¿Si?
—Si. —Asentí.
Sonrió y me besó con suavidad. Y tan solo aquello, ya me puso la carne de gallina...
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Vértigo [Disponible en Amazon]
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