3 | La hora en la que a Gina le pintaron alas

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Tenía trece años cuando me dieron mi primer beso. Bueno, tampoco es que fuera un beso de película ni nada por el estilo, fue un beso... ¿Cómo decirlo? Un beso rápido. Un pico. Poner los labios en contacto y que pasen unos segundos. Algo así. Y pese a lo ridículo de la situación, pensé que era el mejor beso que jamás alguien podría darme.
Ocurrió en la casa árbol de Ed, que nos invitó a pasar la noche allí, como otra de tantas en la que solíamos inflarnos a comer porquerías, veíamos una peli en el proyector y hablábamos hasta el amanecer. Normalmente estas cosas solo ocurrían entre nosotros dos, pero a veces a ambos nos gustaba traer a nuestros amigos. Clara estaba muy nerviosa porque pretendía que jugásemos al juego de la botella, pero yo no lo tenía muy claro. Según me había dicho Lorena, el juego consistía en tres partes. Beso, verdad o atrevimiento. Así que no, no quería comprobar adónde podría llevarnos aquello, pero Clara escondió la botella en su mochila sin que yo me diese en cuenta.
Cuando Samuel nos acompañó hasta el jardín trasero, la casa árbol ya tenía todas las luces encendidas y se oía música. Por aquel entonces, a Ed y Hugo les había dado por escuchar a Eminem, pero nunca llegaron a imitar su vestimenta. Gracias a Dios. Los chicos nos recibieron retirándonos las mochilas y preparando los sacos de dormir. Ed solía colocar por accidente  —a propósito — el suyo junto al mío, de manera que cuando Hugo y Clara se quedaban sopa, nosotros nos poníamos a hablar en susurros tumbados frente a frente. Que cada uno estuviese en su saco me repateaba, porque yo me moría de ganas por tenerlo cerquita, abrazándome, aspirando su olor... Ed olía a todas esas cosas que yo quería en mi vida.
—Tenemos tres para elegir.  —Anunció Hugo, sacando las tres películas —. Terminator, Jumanji y Eduardo Manostijeras.
Al decir el último título, no pudo evitar que se le escapara una risita. Observé a Ed poner los ojos en blanco y darle una colleja. Sonreí.
—Cree que es gracioso por llamarse Eduardo.  —Explicó.
—Tú te llamas Eduardo.  —Le increpó el otro que se sobaba la cabeza.
—Sabes que no me llamo Eduardo.
—¿Por qué ella te puede llamar Eduardo y yo no?  —Me señaló acusador.
Yo me puse roja como un tomate y me entretuve en sacar la comida que llevaba para evitarlos.
—Gin no me llama Eduardo.  —Suspiró.
En realidad si que lo llamaba Eduardo, pero solo en momentos claves, para fastidiarle. Ahora que lo pienso, creo que en realidad nunca llegó a molestarle.
—¿Por qué siempre elegís vosotros las películas?  —Intervino Clara, no muy convencida del material de la noche —. Alguna vez podríamos traerlas nosotras ¿no?
—Para la próxima.  —Prometió Ed.
—Bueno, pues nos quedamos con Eduardo Manostijeras.  —Decidió.
Y yo, obviamente, no me opuse. Hugo si.
—¿Qué? ¡Lo sabía, tío! Me obligas a meter una película de chicas para que terminen escogiéndola.
—No es de chicas.  —Dijo Ed, ceñudo —. A mí me gusta.
A Ed la película solo le llamó la atención por tratarse de un tío con manos de tijeras, pero cuando fue consciente del argumento, fue demasiado tarde para quitarla. Al final tuvo que admitirme que le había gustado. Jamás pensé que estaría dispuesto a verla por una segunda vez, pero recordé haberle dicho que me parecía preciosa...
Cada uno metido en su saco y con todas las bolsas de porquería delante, nos dispusimos a ver la película. Hugo refunfuñó al poner el proyector en marcha y Ed le dio una palmadita de ánimo en la espalda y le dijo que al final le acabaría gustando como a él. Y por Dios que así fue. Jamás en mi vida imaginé que llegaría el día en que vería a Hugo Jorquera con los ojos vidriosos. Él dijo que se le había metido algo en el ojo.
—Si. Una película de amor.  —Bromeó Ed.
Yo le propiné un pequeño codazo amistoso y nos sonreímos.
—No te metas con él.  —Susurré.
Qué guapo estaba aquella noche, de verdad. A Ed los quince años le estaban sentando de miedo. Algunos chicos a esa edad estaban horribles, con las voces cambiantes, las narices hinchadas y unos bigotillos la mar de penosos, pero a Ed todo le sentaba bien. Todo. Era el más alto de su clase y él que mejor se desarrollaba, todo hay que decirlo. Y no es porque yo estuviese colgada por él desde que llegué a este mundo, es que las niñas empezaban a rifárselo. Y claro, a mí no me extrañaba pero me molestaba, porque Ed era de los pocos chicos que no se había puesto rechonchito a los nueve años. Él siguió apretadito, como una piedra. Y ahora empezaba a tener más hombros y sus rasgos más maduros. Guapísimo. Una vez, y sin que él lo supiera, me quedé mirándolo mientras dormía, pensando que no podía ser más guapo y de que no podía ser legal. Y por entonces, yo empecé a comprender esa frase que tan a menudo utilizaba la hermana de Ed para referirse a un chico. Es tan guapo que duele.
La hora fatídica de la noche, o la hora en la que a Gina le pintaron alas, llegó de la mano de Clara.
—La hermana de Gin dice que giras la botella, y a quien señale, le preguntas "beso, verdad o atrevimiento", y según lo que elija, de eso tratará el reto. Si lo rechaza, tiene que dar prenda.
—¿Prenda?  —Preguntó Ed.
—Quitarse la camiseta, por ejemplo.  —Carraspeó Clara.
En esos momentos yo detestaba a mi hermana muy fuerte. ¿Cómo se le ocurrió explicarle las reglas a Clara? ¿Es que se le había olvidado lo mal que estaba de la cabeza? A Clara le habían empezado a salir las tetas, tan solo empezado, pero ella ya se ponía sujetador y lo rellenaba con calcetines para aumentarlas. Le dije que era una estupidez, que se veía de lejos que no eran naturales ni normales. ¿Me hizo caso? No.
—¡Yo primero!  —Alzó la mano Hugo, para después trincar la botella, ponerla en el suelo y hacerla girar —. No sé cómo no conocíamos este juego.
Ed se mantuvo en silencio a mi lado, rozando su hombro contra el mío. Mi respiración era irregular, agitada y nerviosa. Me iba a morir de un infarto y tenía muy claro que volvería al mundo de cualquier manera para arrastrar a Clara conmigo.
La botella señaló a Ed. No pareció agradarle mucho la cosa.
—¿Beso, verdad o atrevimiento?  —Preguntó Hugo, haciendo un extraño énfasis en la primera palabra.
—Atrevimiento.
Ed, como siempre, el osado. Hugo se frotó las manos y entornó los ojos pensando la travesura. Yo deseé que no fuese nada peligroso.
—Atrévete a meter el ganado de Francis en su casa.
Eso entraba en lo peligroso para mí, por no hablar de la ilegalidad de allanar un domicilio.
—¿Estás de coña? Está en la otra punta del pueblo.
—Tenemos las bicis.  —Hugo se encogió de hombros quitándole importancia.
—Y ellas no tienen.
—Las llevaremos de paquete.
A mí la idea de ir de paquete de Ed en su bici me chiflaba. De hecho, ya había ido en múltiples ocasiones, y siempre me fascinaba la idea de tener sus brazos a mí alrededor, pese a ir tan incómoda sentada en la barra de la bicicleta e ir guardando el equilibrio. Nunca ninguno de los dos protestamos por ello. Pero esto era distinto. Muy distinto. Era meterse en un lío y no es que precisamente Ed no se hubiese metido ya en ninguno.
—No lo hagas, Ed. Da prenda.  —Le dije, inconscientemente, sin pensar en que parecía estar pidiéndole que se quitara la camiseta.
Y la verdad, sonaba mucho mejor que dejarle ir a una misión tan suicida como esa.
—Si te niegas eres un gallina.  —Le pinchó su supuesto mejor amigo —. Pero, si te decides a hacerlo, te ayudaré.
Hugo se la tenía jurada a Francis por haber pasado con el tractor por encima de su recién adquirida bicicleta. Y yo de verdad que entendí su enfado, pero aquello era pasarse. Además ¿no le habían comprado otra ya? Pues pelillos a la mar ¿no?
Y también es cierto que Francis no se había portado muy bien con Ed, que lo culpó de cosas que no había hecho y eso llevó a Ed a un castigo de un mes. Por suerte, yo tenía permiso para visitarlo.
—No sé...
—Venga, tío. Siempre hemos querido hacerlo.
—Es un allanamiento.  —Torció la boca.
—No vamos a entrar en la casa, solo a meterle las cabras. Siempre se deja la puerta de atrás abierta.
Y aquello fue el detonante. Diez minutos después, estábamos sacando las bicis en absoluto silencio. Íbamos tal cual, en pijama, pero con las deportivas bien abrochadas. Ed subió a la bici y sostuvo el manillar tan solo con una mano, invitándome a subir.
—No estoy de acuerdo con esto.
—No pasará nada, peque.
—¿Y tú qué sabes? ¿Y si os pilla? Ese tío os odia y no os dejará pasar ni una. Llamará a la guardia civil y tu padre te castigará para los restos.
Yo siempre he sido la conciencia de Ed; él, mi locura.
—Saldremos pitando.
—Nos conoce, Ed.
—¡No seas aguafiestas, Gina!  —Protestó Hugo, con Clara ya subida.
Lo señalé como hacen las madres cuando echan la bronca.
—¡Y todo esto es por tu culpa! ¡Eres un liante!
A Ed siempre le hacía mucha gracia verme enfadada, por lo que se echó a reír y se aproximó a mí.
—Venga, sube. Te prometo que a la mínima saldré corriendo contigo.
Me crucé de brazos y resoplé.
—Lo has prometido, Ed.
—Y lo cumpliré.
Deseé que el camino fuera más largo aún de lo que en realidad era si así desistían con el reto, pero no lo fue. Hugo y Clara iban delante, marcándonos el camino que ya todos nos conocíamos a la perfección. Ed los seguía a una distancia prudente, iba más despacio, casi disfrutando del paseo. Yo estaba tensa. Tensísima. Si le pasaba algo yo lo mataba. Bueno, primero lo salvaba, luego lo mataba.
—Saldrá bien... —Me susurró pacienzudo.
—Por mucho que lo digas no me lo voy a creer.
—¿Tú confías en mí?
—¡Pues claro que confío en ti, tonto! ¡Pero no confío en él!
La risa de Ed en medio de la noche con las calles tan vacías sonaba preciosa.
—¿Te refieres a Hugo o Francis?
—Pues no lo sé, la verdad. A los dos.
—Una vez le oí decir que no descansaba bien y que tenía una medicación que lo dejaba medio muerto hasta la mañana siguiente.
—Mentira.  —Espeté.
Apoyé la espalda distraídamente contra su pecho. Mentira, lo hice todo tan premeditado que me puse colorada nada más hacerlo. Él se arrimó.
—Yo nunca te miento.
—Eso también es mentira. Me dijiste que el ratoncito Pérez existía y no era cierto.
—Joder, Gin, tenía que mantener tus ilusiones.
—Mentiroso. Que eres un mentiroso.
Ed optó por retomar el tema. Yo seguía muy dolida con lo del ratoncito Pérez.
—Te digo que se lo escuché decir.
—¿Dónde?
—En la puerta del bar. Iba en bici de camino a tu casa.
—¿Lo dices de verdad o es una mentira piadosa para tranquilizarme?
—Lo digo de verdad.  —Asintió.
—Pues más te vale, Ed Herrera, porque te juro por Dios que si te pasa algo, primero te saco de ahí y después te muelo a palos.
—Será todo un placer.
—Ya. Seguro.
Él no lo sabe, pero sonreí.
Los dos decidieron que para la huída sería mejor dejar las bicis fuera, algo alejadas de la entrada. Clara le hizo prometer a Hugo que no la dejaría en la estacada. A mí eso no me hacía falta, yo sabía perfectamente que Ed jamás me dejaría atrás. ¿De Hugo? Bueno, yo no pondría la mano en el fuego por él, pero más le valía no olvidarse de mi amiga.
El dúo de los tontos encabezó la partida a la parte de atrás de la casa, donde se encontraban las vacas, las gallinas y las cabras. Yo iba acojonada, agarrada a la espalda de Ed con ambas manos y tirándole de la camiseta cada vez que escuchaba un ruido. Al final, temiendo que le rompiese la camiseta del pijama, me cogió de la mano. Ahí pensé que el riesgo merecía la pena. Pero la cosa me duró poco, porque nosotras no pensábamos saltar la valla y ellos tenían que hacerlo para llevar a cabo el plan. Me puse en plan peliculera, como si Ed fuese a embarcarse en la guerra o algo por el estilo. Cuánto daño ha hecho Hollywood...
Mientras que Clara y yo nos encargábamos de vigilar la casa y cualquier movimiento, ellos, ágiles como plumas, entraron por el gallinero y se abrieron paso hasta las cabras. Hugo fue a asegurarse de que la puerta de atrás, efectivamente, estaba abierta. Ed encaminó a los animalitos al interior. Los pobres animalitos parecían perdidos y ¡por Dios que ruidosas eran las malditas cabras! Ed volvió rapidísimo, saltó la valla apoyando una mano en esta y se volvió para ver si Hugo le seguía. No. El muy tonto se había quedado para ofrecerle a las cabras lo que comerse. Maldito rencoroso.
Las luces del segundo piso se encendieron. Me aferré a la mano de Ed con ambas y le clavé las uñas.
—¡Hugo!  —Susurró con urgencia —. ¡Vámonos, joder!
Yo ya había empezado a tirar de Ed como una posesa, pero de siempre ha sido más alto, más fuerte y más todo que yo, así que de nada me servía. El grito de Francis debió oírlo toda la calle.
—¡¿Qué cojones...?!
Hugo apareció corriendo como en una carrera olímpica, agitando las manos para que echáramos a correr. Saltó la valla sin tocarla y entonces todos salimos disparados. Con lo que yo odio correr... Ed fue el primero en alcanzar su bici. Yo me había quedado atrás, faltándome la respiración. Él pedaleó frenético, alcanzó mi posición y esta vez me hizo montar en el sillín.
—Abrázame fuerte y no te sueltes.
Era una orden que, entre la adrenalina y el miedo, estuve encantada de acatar. Le rodeé la cintura y enlacé mis dedos en su abdomen. Ed se alzó sobre los pedales y salimos embalados cuesta abajo. Volví la cara y me fijé en que Hugo y Clara iban igual. ¿Nos habría visto Francis? ¿Nos escuchó? ¿Pensará que fueron ellos y los culpará igualmente? Tenía tantas dudas... y todas se las llevó el aire frío que me azotaba las mejillas hasta que nos alejamos lo suficiente, entonces, Ed se detuvo y volví a subirme por delante. Me encantaba abrazarle, pero me gustaba más cuando lo hacía él.
—¡Ha sido increíble!  —Exclamó Hugo en un estado de excitación elevado.
—Y peligroso.  —Le recordó Ed, aunque él también estaba bastante motivado.
Y es que, a estos dos, siempre que los planes les salían bien, se ponían frenéticos, como cuando atiborras a un niño de azúcar y se le dilatan las pupilas y corre y salta de un lado para otro. Pues igual.
—Menos mal que no te ha visto —dijo Clara, que le pegó después un manotazo en el brazo —. ¿Por qué tardaste tanto?
—Quería asegurarme de que las cabras se comían el sofá y todo lo necesario.
—Rencoroso... —Musité.
Ed me estrechó contra su pecho y yo le froté los brazos cariñosamente y suspiré. Dios, me ponía tan nerviosa cuando estábamos tan cerca... ¡No sabía lo que hacer!
Volvimos a la casa árbol a pie. Ed y Hugo dejaron las bicis en el mismo lugar de antes y subimos las escaleras. Esta vez, Ed giró la botella y señaló a Clara. ¿Cuánto más pensaban jugar? Yo hasta tenía sueño y me apetecía que ellos dos se quedaran dormidos para acaparar a Ed. Si yo solo venía a estas cosas para estar con él...
—¿Beso, verdad o atrevimiento?  —Le preguntó.
Conociendo a Clara y las ganas que tenía de saber lo que era un beso, pensé que, probablemente, elegiría la primera opción.
—Verdad.  —Asintió convencida.
—¿Verdad que estás por Hugo?
Clara me fulminó con la mirada. ¿Por qué pensaba que yo la había traicionado? Jamás le conté nada a Ed respecto a lo que ella sentía por Hugo. Además, francamente, me avergonzaba admitirlo hasta a mí.
Hugo se regocijó en aquella sentencia y la miró sonriente a la espera de una respuesta afirmativa.
—Eso no es verdad.
—Pues tienes que dar prenda.  —Le dijo Ed.
Orgullosa y tozuda a partes iguales, se quitó la camiseta del pijama y fui yo la tonta que se puso colorada. ¡Como si hubiese sido yo la que se había quedado en sujetador! Yo, personalmente, habría empezado por los calcetines, pero ella es muy dada al drama y al exhibicionismo. Típico de Clara.
Hugo le miró las peras como si fuesen reales. Parecía preguntarse cómo una cría de trece años podía tener tal cantidad. Eran pañuelos, Hugo, pañuelos. Yo, mientras tanto, de reojo, me cercioré de que Ed no estuviese haciendo lo mismo, porque eso me molestaría muy mucho.
Clara carraspeó, normalizó la situación como solo ella sabía hacer y giró la botella. Cuando la boquilla me señaló a mí, quise que la tierra se abriera en dos y me tragara.
—¿Beso, verdad o atrevimiento, Gin?
La muy cerda estaba disfrutándolo mientras que a mí me sudaban hasta las palmas de las manos, cosa que no me suele pasar. También podía escuchar a la perfección el latir de mi corazón taponándome los oídos. ¿Qué iba a elegir? Sopesé rápidamente las posibilidades. Si elegía beso, estaba claro que me diría que besara a Ed, y no es que no quisiera, es que no estaba segura de saber hacerlo y tampoco de si él querría. Si escogía verdad, tendría que admitir que estaba por Ed o quitarme un calcetín. Atrevimiento... bueno, Clara era mi amiga ¿qué tipo de reto podría ponerme que fuese imposible de realizar? Además, yo también quería sentirme valiente por una noche.
—Atrevimiento.  —Dije casi sin voz.
Mierda, no quería sonar así. Se suponía que debía ser fuerte y osada, no una cría que elegía esa opción por descarte.
Clara esbozó una sonrisa de mala de dibujos y señaló a Ed. Ay, no...
—Atrévete a besar a Ed.
Debí imaginármelo ¿verdad? Pero ¿cómo iba yo a pensar que mi elección tenía trampa? Si la opción "beso" está incluida en el juego ¿por qué darle la vuelta tan drásticamente? Porque mira que hay que ser mala amiga y desgraciada para hacerme eso. Pero la culpa era mía, por confiarle todo lo que me pasaba por la cabeza. Clara llevaba semanas diciéndome que tenía que lanzarme y yo le decía que no, que no quería dejar de ser su amiga. Y era la pura verdad, solo que yo quería añadirle ciertos... privilegios a nuestra amistad.
Ed se puso recto como el palo de una escoba y los dos nos miramos de reojo. Hugo se carcajeó como si acabaran de contarnos un chiste buenísimo y yo estuve a punto de lanzarle mi zapatilla a la boca.
—Daré prenda.  —Dije con las mejillas encendidas, empezando a quitarme un calcetín.
—¡Venga ya! ¡Qué aburrida!  —Me abucheó Hugo.
—¡Es solo un piquito!  —Protestó Clara.
Quise chillar que parasen y también quise salir corriendo a mi casa, meterme bajo la cama y no salir en los próximos diez años. Yo a veces también soy muy dada al drama.
—¡Es mi amigo!  —Argumenté, pero la verdad es que ni yo misma estaba segura de mi propia defensa.
—No la agobiéis.  —Intervino Ed, que flexionaba las piernas para apoyar los codos en las rodillas—. Si no quiere, no quiere.
Perdí los papeles.
—¿Tú quieres?  —Le pregunté.
Ed me devolvió la mirada y vaciló unos instantes.
—Bueno, es... es solo un pico ¿no? Si así no tienes que dar... prenda...
—¿No te importa?
Estaba alucinando. Pero alucinando hasta el punto de que veía nuestra boda de unicornios y dinosaurios hecha realidad. Hasta ese punto aluciné.
—No.  —Negó.
Las manos, las pestañas, los labios... todo me tembló. Todo. Había soñado mogollón de veces con besar a Ed. A veces nos imaginaba en su habitación, otras en la mía, en el patio de mi abuela, tras su partido de baloncesto... Nos imaginé de tantas maneras, que ahora que parecía hacerse realidad, no podía creérmelo. El pánico se apoderó de mí. ¿Y si no lo hacía bien? Yo no sabía besar. Nunca había besado a nadie. ¿Y él? A mí jamás me mencionó a ninguna chica, pero en el colegio se rumoreaba que había tenido más que palabras con una amiga de su hermana, cosa que él nunca me contó y yo decidí que era mentira, porque entre Ed y yo no había secretos. Así que, en ese mismo segundo, me convencí de que Ed tampoco había besado a ninguna otra chica. Sería un placer entregarle mi primer beso.
—¡Beso, beso, beso!  —Aplaudía Hugo.
Me preocupaba tanto que él notara mi nerviosismo, que hice todo lo que estuvo en mi mano para disimularlo. Qué tonta, Ed me conocía casi mejor que yo. Estaba claro que, hiciera lo que hiciese, sabría perfectamente cómo estaba.
Él dio el primer paso y se inclinó hacia a mí. ¡Ay, Dios mío!, grité en mi fuero interno. Creo que estaba poseída por una animadora adolescente que agitaba los pompones frente al hecho de lo que iba a pasar. Yo también me acerqué a él. ¿Estaba tan nervioso como yo? ¡Ni siquiera podía darme cuenta! ¡El muy cerdo era buenísimo ocultando cómo se sentía! Y a mí me daba la sensación de que todos los presentes podían oír con perfecta claridad mis irregulares latidos.
Cerré los ojos en el mismo instante en el que sentí su respiración mezclarse con la mía. En realidad cerré los ojos porque es lo que hacían en todas las películas y porque me daba mucha vergüenza mirar a Ed a los ojos a tan poca distancia. No sé si él también los cerró, sólo sé que, cuando sus labios rozaron los míos, sentí un corrientazo recorrerme desde ese punto exacto, hasta los deditos de mis pies. Y me dije, si esto es lo que provoca tan solo el contacto de sus labios ¿qué será lo demás? Ed me besó como tocarías una nube, lenta y suavemente. Fue un beso que desató todas las alarmas, y me supo a gloria. Los labios de Ed me resultaron mejor que el chocolate, mejor que el algodón de azúcar y que las patatas fritas con queso y bacón. Esa noche supe que quería besar a Ed durante el resto de mi vida, lo que no supe ver es cuán hondo se me había clavado.
Una hora después de hacer que Hugo corriese desnudo por el jardín y de obligar a Clara a comerse un par de pepinillos en vinagre que ella detestaba, nos fuimos a dormir, a eso de las cinco de la madrugada. Ed estaba boca arriba, mirando al techo. No había vuelto a dirigirme la palabra desde nuestro beso y yo no sabía cómo interpretarlo. ¿Le había molestado tener que besarme? ¿Lo había hecho mal? ¿Estaba enfadado? ¿No le había gustado? Con Ed a veces era difícil saber lo que pasaba.
Me aseguré de que Hugo ya había empezado con sus ronquiditos y de que Clara ya andaba hablando en sueños, para girarme hacia él y armarme de valor. Era ahora o nunca, no podía dejar pasar esta oportunidad.
—Ed.  —Susurré.
Con el brazo derecho bajo la cabeza, volvió la cara para mirarme y frunció el ceño.
—Creí que estabas dormida.
Sacudí la cabeza. El corazón me iba a mil.
—¿Estás enfadado conmigo?
Ed esperó unos segundos y yo creí que se estaba pensando la respuesta, lo que me hizo aguantar unas ganas de llorar tremendas, pero cuando se echó a reír, supe que no. Y me relajé. Al menos un poquito.
—¿Por qué iba a estar enfadado contigo?
Encogí los hombros.
—Igual te ha molestado tener que...
No pude decirlo. Me fue imposible. Y aún así, me puse roja como un tomate y deseé que la oscuridad fuese suficiente para cubrir mi vergüenza.
—¿Crees que me ha molestado besarte?
—Nunca había besado a nadie... —Admití avergonzada, a modo de disculpa.
—Yo tampoco.
Pese a que yo me lo imaginaba, casi salto del saco para gritar extasiada. Así era yo de expresiva. Pero aguanté. Lo que no pude reprimir fue una sonrisa de orgullo. Yo era el primer beso de Ed.
—Me alegro de que seas mi primer beso.
Ed, en un principio, no dijo nada. Apartó el brazo de debajo de su cabeza y buscó mi mano izquierda, escondida bajo la almohada. Temblé casi tanto como cuando se acercó a mí. Enlazó nuestros dedos y puso esa sonrisa que desde entonces, solo fue para mí.
—Yo también me alegro de que seas mi primer beso.

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