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No volvimos a hablar después de eso. Ella parecía perseguirme, siempre la encontraba en los lugares que frecuentaba y en la hora del almuerzo se sentaba junto a mí en silencio. Era una tortura, me sentía atrapada, ¿por qué demonios hacía eso?

—¿Dejarás de ignorarme? —Su aterciopelada voz irrumpió aquel silencio al cual me había acostumbrado después de varios días.

—No sé a qué te refieres —respondí sin mucho interés.

—A que eres una persona sumamente odiosa y por eso no tienes amigas. —Mis ojos se clavaron en los suyos, ese día en particular su mirada se había vuelto más oscura.

—Pues, si lo soy, no deberías estar aquí, ¿no te parece? —La desafié con una sonrisa irónica— ¿Por qué no vas con tus amiguitas?

—Porque quiero estar contigo. —Su voz fue dura, pero al mismo tiempo un pequeño velo de dulzura se podía apreciar en sus palabras. No entendía por qué lo hacía y creo que eso me carcomía la mente.

—Cómo has dicho, soy una persona odiosa y para nada interesante. Te aburrirás conmigo, ahora vete. —Trataba de sonar borde, quitando importancia a esa punzada de dolor que me producían tales palabras.

—No lo haré Susan, no hasta que me sonrías y seas mi amiga.

Suspiré llena de irritación lo cual la hizo reír. Su risa... parecía ser una melodía que inundaba mis entrañas, a tal punto que mi corazón bailaba al compás de la misma. Era tan difícil sentirse de esta manera y no poder gritarlo sin que el arrepentimiento me destrozara el cerebro.

No acepté su propuesta y vi como sus ojos se volvía tristes. Entonces comencé a sentirme como la peor persona del universo. La imaginaba angustiada, enojada conmigo, quizás y hasta me odiaba. Pero no fue así, al día siguiente volvió a hacer exactamente lo mismo, y al día siguiente, y al otro.

Diez días pasaron hasta que acepté ser su amiga, con el corazón en la boca y el miedo latente en cada momento. Pues sabía que tenerla cerca y compartir cosas con ella sólo me haría adorarla más de lo que ya lo hacía.

Y no me equivoqué...

Nos hicimos muy cercanas, pasábamos los días enteros juntas. Comíamos muchos dulces, ella amaba los chocolates y yo jamás pude negarme a sus peticiones. Las películas de terror eran mis favoritas, sin embargo ella siempre se asustaba y terminaba por acunarse en mis brazos. Nuestros padres se habían vuelto conocidos y muchas reuniones eran precedidas por ellos donde ambas cultivábamos nuestra amistad.

Julieta se había vuelto mi tesoro, mi respiro, mi vida entera. Sus alegrías eran las mías, sus dolores eran el mayor suplicio para mí y su risa era mi canción favorita.

Fui cuidadosa en la forma en la cual me desenvolvía frente a los demás. Mis padres jamás sospecharon, estaban felices de poder verme con una amiga, riendo y disfrutando de la vida, sin desatender mis obligaciones.

Tuve miedo por mucho tiempo, pero ella jamás habló de ningún chico frente a mí. Aunque existían muchachos que la invitaban a citas, bailes y su casillero se llenaba en los días de San Valentín; jamás la vi con nadie.

Entonces... llegó aquel día.

El cine había sido una gran tarde de distracción y luego de comer muchas palomitas decidimos ir a la playa. El día era cálido y el mar se encontraba en una calma que podía sentirse desde lo lejos.

—Es hermoso —susurré mientras mi mirada se perdía en aquel horizonte teñido entre azules y naranjas.

—Lo es. —Su mano tomó la mía delicadamente y eso me sorprendió mucho. La miré a los ojos con mucha confusión y sin esperar absolutamente nada, sus labios tocaron los míos.

Mis ojos se encontraron abiertos por un par de segundos donde contemplé sus mejillas sonrojarse y sus voluptuosas pestañas. Mi cuerpo se volvió rígido y los latidos del corazón golpeaban con una dureza extrema mis costillas, tanto así que dolían.

Pero entonces, sus manos suaves apresaron mi rostro, invitándome a perderme entre la locura de la cual nos habíamos convertido en protagonistas. Mi mejor amiga se encontraba besándome en la playa. Cerré los ojos y dejé que el mundo dejara de existir por completo.

Entendí que era ella la razón de mis sonrisas. No existía momento en el cual no la pensase, no existía mejor refugio que sus brazos, ni bálsamo más poderoso contra las heridas que sus dulces besos sabor a cereza.

Y acepté al fin, que yo... amaba a Julieta.

SusanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora