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A partir de aquella tarde mi vida cambió por completo. Nunca imaginé que aquello que en un primer momento me había hecho tan plena, me llevaría más temprano que tarde a mi fin.

Comenzamos a tener citas, a salir y descubrir lugares donde nuestro amor se estampaba en cualquier momento. Donde sus besos eran mi adrenalina y las ilusiones nos envolvían en una densa nube de ensoñación.

Le escribía poemas, siempre mis sonetos recaían en su persona. Era mi musa y la mayor inspiración que alguna vez pude sentir. La habitación ya no era triste ni se sentía vacía; ahora había recuerdos, fotografías y su risa, que inundaba aquel pequeño lugar. Se había transformado en mi refugio cuando las cosas salían mal, a pesar de que era un secreto.

Una noche de crudo invierno ocurrió aquello que nos despojó de toda inocencia. Entre besos de cerezas y caricias que ardían en la piel; entre suspiros y secretos que nuestros cuerpos supieron guardar y disfrutar. Caminamos de la mano para convertirnos en mujer, entregamos nuestro corazón a cada minuto y nos amamos con la plenitud de saber que esto era eterno.

Pero lo eterno a veces sólo es producto de los recuerdos, de aquel pequeño cajón en nuestra mente que resguarda las sensaciones, aromas y texturas de aquello que traspasa el alma, marcando para siempre. Y a veces, lo que dura para siempre es en realidad lo efímero de haber amado sin penas ni lamentos.

Y fue esa tarde de septiembre, donde me encontraba escribiendo el más largo y profundo poema para confesar aquello que ella ya sabía con mis actos. Su cumpleaños número diecinueve, un día más para celebrar el estar a su lado.

¿Quién podría advertir que el haber dejado mi cuaderno abierto tan solo cinco minutos para ir al baño cambiaría el rumbo de mi vida para siempre?

—¡¿Qué demonios es esto Susan?! —Los gritos de mamá provenientes de mi habitación me helaron la sangre.

Lentamente caminé hacia la puerta y pude ver los ojos de mi progenitora inyectados en sangre, su cuerpo temblaba producto de la ira y en su mano izquierda una hoja de color rosa que conocía muy bien se encontraba completamente arrugada por la fuerza de su mano.

No pude articular palabra, mi madre gritaba cosas que ni siquiera podía entender, no porque no la escuchara, sino porque sabía que este era mi final. Ni siquiera los mejores trofeos, medallas o certificados podrían borrar esta "mancha" que la llevaría de por vida.

De repente, sin advertir y aún ensimismada entre mis pensamientos el primer golpe cayó directo a mi mejilla. La piel ardía y luego comenzaba a picar de manera insoportable; otro golpe, y otro, y otro...

Sentía el sabor del hierro deslizarse por mis labios, no podía entender qué estaba tan mal, ¿acaso no era amor lo que sentía en el corazón? ¿Por qué entonces era algo tan horroroso?

Pero nada pudo responder estas dudas que se arremolinaban en mi interior, más los pasos de papá acercándose y preguntando qué ocurría llenaron de un terror indescriptible mi alma. Mi padre, quien siempre me había protegido de los chicos que querían tener contacto conmigo, aquel que me hablaba de cómo ser una esposa ejemplar, de cómo debía criar a mis hijos; él que odiaba una sola cosa más que nada en todo el mundo, y eran las personas homosexuales.

La decepción en sus ojos al escuchar las palabras de mi madre inyectadas en asco y tras ver las pruebas con sus propios ojos, dieron paso a un torbellino de ira que le deformó el rostro. Aquel hombre que me había criado desde que tenía memoria y ahora sólo eran gritos y golpes.

¡Y dolía! ¡Dolía como los mil demonios!

—¡¿Por qué?! ¡Dime, maldita seas! ¡¿Por qué nos haces esto!? ¿Es que acaso no te hemos criado como se debe? ¡¿Por qué Susan?! ¡¿Por qué?! —Los sollozos de mi madre hacían crecer esa presión en el pecho para volverla abismal.

Recordaba todas las veces que quise huir de esto, que intenté no hacer caso a mi corazón, que me negué a ser amiga de Julieta pero no pude.

—P-por-q-que... —Los golpes habían sido duros y mi boca estaba hinchada, las palabras se atoraban en la garganta, ¿qué ocurriría si decía la verdad? ¿Acaso me encerrarían de por vida? No podían, aunque quisieran hacerlo y a pesar de que jamás me lo perdonarían, sólo un par de ojos verdes hacían latir a mi corazón.

Ellos jamás lo entenderían y cada golpe, cada insulto, cada rajada en el alma servía para comprender que ellos jamás lo harían, que no me amaban, no como lo hacía Julieta.

—¡¿Por qué?! —El grito enfurecido de mi padre me hizo reaccionar y sin siquiera pensarlo, solté aquello que tenía atascado hace tanto tiempo en el interior de mi alma.

—Porque la amo. —El susurro que fue perfectamente audible para mis padres fue el detonante para aquel fatídico momento en el cual recibí un último golpe en el rostro.

La fuerza propinada por aquel puño fue tal que perdí el equilibro y mi nuca impactó contra el borde de la mesa; caí con fuerza al suelo y exhalé sin saberlo aún, mi último aliento.

Todo se volvió negro, ya no había dolor ni gritos; sólo estaba ella... Julieta. Con sus dulces ojos verdes, su cabello negro largo y suave bailando al son del viento, sus mejillas rosas tan radiantes como siempre, mi doncella.

Pude sentir el tacto de sus cálidas manos apoderarse de las mías que se hallaban frías y sudadas como aquella vez. De repente, un dulce sabor a cereza transformó nuevamente mi mundo, como aquel atardecer que dio paso a un susurro tan tenue y tan claro...

—Te amo Julieta...

Y así fue como dejé este mundo. A causa de las personas que en vez de entenderme, protegerme, amarme a pesar de todo y apoyarme; me acusaron, golpearon y ultrajaron hasta arrebatarme la vida.

SusanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora