Canto XXI

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Me atormentaba la sed natural, que no se sacia nunca sino con aquella agua que pidió como gracia la joven samaritana; excitábame la prisa de seguir a mi jefe por el obstruido sendero, y me afligía el espectáculo del justo castigo. En esto, según refiere Lucas que se apareció Cristo a dos hombres en el camino, después de haber salido del sepulcro, así se nos apareció una sombra, que venia en pos de nosotros mirando a sus plantas las almas tendida; aun no habiamos reparado en ella, cuando nos dirigió la palabra diciéndonos:

- Hermanos míos, la paz de Dios sea con vosotros.

Nos volvimos presurosamente, y Virgilio le hizo la demostración que convenía a aquel saludo. Después le dijo:

- ¡Que en el concilio bienaventurado te admita en paz el tribunal de verdad que me relega a un destierro perpetuo!

- ¡Cómo! -exclamó el espíritu-; ¿pues por qué vais tan de prisa si sois sombras que Dios no se digna admitir allá arriba? ¿Quién os ha guiado hasta aquí por su escala?

Mi Doctor contestó:

- Si miras las señales que lleva éste y traza el Ángel, podrás ver que tiene el derecho de reinar con los buenos, pero como aquella que hila de noche y de día no había terminado aún la husada que le corresponde, y que Cloto prepara e impone a cada uno de nosotros, su alma, que es hermana tuya y mía, viniendo aquí, no podía venir sola, porque no puede ver como nosotros. Por esta razón fui yo sacado de la vasta garganta del Infierno para enseñarle el camino, y se lo enseñaré hasta donde mi ciencia pueda guiarle. Pero dime, si es que lo sabes, ¿por qué dio antes el monte tales sacudidas, y por qué hasta en sus húmedos fundamentos parecían gritar a la vez todas las almas?

Haciendo esta pregunta, Virgilio acertó como en una aguja con el ojo de mi deseo, de tal suerte, que bastó la esperanza para mitigar mi sed de saber. Aquél empezó de esta manera:

- Nada sucede en la religiosa montaña, que esté fuera del orden o del uso establecido. Este sitio está libre de toda conmoción; y la que habéis sentido sólo puede proceder de aquello que el Cielo recibe digno de sí mismo, y no de otra causa. Porque no llueve, ni graniza, ni nieva, ni cae escarcha ni rocío más acá de la puerta de las tres pequeñas gradas. No aparecen nubes densas ni enrarecidas ni se ven relámpagos, ni a la hija de Taumante, que allá abajo cambia con frecuencia de sitio. No hay seco vapor, que se eleve a mayor altura de la de aquellas tres gradas de que he hablado, donde tiene sus plantas el vicario de Pedro. Quizá temblará el monte poco o mucho más abajo de allí; pero por más viento que se esconda en la tierra, no sé en qué consiste que aquí no ha temblado nunca. Únicamente se estremece cuando algún alma, sintiéndose purificada, se levanta o se mueve para subir, acompañándola aquel cántico. La prueba de la purificación es la voluntad que excita al alma, libre ya, a mudar de sitio, ayudándole en su mismo deseo. No por eso deja de sentir antes de tiempo el anhelo ineficaz de subir al cielo, pero sin que tampoco la abandone el de satisfacer a la justicia divina, pues ésta le impone por el castigo el mismo afán que tuvo por el pecado. Yo, que he yacido en esta mansión de dolor más de quinientos años, no he tenido hasta este momento la libre voluntad de pasar a otra mejor; por eso has sentido el terremoto, y a los piadosos espíritus alabando por la montaña a aquel Señor, que los admitirá pronto en su seno.

Así habló; y como el hombre goza tanto más en beber, cuanta mayor sed tiene, no sabré decir el contento que me dio. Mi sabio Guía le dijo:

- Ahora veo la red en que estáis prendidos, y de qué manera os libráis de ella; la causa del temblor del monte y la de que os congratuléis. Hazme saber ahora, si lo tienes a bien, quién fuiste, y por qué has estado tendido durante tantos siglos; permíteme que lo deduzca de tus palabras.

- En aquel tiempo en que el buen Tito, con la ayuda del supremo Rey, vengó las heridas por donde salió la sangre que había vendido Judas -respondió aquel espíritu-, estaba yo allá abajo llevando el nombre que más dura y honra más, bastante famoso, pero todavía sin fe. Fue tan dulce mi canto, que, a pesar de ser tolosano, me atrajo a sí Roma, donde merecí que coronaran de mirto mis sienes. Aun me llama Estacio la gente que allí vive; canté a Tebas, Y después al gran Aquiles, pero caí en el camino llevando mi segunda carga. Encendieron mi ardor las chispas de la divina llama que han inflamado a más de mil. Hablo de la Eneida, la cual fue mi madre y mi nodriza en poesía; nada escribí sin ella que tuviera el menor peso; y pasaría gustoso un año más en este destierro, con tal de haber vivido en el mundo cuando vivió Virgilio.

Estas palabras hicieron que Virgilio se volviera hacia mí, con un ademán, que tácitamente decía: Cállate, pero la voluntad no lo puede todo, porque la risa y el llanto siguen de tal modo a la pasión de que proceden, que en los hombres más sinceros se manifiestan sin querer; así es que yo me sonreí, como quien muestra estar en inteligencia con otro; por lo cual la sombra se calló, y me miró a los ojos, que es donde más se refleja el pensamiento.

- ¡Ah! ¡Ojalá puedas llevar a buen término tu grande obra! -dijo-; más, ¿por qué tu rostro me ha mostrado ahora ese relámpago de sonrisa?

Vime entonces apurado entre ambos; el uno me obligaba a callar, el otro me pedía que hablase; por lo cual suspiré, y fui comprendido.

- Puedes hablar sin temor -me dijo mi Maestro-; habla y dile lo que pregunta con tanto empeño.

Contesté, pues:

- Quizá te asombres, antiguo espíritu, de mi sonrisa, pero quiero causarte mayor admiración. Éste, que guía mis ojos hacia arriba, es aquel Virgilio, de quien aprendiste a cantar en sublimes versos los actos de los hombres y de los dioses. Si creíste que mi sonrisa tenía otra causa, deséchala como errónea, que sólo procedía de las palabras que pronunciaste con respecto a él.

Estacio se inclinaba ya para abrazar las rodillas de mi Señor, pero éste le

dijo:

- Hermano, no lo hagas; que tú eres sombra, y ves ante ti a otra sombra.

Y él, levantándose, contestó:

- Tú puedes comprender ahora la magnitud del amor que por ti me inflama, cuando olvido nuestra vanidad, tratando a una sombra como a un cuerpo sólido. 

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