Cuando se detuvo el septentrión del primer Cielo, que no conoció nunca orto ni ocaso, ni más niebla que el velo que sobre él corrió el pecado, y que alli enseñaba a cada cual su deber, como el septentrión más bajo lo enseña al que dirige el timón para llegar al puerto, los veraces personajes que iban entre el Grifo y los siete candelabros se volvieron hacia el carro, como hacia el fin de sus deseos; y uno de ellos como enviado del Cielo, exclamó tres veces cantando: Veni, sponsa, de Libano, y todos los demás cantaron lo mismo después de él. Así como los bienaventurados, cuando llegue la hora del juicio final, se levantarán con presteza de sus tumbas, cantando Aleluya con su voz recobrada por fin, del mismo modo se elevaron sobre el carro divino, ad vocem tanti senis, cien ministros y mensajeros de la vida eterna. Todos decían: Benedictus qui venis, y después, esparciendo flores por encima y alrededor, añadían: Manibus o date lilia plenis.
Yo he visto, al romper el día, la parte oriental enteramente sonrosada, el resto del cielo adornado de una hermosa serenidad, y la faz del Sol naciente cubierta de sombras, de suerte que a través de los vapores que amortiguaban su resplandor, podía contemplarla el ojo por largo tiempo; del mismo modo, a través de una nube de flores que salía de manos angelicales y caía sobre el carro y en torno suyo, se me apareció una dama coronada de oliva sobre un velo blanco, cubierta de un verde manto, y vestida del color de una vivida lIama. Mi espíritu, que hacia largo tiempo no había quedado abatido, temblando de estupor en su presencia, sin que mis ojos la reconocieran, sintió no obstante el gran poder del antiguo amor, a causa de la oculta influencia que de ella emanaba. En cuanto hirió mis ojos la alta virtud que me había avasallado antes de que yo saliera de la infancia, me volví hacia la izquierda, con el mismo respeto con que corre el niño hacia su madre, cuando tiene miedo, o cuando está afligido, para decir a Virgilio: No ha quedado en mi cuerpo una sola gota de sangre que no tiemble; reconozco las señales de mi antigua llama. Pero Virgilio nos había privado de sí, Virgilio, el dulcísimo padre, Virgilio, que me había sido enviado por aquélla para mi salvación. Ni aun todo lo que perdió la antigua madre pudo impedir que mis mejillas enjutas se bañaran en triste llanto.
- ¡Dante, no llores todavía; no llores todavía porque Virgilio se vaya, pues es preciso que llores por otra herida!
Como el almirante que va de popa a proa examinando la gente que monta los otros buques, y la anima a portarse bien, del mismo modo sobre el borde izquierdo del carro, vi yo, cuando me volví al oír mi nombre, que aquí se consigna por necesidad, a la Dama que se me apareció anteriormente velada por los halagos angelicales, dirigiendo sus ojos hacia mí de la parte acá del río. Aunque el velo que descendía de su cabeza, rodeado de las hojas de Minerva, no permitiese que se distinguieran sus facciones, con su actitud regia y altiva continuó de esta suerte, como aquel que al hablar reserva las palabras más calurosas para lo último:
- Mírame bien, soy yo; soy en efecto Beatriz. ¿Cómo te has dignado subir a este monte? ¿No sabías que el hombre es aquí dichoso?
Mis ojos se inclinaron hacia las limpias ondas; pero viéndome reflejado en ellas, los dirigí hacia la hierba; tanta fue la vergüenza que abatió mi frente. Parecióme Beatriz tan terrible como una madre irritada a su hijo, porque amarga el sabor de la piedad acerba. Ella guardó silencio, y los ángeles cantaron de improviso: In te Domine speravi, pero no pasaron de pedes meos. Así como la nieve se congela y endurece al soplo de los vientos de Esclavonia, entre los árboles que crecen sobre el dorso de Italia; y luego se licua por sí misma, en cuanto la tierra que pierde la sombra envía su aliento, semejante al fuego que derrite una vela; así me quedé sin lágrimas ni suspiros antes que cantasen aquellos cuyas notas responden siempre a la armonía de las esferas celestiales; mas cuando comprendí por sus dulces palabras que se compadecían de mí más que si hubiesen dicho: Mujer, ¿por qué así le maltratas? el hielo que oprimía mi corazón se deshizo en suspiros y agua, y junto con mi angustia, salió del pecho por la boca y por los ojos. Estando Ella, sin embargo, inmóvil sobre el costado izquierdo del carro, dirigió de este modo sus palabras a las compasivas substancias:
- Vosotros veláis en el eterno día, de modo que ni la noche ni el sueño os roban ninguno de los pasos que da el siglo en su camino; así pues, responderé con más cuidado, a fin de que me comprenda el que allí llora, y sienta un dolor proporcionado a su falta. No solamente por influencia de las grandes esferas que dirigen cada semilla hacia algún fin, según la virtud de la estrella que la acompaña, sino también por la abundancia de la gracia divina (cuya lluvia desciende de tan altos vapores, que no puede alcanzarlos nuestra vista), fue tal ése en su edad temprana por natural disposición, que todos los buenos hábitos habrían producido en él admirables efectos; pero el terreno mal sembrado e inculto se hace tanto más maligno y salvaje, cuanto mayor vigor terrestre hay en él. Por algún tiempo le sostuve con mi presencia: mostrándole mis ojos juveniles, le llevaba conmigo en dirección del camino recto; pero tan pronto como estuve en el umbral de la segunda edad, y cambié de vida, ése se separó de mí y se entregó a otros amores. Cuando subí desde la carne al espíritu, y hube crecido en belleza y virtud, fui para él menos querida y menos agradable. Encaminó sus pasos por una vía falsa, siguiendo tras engañosas imágenes del bien, que no cumplen totalmente ninguna promesa: ni siquiera me ha valido impetrar para él inspiraciones, por medio de las cuales le llamaba en sueños o de otros modos, según el poco caso que de ellas ha hecho. Tan abajo cayó, que todos mis medios eran ya insuficientes para salvarle, si no le mostraba las razas condenadas. Por él he visitado el umbral de los muertos, y dirigí mis ruegos y mis lágrimas al que le ha conducido hasta aquí. Se hubiera violado el alto decreto de Dios, si pasara el Leteo y gustara tales manjares sin haber pagado alguna parte de la penitencia que hace verter lágrimas.
ESTÁS LEYENDO
La Divina Comedia
PoetryLa Divina Comedia es un poema escrito por Dante Alighieri escrito a principios de 1300. Es considerada la obra maestra de la literatura italiana y una de las costumbres de la literatura universal. Se divide en tres partes: El Infierno, El Purgatorio...