Canto XXXII

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Atento a su dicha, aquel contemplador asumió espontáneamente en sí el cargo de maestro y empezó por estas santas palabras:

- La herida que María restaño y curó fue abierta y enconada por aquella mujer tan hermosa que está a sus pies. Debajo de ésta, en el orden que forman los terceros puestos, se sientan, como ves, Raquel y Beatriz. Sara, Rebeca, Judith, y la bisabuela del Cantor que en medio del dolor producido por su falta dijo Miserere mei, puedes verlas sucederse de grado en grado, descendiendo, a medida que en la rosa te las voy nombrando de hoja en hoja. Y desde la séptima grada para abajo, como desde la más alta a la misma grada, se suceden las Hebreas, dividiendo todas las hojas de la flor; porque aquéllas son como un recto muro, que comparte los sagrados escalones, según como se fijó en Cristo la mirada de la fe. En esa parte, en que la flor está provista de todas sus hojas, se sientan los que creyeron en la venida de Jesucristo; y en la otra, en que los semicírculos se ven interrumpidos por algunos huecos, se sientan los que creyeron en Él después de haber venido; y así como en esa parte el glorioso trono de la Señora del cielo y los otros escaños inferiores forman tan gran separación, así en la opuesta está el trono del gran Juan que, siempre santo, sufrió la soledad y el martirio, y el Infierno después durante dos años; y así también debajo de él, formando a propósito igual separación, está el de Francisco; bajo éste el de Benito, bajo Benito, Agustín y otros varios, descendiendo de igual modo hasta aquí de círculo en círculo. Admira, pues, la elevada Providencia divina; porque uno y otro aspecto de la Fe llenarán por igual este jardín. Y sabe que desde la grada que corta por mitad ambas filas hasta abajo, nadie se sienta por su propio mérito, sino por el que contrajo otro, y con ciertas condiciones; porque todos ellos son espíritus desprendidos de la Tierra antes que estuviesen dotados de criterio para elegir la verdad. Fácil te será cerciorarte de ello por sus rostros y también por sus voces infantiles, si los miras y los escuchas bien. Ahora dudas, y dudando guardas silencio, pero yo soltaré las fuertes ligaduras con que te estrechan tus sutiles pensamientos. En toda la extensión de este reino no puede tener cabida un asiento dado por casualidad, como tampoco caben la tristeza, la sed, ni el hambre; pues todo cuanto ves se halla establecido por eterna ley, de modo que aquí cada cosa viene justa como anillo al dedo. Por lo tanto, estas almas apresuradas a la verdadera vida no son aquí sine causa más o menos excelentes entre sí. El Rey por quien este reino reposa en tanto amor y deleite, que ninguna voluntad se atreve a desear más, creando todas las almas bajo su dichoso aspecto, las dota según quiere de más o menos gracia; en cuanto a esto baste conocer el efecto; lo cual se demuestra expresa y claramente por la Sagrada Escritura en aquellos gemelos a quienes agitó la ira en el vientre de su madre. Por lo tanto, es preciso que la altísima luz corone de su gloria a los espíritus según sea el color de los cabellos de tal gracia. Así pues, sin consideración al mérito de sus obras, se hallan ésos colocados en diferentes grados, distinguiéndose tan sólo por su penetración primitiva. En los primeros siglos bastaba ciertamente para salvarse tener, junto con la inocencia, la fe de los padres. Transcurridas las primeras edades, fue menester que los varones todavía inocentes adquiriesen la virtud por medio de la circuncisión; pero cuando llegó el tiempo de la Gracia, toda aquella inocencia debió permanecer en el Limbo, si no había recibido el perfecto bautismo de Cristo. Contempla ahora la faz que más se asemeja a la de Cristo, pues sólo su resplandor podrá disponerte a ver a Cristo.

Vi llover sobre ella tanta alegría, llevada por los santos espíritus, creados para volar por aquella altura, que todo cuanto antes había visto no me había causado tal admiración, ni me habla mostrado mayor semejanza con Dios. Y aquel amor que fue el primero en descender cantando Ave, María, gratia plena, extendió sus alas delante de ella. A tan divina cantinela respondió por todas partes la corte bienaventurada, de tal modo que cada espíritu pareció más radiante.

- ¡Oh Santo Padre, que por mí te dignas estar aquí abajo, dejando el dulce sitio donde te sientas por toda una eternidad! ¿Qué ángel es ese, que con tanto gozo mira los ojos de nuestra Reina, y tan enamorado está que parece de fuego?

Con estas palabras recurrí nuevamente a la enseñanza de aquel que se embellecía con las bellezas de María, como a los rayos del Sol se embellece la estrella matutina. Y él me respondió:

- Toda la confianza y la gracia que pueden caber en un ángel y en un alma, se encuentran en él, y así queremos que sea; porque es el que llevó la palma a María, cuando el Hijo de Dios quiso cargar con nuestro peso. Pero sigue ahora con la vista según yo vaya hablando, y fija la atención en los grandes patricios de este imperio justísimo y piadoso. Aquellos dos que ves sentados allá arriba, más felices por estar sumamente próximos a la Augusta Señora, son casi dos raíces de esta rosa. El que está a la izquierda es el padre, cuyo atrevido paladar fue causa de que la especie humana probara tanta amargura. Contempla a la derecha al anciano padre de la santa Iglesia, a quien Cristo confió las llaves de esta encantadora flor; a su lado se sienta aquel que vio, antes de morir, todos los tiempos calamitosos que debía atravesar la bella esposa que fue conquistada con la lanza y los clavos; y próximo al otro, aquel Jefe bajo cuyas órdenes vivió de maná la nación ingrata, voluble y obstinada. Mira sentada a Ana frente a Pedro, contemplando a su hija con tal arrobamiento, que ni aun al cantar Hosanna separa de ella los ojos; y frente al mayor Padre de familia se sienta Lucía, que envió a tu Dama en tu socorro, cuando cerraste los párpados al borde del abismo. Mas, puesto que huye el tiempo que te adormece, haremos punto aquí, como un buen sastre, que según el paño con que cuenta, así hace el traje y elevaremos los ojos hacia el primer Amor, de modo que, mirándole, penetres en su fulgor cuanto te sea posible. Sin embargo, a fin de que al mover tus alas no retrocedas acaso creyendo adelantar, es preciso pedir con ruegos la gracia que necesitas, e impetrarla de aquella que puede ayudarte: sígueme, pues, con el afecto, de modo que tu corazón acompañe a mis palabras.

Y comenzó a decir esta santa oración. 

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