Canto XXII

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He visto alguna vez a la caballería levantar el campo, empezar el combate, pasar revista, y a veces batirse en retirada; he visto, ¡oh, aretinos!, hacer excursiones por vuestra tierra y saquearla; he visto luchar en los torneos y correr en las justas, ya al sonido de las trompetas, ya al de las campanas, al ruido de los tambores, con las señales de los castillos, y con todo el aparato nacional y extranjero; pero lo que no he visto nunca es que tan extraño instrumento de viento haya indicado la marcha a jinetes ni peones; jamás, ni en la tierra, ni en los cielos, guió semejante faro a ningún buque. Marchábamos juntamente con los diez demonios (¡oh terrible compañía!), pero en la iglesia con los santos, y en la taberna con los borrachos. Sin embargo, mi atención estaba concentrada en la pez para distinguir todo lo que contenía la fosa y los que se abrasaban dentro de ella. Así como saltan los delfines fuera del agua, indicando a los marinos que precavan la nave de la tempestad, así también algunos condenados, para aliviar

su tormento, sacaban la espalda y la volvían a esconder más rápidos que el relámpago; y lo mismo que en un charco las ranas sacan la cabeza a flor de agua, aunque teniendo dentro de ella sus patas y el resto del cuerpo, así estaban por todas partes los pecadores; pero en cuanto Barbariccia se aproximaba, volvían a sumergirse en aquel hervidero. Yo vi, y aun se estremece por ello mi corazón, a uno de aquellos que había tardado más tiempo en hundirse, como sucede con las ranas, que una queda fuera del agua, mientras otra se zabulle; y Graffiacane, que estaba más cerca de él, le enganchó por los cabellos enviscados de pez, y lo sacó fuera como si fuese una nutria. Yo sabía el nombre de todos aquellos demonios, por haberme hecho cargo de ellos cuando los eligió Malacoda. Rubicante, plántale encima tu garfio y desuéllalo, gritaban a un tiempo todos aquellos malditos. Yo dije:

- Maestro mío, si puedes, procura saber quién es ese desgraciado que ha caído en manos de sus adversarios.

Mi Guía se le acercó, y le preguntó de dónde era, a lo que respondió:

- Yo nací en el reino de Navarra, mi madre me puso al servicio de un señor; ella me había engendrado de un pródigo, que se destruyó a sí mismo y disipé su fortuna. Después fui favorito del buen rey Tebaldo, y me lancé a comerciar con sus favores; crimen de que doy cuenta en este horno.

Y Ciriatto, a quien salía de cada lado de la boca un colmillo como el de un jabalí, le hizo sentir lo bien que uno de ellos hería. Entre malos gatos había caído aquel ratón; porque Barbariccia lo sujetó entre sus brazos, diciendo: Quedaos ahí mientras que yo le ensarto. Y volviendo el rostro hacia mi Maestro, añadió: Pregúntale aún si deseas saber más, antes que otros lo destrocen.

Mi Guía preguntó:

- Dime, pues, si entre los otros culpables que están sumergidos en esa pez, conoces algunos que sean latinos.

A lo que contestó:

- Acabo de separarme de uno que fue de allí cerca, ¡Así estuviera, como él, bajo la pez; no temería ahora ni las garras ni los garfios!

Y Libicocco: Ya hemos tenido demasiada paciencia, dijo, y le enganchó por el brazo con su arpón, arrancándole de un golpe todo el antebrazo. Draghignazzo quiso también cogerle por las piernas; pero su Decurión se volvió hacia todos ellos lanzando una mirada furiosa. Cuando se hubieron calmado un poco, mi Guía no tardó en preguntar a aquel que estaba contemplando su herida:

- ¿Quién es ése de quien dices que te has separado, por tu desgracia, para salir a flote?

Y le respondió:

- Es el hermano Gomita, aquel de Gallura, vaso de iniquidad, que tuvo en su poder a los enemigos de su señor, e hizo de modo que todos le alabasen. Aceptó su oro y los dejó libres, según él mismo dice; y con respecto a los empleos, no fue un pequeño, sino un soberano prevaricador. Con él conversa a menudo don Miguel Zanche de Logodoro, y sus lenguas no se cansan nunca de hablar de las cosas de Cerdeña. ¡Ay de mí! Ved a ese otro cómo aprieta los dientes. Aun hablaría más, pero temo que se prepare a rascarme la tiña.

El gran jefe de los demonios se dirigió a Farfarelo, que movía sus ojos en todas direcciones buscando dónde herir, y le dijo: Quítate de ahí, pájaro malvado.

- Si queréis ver u oír a toscanos y lombardos -empezó a decir en seguida el desgraciado pecador-, haré que vengan. Pero que esas malditas garras se mantengan un poco apartadas, a fin de que ellos no teman sus venganzas; yo, sentándome en este mismo sitio, por uno que soy haré venir siete, silbando como acostumbramos cuando uno de nosotros saca la cabeza fuera de la pez.

Al oír estas palabras, Gagnazzo levantó el hocico meneando la cabeza, y dijo: ¡Oigan el medio malicioso de que se ha valido para volver a sumergirse! A lo cual contestó aquél, que tenía abundancia de estratagemas: ¡En verdad que soy muy malicioso, cuando expongo a los míos a mayores tormentos! No pudo

contenerse Alichino, y en contra de lo dicho por los otros, respondió: Si te arrojas en la pez, no correré al galope detrás de ti, sino que emplearé mis alas para ello. Te damos de ventaja la escarpa, y el ribazo por defensa, y veamos si tú solo vales más que todos nosotros.

¡Oh tú, que lees esto, ahora verás un nuevo juego! Todos los demonios se volvieron hacia la pendiente opuesta, y el primero de ellos, el que se había mostrado más renitente. El navarro aprovechó bien el tiempo; fijó sus pies en el suelo, y precipitándose de un solo salto, se puso al abrigo de los malos propósitos de aquellos. Contristados se quedaron los demonios ante esta treta, pero mucho más el que tuvo la culpa de ella; por lo cual se lanzó tras de él gritando: Ya te tengo. Pero de poco le valió, porque sus alas no pudieron igualar en velocidad al espanto de Ciampolo; éste se lanzó en la pez, y aquél cambió la dirección de su vuelo; llevando el pecho hacia arriba.

No de otro modo se sumerge instantáneamente el pato cuando el halcón se aproxima, y éste se remonta furioso y fatigado. Calcabrina, irritado contra Lichino por aquel engaño, echó a volar tras él, deseoso de que el pecador se escapara para tener un motivo de querella. Y cuando hubo desaparecido el prevaricador, volvió sus garras contra su compañero, y se aferró con él sobre el mismo estanque. Pero éste, gavilán adiestrado, hizo uso también de las suyas, y los dos cayeron en medio de la pez hirviente. El calor los separó bien pronto; pero todo su esfuerzo para remontarse era en vano, porque sus alas estaban enviscadas. Barbariccia, descontento como los demás, hizo volar a cuatro desde la otra parte con todos sus arpones, y bajando rápidamente hacia el sitio designado, tendieron sus garfios a los dos demonios, que estaban medio cocidos en la superficie de aquella fosa. Nosotros los dejamos allí enredados de aquella manera. 

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