Canto XVI

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¡Oh nobleza de la sangre! Aunque seas muy poca cosa, nunca me admiraré de que hagas vanagloriarse de ti a la gente aquí abajo, donde nuestros afectos languidecen; pues yo mismo, allá donde el apetito no se tuerce, quiero decir, en el cielo, me vanaglorié de poseerte. A la verdad, eres como un manto que se acorta en breve, de modo que si cada día no se le añade algún pedazo, el tiempo lo va recortando en torno con sus tijeras. Con el vos, al que Roma fue la primera en someterse y en cuyo empleo no han perseverado tanto sus descendientes, empezaron esta vez mis palabras; por lo cual, Beatriz, que estaba algún tanto apartada, sonrióse, pareciéndose a la que tosió cuando Ginebra cometió la primera falta de que habla la crónica. Yo empecé a decir:

- Vos sois mi padre; vos me infundís aliento para hablar; vos me enaltecéis de modo, que soy más que yo mismo. Por tantos arroyos se inunda de alegría mi mente, que se goza en sí misma al considerar que puede contener tanta sin que la abrume. Decidme, pues, ¡oh mi querido antepasado!, quiénes fueron vuestros predecesores, y cuáles los años en que comenzó vuestra infancia. Decidme lo que era entonces el rebaño de San Juan, y cuáles las personas más dignas de elevados puestos.

Como se aviva la llama del carbón al soplo del viento, así vi yo resplandecer aquella luz ante mis afectuosas palabras; y si pareció más bella a mis ojos, más dulce y suave fue también su acento cuando me dijo, aunque no en nuestro moderno lenguaje:

- Desde el día en que se dijo Ave, hasta el parto en que mi madre, que hoy es santa, se libró de mi peso, este Planeta fue a inflamarse quinientas cincuenta y tres veces a los pies del León. Mis antepasados y yo nacimos en aquel sitio donde primero encuentra el último distrito el que corre en vuestros juegos anuales. Bástete saber esto con respecto a mis mayores; lo que fueron o de dónde vinieron es más cuerdo callarlo que decirlo. Todos los que se encontraban entonces en estado de llevar las armas, entre la estatua de Marte y el Baptisterio, formaban la quinta parte de los que ahora viven allí; pero la población, que es al presente una mezcla de gente de Campi, de Certaldo y de Fighine, se veía pura hasta en el último artesano. ¡Oh!, ¡cuánto mejor fuera tener por vecinas a aquellas gentes, y vuestras fronteras en Galluzo y Trespiano, que no tenerlas dentro de vuestros muros, y soportar la fetidez del villano de Aguglión y del de Signa, que tiene ya los ojos muy abiertos para traficar! Si la gente que está más degenerada en el mundo no hubiera sido una madrastra para César, sino benigna como una madre para con su hijo, más de uno que se ha hecho florentino, y cambia y trafica, se habría vuelto a Semifonti, donde andaba su abuelo pordioseando; los Conti estarían aún en Montemurlo; los Cerchi en la jurisdicción de Ancona, y quizá aun en Valdigrieve los Buondelmonti. La confusión de las personas fue siempre el principio de las desgracias de las ciudades, como la mezcolanza de los alimentos lo es de las del cuerpo; pues un toro ciego cae más pronto que un cordero ciego; y muchas veces corta más y mejor una espada que cinco. Si consideras cómo han desaparecido Luni y Urbisaglia, y cómo siguen sus huellas Chiusi y Sinigaglia, no te parecerá una cosa difícil de creer el oír cómo se deshacen las familias, puesto que las ciudades mismas tienen un término. Todas vuestras cosas mueren como vosotros; pero se os oculta la muerte de algunas que duran mucho, porque vuestra vida es muy corta; y así como los giros del cielo de la Luna cubren y descubren sin tregua las orillas del mar, lo mismo hace con Florencia la Fortuna; por lo cual no debe asombrarte lo que voy a decir con respecto a los primeros florentinos, cuya fama está envuelta en la oscuridad de los tiempos. He visto ya en decadencia los Ughi, los Catellini, Filippi, Greci, Ormanni y Alberichi, todos ilustres caballeros; he visto también con los de la Sannella a los del Arca y a los Soldanieri, los Ardinghi y los Bostichi, tan grandes como antiguos. Sobre la puerta, cargada al presente con una felonía de tan gran peso, que en breve hará zozobrar vuestra barca, estaban los Ravignani, de quienes descienden el conde Guido, y los que han tornado después el nombre del gran Bellincion. El primogénito de la familia de la Pressa conocía el arte de gobernar bien, y en casa de Galigaio se veían ya los distintivos de la nobleza, que consistían en usar dorados la guarnición y el pomo de la espada. Grande era ya la columna de la Comadreja, e ilustres los Cacchetti, Giuochi, Fifanti, Baruci y Galli, y los que se avergüenzan al recuerdo de la medida. El tronco de que nacieron los Calfucci era ya grande, y ya habían sido promovidos a las sillas curules los Sizii y los Arrigucci. ¡Oh!, ¡cuán fuertes he visto a aquellos, que han sido destruidos por su soberbia! Y sin embargo, las bolas de oro con sus altos hechos hacían florecer a Florencia; así como también los padres de aquellos que siempre que está vacante vuestra iglesia, engordan mientras se hallan reunidos en consistorio. La presuntuosa familia que persigue como un dragón al que huye, y se humilla como un cordero ante el que le enseña los dientes o la bolsa, venía ya engrandeciéndose; pero su origen era bajo; por esto no agradó a Ubertino Donato que su suegro le hiciera emparentar con ella. Los Caponsacco habían descendido ya de Fiésole, y habitaban en el Mercado, y ya Giuda e Infangato eran buenos ciudadanos. Voy a decirte una cosa increíble y verdadera: en el pequeño círculo que formaba la ciudad, se entraba por una puerta que debía su nombre a la familia de la Pera. Todos los que llevan las bellas insignias del gran Barón, cuyo nombre y cuya gloria se renuevan en la fiesta de Santo Tomás, recibieron de él sus títulos de caballero y sus privilegios; si bien hoy se ha colocado en el partido del pueblo aquel que rodea sus insignias de un círculo de oro. Ya los Gualterotti y los Importuni vivían tranquilos en el Borgo, y más lo habrían estado sin nuevos vecinos. La casa de que ha nacido vuestro llanto, por el justo rencor que os ha destruido y dado fin a vuestra agradable vida, era honrada con todos los suyos. ¡Oh Buondelmonte!, ¡cuán mal hiciste en no aliarte con ella por medio del matrimonio para consuelo de los demás! Muchos de los que hoy están tristes estarían alegres, si Dios te hubiese entregado a Ema la primera vez que viniste a la ciudad. Pero era preciso que ante aquella piedra rota que guarda el puente, sacrificara Florencia una víctima en sus últimos días de paz. Con tales familias y con otras muchas he visto a Florencia en medio de tan gran reposo, que no tenía motivo para llorar. Con estas familias he visto a su pueblo tan glorioso y justo, que jamás el lirio fue llevado al revés en la lanza, ni se había vuelto aún rojo a causa de las discordias. 

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